—Su padre no sufría del corazón —dijo Brunetti.
Patta esperaba que Brunetti dijera algo más, pero como no era así preguntó:
—¿Qué insinúa? —Brunetti seguía sin contestar—. ¿Piensa que esa mujer mató a su padre? —Se apartó de la mesa como para hacer más patente su incredulidad—. ¿Está en su sano juicio, Brunetti? Una mujer que oye misa todos los días no mataría a su padre.
—¿Cómo sabe que oye misa todos los días? —preguntó Brunetti, sorprendido de su capacidad para conservar la calma y mantenerse por encima de esta discusión, como si hubiera sido transportado al lugar en el que se guardan las claves de todos los misterios.
—Porque me han llamado tanto su médico como su director espiritual.
—¿Qué le han dicho?
—El médico, que padece una depresión nerviosa, provocada por una reacción retardada a la muerte de su padre.
—¿Y el «director espiritual», como usted lo llama?
—¿Cómo lo llamaría usted, Brunetti, de otra manera? ¿O también forma parte de esa película siniestra que se está inventando?
—¿Qué le ha dicho? —insistió Brunetti.
—Que está de acuerdo con la opinión del médico. Y que no le sorprendería que su manía acerca de la monja la hubiera inducido a atacarla en el hospital.
—Y supongo que, cuando usted le preguntó por qué lo decía, él le respondió que no estaba en disposición de revelarle cómo había conseguido esa información —dijo Brunetti sintiéndose cada vez más distante de la conversación y de los dos hombres que la mantenían.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Patta.
—Ah,
vicequestore
—dijo Brunetti, agitando un dedo en señal de amonestación—, no pretenderá usted que quebrante un secreto de confesión —y, sin esperar a oír lo que Patta tuviera que decir a esto, levitó hacia la puerta y salió del despacho.
La
signorina
Elettra se apartaba rápidamente de la puerta cuando él la abrió y también a ella la amonestó Brunetti con el dedo, pero enseguida sonrió al preguntarle:
—¿Me ayuda con el impermeable,
signorina
?
—Cómo no,
dottore
—dijo ella tomando la prenda y sosteniéndola.
Cuando tuvo la gabardina sobre los hombros, él dio las gracias a la joven y fue hacia la escalera. En la puerta estaba Vianello, que había aparecido con una instantaneidad angélica.
—Bonsuan ha traído la lancha, comisario —dijo. Después, Brunetti recordaría haber empezado a bajar la escalera al lado de Vianello que lo asía del brazo bueno. Y también recordaría haber preguntado al sargento si él había pensado alguna vez lo cómodo que sería poder subir y bajar las escaleras volando para ir al despacho, pero ahí se acababan sus recuerdos, como si su memoria hubiera ido a tomarse un descanso con todas las horas perdidas de la vida de
suor
Immacolata.
La infección del brazo de Brunetti se atribuyó después a unas fibras del
tweed
Harris de la americana, que habían quedado en la herida a consecuencia de una cura deficiente. Esto no lo dijo el Ospedale Civile, desde luego: el cirujano insistía en que la infección era debida a una variedad de estafilococo común y que era una complicación con la que había que contar, dada la gravedad de la herida. Pero su amigo, el
dottor
Giovanni Grimani, dijo después a Brunetti que en Urgencias habían rodado cabezas y que un celador de quirófano había sido trasladado a las cocinas. Grimani no dijo, por lo menos, explícitamente, que el cirujano tenía la culpa por haber hecho la cura con precipitación, pero Paola y Brunetti lo dedujeron de su tono. Aunque nada de esto se supo hasta que la infección fue tan grave y la conducta de Brunetti tan extraña que se decidió llevarlo al hospital.
Habida cuenta de la generosidad de su suegro para con la institución, se ingresó a Brunetti, al que la fiebre hacía desvariar, en el Ospedale Giustinian, donde lo pusieron en una habitación particular y todo el personal, enterado de con quién estaba emparentado, se mostró atento y solícito. Los primeros días, en los que tenía lapsos de inconsciencia y los médicos buscaban todavía el antibiótico más adecuado para combatir la infección, no se le habló de la causa de ésta y cuando por fin se encontró el fármaco y la infección quedó controlada y vencida, él no mostró interés en saber de quién era la culpa.
—¿Qué importa ya? —preguntó a Grimani, destruyendo con ello parte de la satisfacción que sentía el médico por haber puesto la amistad por encima del corporativismo.
En sus momentos de lucidez, Brunetti preguntaba insistentemente por Maria Testa, pero siempre se le respondía lo mismo, que seguía en el hospital, recuperándose satisfactoriamente. Él no se cansaba de repetir que era absurdo que lo tuvieran en el hospital, y cuando le quitaron el tubo del brazo ya no hubo manera de retenerlo allí. Paola, que le ayudaba a vestirse, le dijo que hacía muy buen tiempo y que no necesitaría jersey, pero le había traído una chaqueta para ponérsela sobre los hombros.
