—Joder —dijo, con voz tensa, y se bajó los vaqueros y los dejó caer al suelo. No sé cómo se quitó los zapatos. Supuse que se los habría quitado antes de bajar a la playa a buscarme, lo cual era lo más sensato. Pero se deshizo de los vaqueros y se puso encima.
Y luego, el muy malvado me mordió un lado del cuello, justo cuando me penetró con un movimiento duro que lo llevó hasta el fondo de mí.
Yo me fui como un cohete. Si algo me quedaba de autocontrol, se desvaneció con ese mordisco.
Cuando me calmé, abrí mis tupidas pestañas y lo encontré mirándome con una expresión ferozmente triunfante. Me acarició el pelo y me lo apartó de la cara y sus labios me rozaron la sien.
—¿Necesito un condón?
Ya estaba dentro de mí, por lo cual la pregunta llegaba tarde.
—No, estoy tomando la píldora —alcancé a decir.
—Bien —dijo, y volvió a la carga por segunda vez.
Era la parte buena de dejar que la pasión estuviera por encima del sentido común. Lo malo era cuando volvía a imperar el sentido común. Sin importar el número de orgasmos que una haya tenido, si se tiene algo de sentido común, éste siempre acaba por imponerse.
El día casi se había apagado cuando me desperté, saciada de una larga siesta y miré, desconcertada, al hombre desnudo a mi lado. No era que no fuera un placer mirarlo, todo él y su cuerpo musculoso, pero es que yo no sólo había roto mis propias reglas sino que, además, tácticamente había perdido un buen trozo de terreno. Sí, la batalla de los sexos es como luchar en una guerra. Si todo funciona bien, los dos ganan. Si no funciona, una quiere ser la que pierde menos.
¿Y ahora, qué? ¡Acababa de hacer el amor con un hombre con el que ni siquiera estaba saliendo! Con el que
había
salido, sí… pero por un tiempo muy breve. Entre los dos no se había aclarado nada, y ahora yo me había rendido como una cualquiera. Él ni siquiera me había tenido que preguntar.
Qué humillante reconocer que él tenía razón. Lo único que tenía que hacer era tocarme, y yo empezaba a quitarme la ropa. No cambiaba nada el hecho de que hacer el amor con él había sido tan bueno —no, mejor— de lo que prometía la maldita química. Eso no debería ocurrir. Debería ser ilegal, o algo así porque, ¿cómo podía yo ignorarlo como me proponía si, en realidad, saber lo bien que lo pasábamos juntos era mucho peor que imaginar cómo podía ser? Si antes me había sentido tentada, ahora la sensación sería diez veces peor.
Me di cuenta de que llevaba unos buenos diez minutos mirándole el pene y, en ese rato, éste había dejado de estar suave y relajado a estar no tan suave. Lo miré y vi que él también me miraba, y que sus ojos eran a la vez somnolientos y deseosos.
—No podemos volver a hacerlo —dije, firme, antes de que él me tocara y minara mis defensas—. Con una vez basta.
—Puede que no haya bastado —dijo él, perezoso, rozándome el pezón con un dedo.
Ahí ya me tenía. Maldita sea. Nunca hay que volver para repetir el plato.
Le aparté el dedo.
—Hablo en serio. Ha sido un error.
—No estoy de acuerdo. Creo que ha sido una gran idea. —Se apoyó en el codo y se inclinó encima de mí. Sentí un leve pánico y giré la cara antes de que me besara, pero no era mi boca lo que buscaba.
Al contrario, apoyó el labio justo por debajo de mi oreja y me dejó un reguero de pequeños besos en el cuello, y siguió por los ligamentos que acababan justo en el hueco donde el cuello se junta con el hombro. Me inundó una ola de calor y aunque abrí la boca para decir «no» o algo que se le pareciera, sólo escapó un gemido.
Me lamió y me mordisqueó y me chupó y me besó, y yo me estremecí y me retorcí y me volví loca. Cuando volvió a montarse encima, yo había ido demasiado lejos como para hacer otra cosa que cogerlo y prepararme para la cabalgata.
—¡No es justo! —exclamé, cuando entré a grandes zancadas en el lavabo media hora después—. ¿Cómo lo sabías? ¡
No vuelvas a hacerlo
!
Él rió y me siguió a la ducha. Yo no podía echarlo, a menos que él me dejara, así que le di la espalda y me concentré en ducharme y quitarme la embriagadora mezcla de loción solar, agua salada y hombre.
—¿Creiste que no me daría cuenta, o que quizá no lo recordaría? —Me puso una mano grande y cálida en la nuca y me acarició con el pulgar, arriba y abajo, lo cual me hizo estremecerme.
—Estabas desnuda en mis rodillas…
—Tenía puesta una falda. No estaba desnuda.
—Más o menos lo mismo. En cualquier caso, querida, sólo tuve que prestar atención. Si te acariciaba los pechos, apenas te dabas cuenta, pero cuando te besaba el cuello, estabas a punto de correrte. No se requiere nada especial para darse cuenta de eso.
No me gustaba que supiera tantas cosas de mí. La mayoría de los hombres suponen que si a una le tocan o besan los pechos, la excitan y quizá puedan convencerla para hacer algo que una no quiere hacer. Mis pechos no son casi nada para mí, en el plano del placer. A veces envidio a las mujeres que sienten placer en los pechos, pero no soy una de ellas y, además, supongo que mantener la cabeza fría compensa con creces la falta de sensibilidad.
