—Todavía no —dijo ella, volviéndose hacia uno de los lectores que se había acercado a su escritorio.
Fuera, en la Piazza, Brunetti se paró a mirar el
bacino
de San Marcos, luego se volvió y se quedó contemplando las ridículas cúpulas de la basílica. Había leído que en California hay un lugar al que las golondrinas regresan todos los años en la misma fecha. ¿El día de san José? Aquí venía a ocurrir lo mismo: la segunda semana de marzo, reaparecían los turistas, guiados por una brújula interior que los traía precisamente a estas orillas. Cada año venían en mayor número y cada año la ciudad se hacía más hospitalaria para ellos, en detrimento de sus habitantes. Las fruterías cerraban, las zapaterías cesaban en el negocio y eran sustituidas por tiendas que vendían máscaras, encaje hecho a máquina y góndolas de plástico.
Brunetti reconoció uno de sus accesos de mal humor, exacerbado éste por su tropezón con el Opus Dei, y como sabía que, para disiparlo, nada mejor que caminar, enfiló la Riva degli Schiavoni, con el agua a su derecha y los hoteles a su izquierda. Cuando llegó al primer puente, caminando a buen paso al sol de la media tarde, ya se sentía mejor. Y entonces, al ver las gaviotas aletear vigorosamente a ras de agua, sintió el corazón muy ligero, como si también él fuera a levantar el vuelo hacia San Giorgio, tras un
vaporetto.
Un indicador de dirección del Ospedale San Giovanni e Paolo lo decidió y, a los veinte minutos, estaba allí. La enfermera encargada de la planta a la que había sido trasladada Maria Testa le dijo que no se había producido ningún cambio en su estado, y que se encontraba en una habitación particular, la número 317, al fondo del pasillo, a la derecha.
Junto a la puerta de la habitación 317, Brunetti encontró una silla y, en el asiento, el último número de
Topolino,
abierto. Sin pararse a pensarlo ni a llamar, Brunetti abrió la puerta y entró. Una vez dentro, instintivamente se situó al lado de la puerta que aún estaba cerrándose, mientras sus ojos registraban la habitación.
En la cama, cubierta por la manta, había una figura de la que partían tubos que iban a recipientes de plástico, unos colgados de soportes altos y otros puestos en el suelo. El grueso vendaje del hombro seguía en su sitio, lo mismo que el de la cabeza. Pero la persona que Brunetti vio al acercarse a la cama parecía diferente: la nariz, afilada como el pico de un ave, los ojos hundidos y un cuerpo que casi no abultaba, de lo mucho que había adelgazado en sólo unos días.
Brunetti, lo mismo que la última vez, miraba fijamente aquella cara por si algo podía revelarle. La mujer respiraba lentamente, con unos intervalos tan largos que a cada exhalación Brunetti temía que fuera la última.
Miró la habitación y no vio flores, ni libros, ni vestigio de compañía humana. A Brunetti le chocó esto, y le pareció muy triste: una mujer tan joven, con toda una vida ante sí, atada a una cama de hospital, sin poder hacer más que respirar y sin que, al parecer, hubiera en el mundo alguien a quien importara que esta vida se truncara.
En la silla del pasillo estaba ahora Alvise, absorto de nuevo en la lectura, de la que no se molestó en levantar la mirada cuando salió Brunetti.
—Alvise.
El agente alzó la cara abstraído y, al reconocer al comisario, se puso en pie de un salto y saludó, sin soltar la revista de historietas.
—¿Sí, señor?
—¿Dónde estaba?
—He bajado a tomar un café porque se me cerraban los ojos, comisario. No quería dormir, no fuera a entrar alguien en la habitación.
—¿Y no se le ha ocurrido, Alvise, que podía entrar alguien mientras usted no estaba?
Si Alvise hubiera sido el intrépido Cortés, mudo, en lo alto de un pico de Darien, no hubiera sido mayor su estupor.
—Pero antes hubieran tenido que saber que yo no estaba.
Brunetti no dijo nada a esto.
—¿No le parece, comisario?
—¿Quién le ha asignado este servicio, Alvise?
—En la oficina hay una lista, comisario, nos turnamos.
—¿A qué hora lo relevan?
Alvise dejó caer la revista a la silla y miró el reloj.
—A las seis, comisario.
—¿Quién lo sustituye?
—No lo sé, comisario. Yo sólo miro mis servicios.
—No quiero que se mueva de aquí hasta que lo releven.
—Sí, señor, quiero decir, no, señor.
—Alvise —dijo Brunetti acercando su cara a la del agente hasta oler el café y la grappa en el aliento de éste—, si vuelvo y lo encuentro sentado o leyendo o en algún sitio que no sea delante de esta puerta, será expulsado del cuerpo tan pronto que no tendrá tiempo ni de explicárselo a su enlace sindical. —Alvise fue a protestar, pero Brunetti lo cortó—: Una palabra, Alvise, una sola palabra y está acabado. —Brunetti dio media vuelta y se alejó sin ver el saludo del agente ni oírle susurrar, aterrado:
—Sí, señor.