Cuando un Brunetti bastante debilitado y una Paola ya sosegada salieron al pasillo, encontraron a Vianello esperando.
—Buenos días,
signora
—dijo el sargento.
—Buenos días, Vianello. Qué amable ha sido al venir —dijo ella con fingida sorpresa. Brunetti sonrió del vano intento de su mujer por aparentar naturalidad, seguro de que ella y Vianello estaban de acuerdo, y de que Bonsuan tendría la lancha de la policía en la entrada lateral, con el motor en marcha.
—Tiene muy buen aspecto, comisario —dijo Vianello a modo de saludo.
Al vestirse, Brunetti había notado con sorpresa que el pantalón le estaba holgado. Al parecer, la fiebre había quemado mucha adiposidad acumulada durante el invierno, ayudada por la falta de apetito.
—Gracias, Vianello —dijo él, nada más. Paola empezó a andar por el pasillo, y Brunetti miró a su sargento—: ¿Cómo sigue? —preguntó. No necesitaba ser más explícito.
—Se ha ido. Se han ido las dos.
—¿Qué?
—La
signorina
Lerini ha sido ingresada en una clínica particular.
—¿Dónde?
—En Roma. Por lo menos, eso nos dijeron.
—¿Lo han comprobado?
—La
signorina
Elettra lo ha confirmado. —Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, explicó—: La atiende la orden de la Santa Cruz.
Brunetti no sabía qué nombre usar para referirse a la otra mujer.
—¿Y Maria Testa? —preguntó al fin, votando con este nombre por la decisión que ella había tomado.
—Ha desaparecido.
—¿Cómo, desaparecido?
—Guido —dijo Paola volviendo atrás—, ¿no puede esperar eso? —Dio media vuelta y se alejó hacia la entrada lateral del hospital y la lancha que aguardaba.
Brunetti siguió a su mujer y Vianello acomodó el paso al de su comisario.
—Cuénteme —insistió Brunetti.
—Mantuvimos la vigilancia durante unos días después de que a usted lo trajeran aquí…
—¿Alguien trató de verla? —le interrumpió Brunetti.
—Aquel monje, pero le dije que teníamos órdenes de que no entrase nadie a verla. Entonces él acudió a Patta.
—¿Y qué?
—Patta se resistió durante un día, luego dijo que preguntáramos a la mujer si quería verlo.
—¿Y ella qué dijo?
—No se lo pregunté. De todos modos, a Patta le dije que no quería verlo.
—¿Qué pasó entonces? —preguntó Brunetti. Pero ya habían llegado a la puerta. Paola estaba fuera, sosteniéndola abierta y cuando él salió le dijo:
—Bienvenido a la primavera, Guido.
Porque, durante los diez días que él había pasado en el hospital, la primavera había avanzado y conquistado la ciudad como por arte de magia. El aire era tibio, olía a brotes tiernos y estaba poblado de trinos de pájaros y, al otro lado del canal, una guirnalda de rosas entreabiertas asomaba por la verja que remataba una cerca de ladrillo. Tal como Brunetti esperaba, la lancha de la policía estaba amarrada al pie de la escalera y, al timón, Bonsuan, que los saludó con un movimiento de cabeza y lo que Brunetti dedujo que podía ser una sonrisa.
Con un
Buon giorno
musitado entre dientes, el piloto ayudó a embarcar a Paola y luego a Brunetti, que casi se tambaleó, deslumbrado por la explosión de luz. Vianello soltó la amarra y entró en la lancha, y Bonsuan los sacó al canal de la Giudecca.
—¿Y entonces qué? —preguntó Brunetti.
—Entonces una de las enfermeras del hospital le dijo que un padre quería verla pero que nosotros no se lo permitíamos. Después hablé con esa enfermera, que me dijo que ella, la Testa, se había mostrado inquieta al saber que él quería verla, pero que casi se alegró de que no le hubiéramos dejado. —Una lancha rápida les adelantó por la derecha, levantando surtidores de espuma hacia ellos. Vianello dio un salto de lado, pero las salpicaduras no pasaron del costado de la lancha.
—¿Y entonces? —insistió Brunetti.
—Pues entonces desapareció. Habíamos retirado la vigilancia, aunque los chicos y yo aún rondábamos por allí durante la noche, para estar al cuidado.
—¿Cuándo fue?
—Hace dos días. Una tarde, entró el médico a hacer la visita y ya no la encontró. Su ropa había desaparecido y no quedaba ni rastro de la mujer.
—¿Y ustedes qué hicieron?
—Preguntamos en el hospital, pero nadie la había visto. Sencillamente, había desaparecido.
—¿Y el confesor?
—Llamó por teléfono al día siguiente, antes de que nadie más que nosotros supiera lo ocurrido, y se quejó de que no le permitiéramos verla. Patta todavía creía que la mujer estaba en el hospital y cedió diciendo que él personalmente se encargaría de que ella lo recibiera. Entonces me llamó para decirme que ella tenía que verlo y fue cuando le dije que la mujer había desaparecido.
—¿Y él qué hizo? ¿O qué dijo?
Vianello reflexionó antes de contestar.
—Yo diría que se alegró, comisario. Cuando le dije que la mujer se había marchado casi pareció contento de oírlo. Llamó al monje delante de mí. Tuve que ponerme al teléfono para explicárselo.
—¿Tiene idea de adonde ha ido? —preguntó Brunetti.
—Ni la más remota. —La respuesta de Vianello fue inmediata.
—¿Llamaron al hombre del Lido, Sassi?
—Sí. Fue lo primero que hice. Me dijo que no me preocupara por ella, y nada más.
—¿Cree que él sabe dónde está? —preguntó Brunetti. No quería apremiar a Vianello y miró a Paola, que estaba junto al timón, conversando amigablemente con Bonsuan.
Finalmente, Vianello contestó:
—Yo apostaría a que lo sabe, pero no lo dice porque no se fía de nadie, ni de nosotros.
Brunetti asintió, se apartó del sargento y miró al agua, hacia San Marcos, que estaba apareciendo por la izquierda. Recordó el último día que vio a Maria Testa en el hospital, la enérgica determinación de su voz, y el recuerdo le produjo una sensación de alivio. Era bueno que hubiera decidido escapar. Brunetti trataría de encontrarla, pero confiaba en que resultara imposible… para él y para todos. Que Dios la protegiera y le diera fuerzas para su
vita nuova.
Paola, al ver que su marido había acabado de hablar con Vianello, se acercó a ellos. Una ráfaga de viento le dio de espaldas, echándole el pelo hacia adelante.
Riendo, ella apartó con las manos la melena rubia y ondulada que le envolvía la cara por ambos lados y agitó la cabeza como el que ha estado buceando mucho rato. Cuando abrió los ojos vio que Brunetti la miraba y volvió a reír, ahora con más fuerza. Él le rodeó los hombros con el brazo bueno y la atrajo hacia sí.
Como un adolescente enamorado, le preguntó:
—¿Me has echado de menos?
Ella respondió en el mismo tono:
—La nostalgia no me dejaba vivir. Los niños no tenían qué comer y mis estudiantes languidecían por falta de estímulo intelectual.
Vianello los dejó solos y se acercó a Bonsuan.
—¿Qué has hecho durante todo este tiempo? —preguntó Brunetti, como si ella no hubiera pasado la mayor parte de aquellos diez días en el hospital, a su lado.
Él notó en su cuerpo un cambio de actitud y la hizo volverse a mirarlo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No quiero empañar tu vuelta a casa hablando de eso.
—Nada puede empañarla, Paola —dijo él sonriendo ante esta simple verdad—. Anda, cuenta.
Ella le miró a la cara un momento y dijo:
—Ya te previne de que pediría ayuda a mi padre.
—¿Acerca del padre Luciano?
—Sí.
—¿Y bien?
—Ha hablado con ciertas personas, amigos suyos de Roma. Creo que ha encontrado la solución.
—Cuenta.
Ella contó.
El ama de llaves abrió la puerta de la rectoría a la segunda llamada de Brunetti. Era una mujer poco agraciada de unos cincuenta y tantos años, con el cutis fino y sin mácula que él había observado en monjas y otras mujeres de virginidad largamente preservada.
—¿Sí? —dijo—. ¿Qué desea? —Quizá en tiempos fue bonita, con unos ojos oscuros y una boca grande, pero los años le habían hecho olvidar el deseo de agradar, o quizá nunca lo tuvo, y su cara se había marchitado, agriado y reblandecido.
—Deseo hablar con Luciano Benevento —dijo Brunetti.
—¿Es feligrés? —preguntó ella, sorprendida por la omisión del tratamiento.
—Sí —dijo Brunetti, tras sólo un momento de vacilación, dando la respuesta correcta, por lo menos, topográficamente.
—Si tiene la bondad de pasar al estudio, llamaré al padre Luciano. —La mujer giró sobre sí misma dando la espalda a Brunetti, que cerró la puerta y la siguió por un pasillo con suelo de mármol, hasta la puerta de una habitación que ella abrió para hacerle entrar antes de ir en busca del cura.
En la habitación había dos sillones, situados muy juntos, quizá para favorecer la intimidad de la confesión. Colgaba de una pared un pequeño crucifijo y, en la de enfrente, un cuadro de la Virgen de Cracovia. En una mesita baja había ejemplares de
Famiglia Christiana
y varios formularios de donativos por correo para posibles interesados en colaborar en
Primavera Missionaria.
Brunetti, ajeno a las revistas, las imágenes y los sillones, se quedó en el centro de la habitación, esperando la llegada del sacerdote con la mente clara.
A los pocos minutos, se abrió la puerta y entró un hombre alto y delgado. La sotana y el alzacuello lo hacían parecer más alto de lo que era en realidad, impresión que acentuaban un porte erguido y una zancada larga.