Brunetti esperó hasta después de la cena para decir a Paola que en su investigación había surgido el Opus Dei. No lo demoró porque dudara de su discreción sino porque temía la inevitable pirotecnia de su reacción al oír este nombre. Ésta se produjo mucho después de la cena, cuando Raffi se había ido a su cuarto a terminar sus deberes de Griego y Chiara al suyo a leer, pero no por aplazada perdió ni un ápice de su fuerza explosiva.
—¿El Opus Dei? ¿El Opus Dei? —La salva inicial cruzó la sala, desde donde ella estaba cosiendo un botón a una camisa de su marido, e impactó en Brunetti, retrepado en el sofá con los pies en la mesita de centro—. ¿El Opus Dei? —gritó otra vez, por si alguno de los chicos aún no lo había oído—. ¿El Opus Dei está metido en esas residencias? No es de extrañar que los viejos se mueran; probablemente, los matan para dedicar su dinero a convertir a salvajes paganos a la Santa Madre Iglesia. —Décadas de convivencia habían acostumbrado a Brunetti al radicalismo de la mayoría de las ideas de su mujer y también le habían enseñado que, en el tema de la Iglesia, se inflamaba de inmediato y pocas veces era lúcida. Pero nunca se equivocaba.
—No sé si está metido, Paola. Lo único que sé es lo que ha dicho el hermano de Miotti, de que se dice que el capellán es socio.
—¿Y no te parece suficiente?
—¿Suficiente para qué?
—Para arrestarlo.
—¿Arrestarlo por qué, Paola? ¿Por discrepar de ti en materia de religión?
—No quieras dártelas de listo conmigo, Guido —amenazó ella, apuntándole con la aguja de coser, para demostrarle que hablaba completamente en serio.
—No pretendo dármelas de listo. Pero no puedo arrestar a un clérigo sólo porque hay rumores de que pertenece a una organización religiosa.
Por su silencio era evidente que Paola reconocía, aun a pesar suyo, que su marido llevaba razón, pero la energía con que clavó la aguja en el puño de la camisa indicaba lo mucho que ello le dolía.
—Ya sabes que son unos facinerosos que sólo buscan el poder —dijo.
—Puede que sí. Mucha gente lo cree así, pero no hay pruebas.
—Vamos, Guido, todo el mundo sabe lo que es el Opus Dei.
Él enderezó el tronco y puso una pierna encima de la otra.
—No estoy seguro.
—¿Qué? —preguntó ella mirándolo airadamente.
—Creo que todo el mundo piensa que sabe lo que es el Opus Dei, pero, a fin de cuentas, es una sociedad secreta. Dudo que alguien ajeno a la organización sepa mucho de ella, ni de ellos. Por lo menos, algo seguro.
Brunetti observaba a Paola mientras ella reflexionaba, con la mano de la aguja quieta y los ojos fijos en la camisa. Aunque apasionada en el tema de la religión, también era una intelectual, y esto le hizo decirle levantando la cabeza para mirarlo:
—Quizá tengas razón. —Hizo una mueca al oírse admitirlo y agregó—: Pero, ¿no te parece extraño que se sepa tan poco de ellos?
—Ya te he dicho que son una sociedad secreta.
—El mundo está lleno de sociedades secretas, pero la mayoría son una broma: los masones, los rosacruces, todos esos cultos satánicos que siempre están inventándose los americanos. Pero al Opus Dei la gente lo teme. Como se temía las SS, a la Gestapo.
—Paola, ¿no exageras?
—Ya sabes que en esto no puedo ser racional, de modo que no me lo pidas, ¿de acuerdo? —Callaron un momento y ella agregó—: Pero es realmente extraño que puedan haberse creado semejante fama y, al mismo tiempo, haber permanecido casi desconocidos. —Dejó la camisa y clavó la aguja en el acerico del costurero que tenía a su lado—. ¿Qué es lo que quieren?
—Hablas como Freud —rió Brunetti—. «¿Qué es lo que quieren las mujeres?»
Ella se rió de la broma: el desprecio por Freud, por sus pompas y sus obras formaba parte de la argamasa intelectual que los unía.
—No, en serio. ¿Qué crees que persiguen realmente?
—No lo sé —tuvo que reconocer Brunetti. Y, después de reflexionar, respondió—: Poder, imagino.
Paola parpadeó varias veces y meneó la cabeza.
—Siempre me ha asustado que alguien desee el poder.
—Porque eres una mujer. El poder es lo único que las mujeres creen que no desean. Pero nosotros, sí.
Ella lo miró con una media sonrisa, pensando que era otra broma, pero Brunetti prosiguió, muy serio:
—Es verdad, Paola. No creo que las mujeres comprendáis lo importante que para nosotros, los hombres, es el poder. —Vio que ella iba a objetar, pero la contuvo—: No; no se trata de envidia del útero. En fin, por lo menos, yo creo que no: ya sabes, la sensación de que estamos en desventaja porque no podemos tener niños y de algún modo hemos de compensarla. —Aquí Brunetti se detuvo, porque nunca, ni siquiera hablando con Paola, había expresado en voz alta este pensamiento—. Quizá no sea más que cuestión de tamaño: como somos más grandes, avasallamos.
—Eso es muy simplista, Guido.
—Ya lo sé. Pero no por ello ha de ser un error.
Ella volvió a mover la cabeza negativamente:
—Es que no lo comprendo. Al final, por mucho poder que tengamos, envejecemos, nos debilitamos, lo perdemos todo.
De pronto, Brunetti descubrió con sorpresa que Paola hablaba como Vianello: el sargento mantenía que la riqueza material era una ilusión, y ahora su mujer le decía que no era más real el poder. ¿Y cómo quedaba él entonces, como un tosco materialista entre dos anacoretas?
Ninguno habló durante un rato. Finalmente, Paola miró el reloj, vio que eran más de las once y dijo:
—Mañana tengo clase a primera hora. —Iba a levantarse cuando sonó el teléfono.
Ella se volvió para contestar, pero Brunetti se le adelantó, pensando que podía ser Vianello o alguien del hospital.
—
Pronto
—dijo en tono sereno, dominando el temor y el nerviosismo.
—¿Es el
signor
Brunetti? —preguntó una voz de mujer desconocida.
—Sí.
—
Signor
Brunetti, tengo que hablar con usted —empezó precipitadamente la mujer. Pero entonces, como si se le acabara el aliento, paró, y, al cabo de un momento, agregó—-: No, ¿puedo hablar con la
signora
Brunetti?
La tensión que se notaba en aquella voz hizo que Brunetti desistiera de preguntar quién era, por temor a que colgara.
—Un momento, por favor. Ahora mismo viene —dijo y dejó el teléfono en la mesa. Miró a Paola que seguía sentada en el sofá y lo miraba fijamente.
—¿Quién es? —preguntó en voz baja.
—No sé. Quiere hablar contigo.
Paola se acercó a la mesa y tomó el teléfono.
—
Pronto
—dijo.
Brunetti, sin saber qué hacer, dio media vuelta para marcharse, pero sintió que la mano de Paola lo sujetaba del brazo. Ella lo miraba, pero entonces la que llamaba dijo algo que le hizo desviar la atención y soltarle el brazo.
—Sí, sí. Claro que puede usted llamar. —Paola, como era su costumbre, empezó a jugar con el bucle del cable, envolviéndose los dedos en una serie de anillos elásticos—. Sí, la recuerdo de la reunión con los maestros. —Sacó de los aros los dedos de la mano izquierda y metió los de la derecha—. Sí, me alegro de que haya llamado. Sí, creo que ha hecho bien. —Su mano se inmovilizó—.
Signora
Stocco, procure mantener la calma, por favor. No pasará nada. ¿Ella está bien? ¿Y su marido? ¿Cuándo regresa? Lo que importa es que Nicoletta esté bien.
Paola miró a Brunetti, que levantó las cejas interrogativamente. Ella asintió dos veces, gesto que no le aclaró nada, y se apoyó en él. Brunetti la abrazó mientras seguía escuchando su voz y el chirriante cloqueo que llegaba por el auricular.
—Desde luego, se lo diré a mi marido. Pero no creo que él pueda hacer algo a menos que usted… —La voz la interrumpió y siguió hablando un rato.
—Lo comprendo, lo comprendo. Si Nicoletta está bien. No; no creo que deba usted hablarle de eso,
signora
Stocco. Sí, esta noche hablaré con él y mañana por la mañana la llamaré. ¿Me da su número, por favor? —Apartándose de él, anotó un número y preguntó—: ¿Puedo hacer algo por usted esta noche? —Hizo una pausa y después—: No, ninguna molestia. Me alegro de que haya llamado.
Otra pausa, y Paola dijo:
—Sí, había oído rumores, pero nada concreto, nada como esto. Sí, sí, de acuerdo. Hablaré con mi marido y mañana por la mañana la llamaré. Por favor,
signora
Stocco, si en algo puedo serle útil estaré encantada. —Más sonidos por el auricular—. Procure dormir,
signora
Stocco. Lo que importa es que Nicoletta esté bien. Eso es lo esencial. —Después de otra pausa, Paola dijo—: Naturalmente, vuelva a llamar si lo desea. Aquí estaremos. Claro, claro. De nada,
signora.
Buenas noches. —Colgó el teléfono y miró a su marido.
—Era la
signora
Stocco. Su hija Nicoletta va a la clase de Chiara. Clase de Religión.
—¿El padre Luciano? —preguntó Brunetti tratando de adivinar qué nuevo rayo iba a serle lanzado a la cabeza por las fuerzas de la religión.
Paola asintió.
—¿Qué ha pasado?
—No me lo ha dicho. O no lo sabe. Esta noche, estaba ayudando a Nicoletta con los deberes cuando la niña, al ver el libro de Religión, se ha echado a llorar y no quería decirle por qué y al final le ha dicho que el padre Luciano le había dicho cosas en el confesionario y la había tocado. La mujer está muy afectada. Su marido ha ido a Roma por asuntos de trabajo y no volverá hasta dentro de una semana.
—¿Tocado, dónde? —preguntó Brunetti, y lo preguntaba no menos como padre que como policía.