Eso sí, cuando me besan el cuello, me derrito. Es una debilidad, porque un hombre le puede besar el cuello a una sin quitarle la ropa, así que no voy por ahí jactándome de ello. ¿Cómo es posible que Wyatt se hubiera dado cuenta tan rápido?
Era poli. Reparar en los detalles era parte de quién era y qué era. Eso está bien cuando se trata de perseguir a un criminal, pero no debería permitírsele usar esa destreza en una relación sexual.
—Mantén las manos
y
la boca lejos de mi cuello —le dije, y me giré para lanzarle una mirada furiosa—. Ya es hora que dejemos de hacer esto.
—Tienes un talento notable para ignorar lo evidente —dijo, y me sonrió.
—No pretendo ignorarlo. Estoy tomando una decisión ejecutiva. No quiero volver a tener relaciones sexuales contigo. No es bueno para mí.
—Mentirosa.
—… en otro sentido que vaya más allá de lo sexual —dije para terminar, y lo miré, aún más furiosa—. Tú vuelve a tu vida y yo volveré a la mía, y los dos olvidaremos que esto ha ocurrido.
—Eso no sucederá. ¿Por qué te empeñas tanto en negarte a que volvamos a estar juntos?
—Nunca hemos estado
juntos
. Esa palabra implica una relación, y nosotros nunca hemos llegado a eso.
—Deja de meterte en camisa de once varas. Yo no podía olvidarte a ti y tú no podías olvidarme a mí. De acuerdo, me doy por vencido: no verte no dio resultado.
Me di la vuelta y empecé a lavarme el pelo. Estaba tan enfadada que no sabía qué decir. Si él quería olvidarme, yo estaría feliz de echarle una mano. Quizá si le diera en la cabeza con algo pesado.
—¿No quieres saber por qué? —me preguntó, mientras me deslizaba los dedos por el pelo y me masajeaba el cuero cabelludo.
—No —dije, seca.
Se me acercó. Se me acercó tanto que su cuerpo desnudo se apretó contra mí mientras me enjabonaba el pelo.
—Entonces, no te lo diré. Algún día querrás saberlo y será el día en que hablemos de ello.
Era el tipo más exasperante que jamás he conocido. Apreté con fuerza los dientes para no pedirle que me lo contara.
Se fue acumulando la frustración y el resentimiento y, finalmente, me desahogué.
—Eres un gilipollas y un cabrón.
Él se echó a reír y me puso la cabeza bajo el chorro de la ducha.
N
o sé cómo acabé yendo a cenar con él. En realidad, lo sé. Se negó a marcharse.
Tenía que comer algo y estaba muerta de hambre. Así que cuando salí de la ducha lo ignoré por completo mientras me secaba el pelo y me arreglaba, lo cual no me llevó demasiado tiempo porque no me molesté en ponerme nada más que el maquillaje básico, rímel y pintalabios. Con el calor del verano, acabaría sencillamente sudando cualquier otra cosa, así que ¿para qué molestarse?
Me irritó muchísimo al darme un empujón con la cadera y apartarme del lavabo para afeitarse. Me lo quedé mirando boquiabierta porque ésa no es manera de portarse. Me miró en el espejo y me guiñó un ojo. Enfurecida, me fui a la habitación y me vestí, lo cual, una vez más, no me llevó demasiado tiempo porque, para empezar, no había traído demasiadas cosas y porque lo que tenía eran combinaciones de colores. Ahora que se había desvanecido mi estado de lujuria, vi una bolsa negra abierta en el suelo a los pies de la cama. Era evidente que de ahí habían salido la maquinilla y la crema de afeitar.
Pensándolo bien, había otras cosas en el armario…
Me di media vuelta y volví a abrirlo. Había un par de pantalones vaqueros y una camiseta.
Los saqué de los colgadores y me giré para meterlos de vuelta en la bolsa a donde pertenecían. Él salió del cuarto de baño a tiempo para decir:
—Gracias por sacarme la ropa del armario. —Me la quitó de las manos y se la puso.
Fue entonces que me di cuenta de que el tipo se había descontrolado, y que lo mejor que yo podía hacer era escapar.
Mientras él se ponía los vaqueros, crucé el salón y cogí mi bolso y las llaves al salir. Había un coche de alquiler —un Saturn blanco— junto al todoterreno, otro pequeño detalle en que no había reparado durante mi delirio anterior. Abrí la puerta de la camioneta y me puse al volante… y me deslicé, empujada por todo su peso cuando me desplazó del volante y ocupó mi lugar.
Chillé y lo empujé para que bajara. Cuando vi que no se movía, intenté empujarlo con los pies. Para ser mujer, soy fuerte, pero él era como una roca, no se movía. Y, además, el muy imbécil sonreía.
—¿Vas a alguna parte? —me preguntó, y cogió rápidamente las llaves del suelo donde yo las había dejado caer.
—Sí —dije, y abrí la puerta del pasajero. Ya me deslizaba fuera cuando él me cogió por debajo de los dos brazos y me tiró de vuelta hacia dentro.
—Hay dos maneras de hacer esto —dijo, tranquilo—. Te puedes quedar sentada como una buena chica, o te puedo poner las esposas. ¿Cuál prefieres?
—No hay dónde escoger —dije, indignada—. Es un ultimátum. No me da la gana de ninguna de las dos.
—Son las únicas dos alternativas que te ofrezco. Piensa en ello de la siguiente manera. Me he tenido que molestar en buscarte, así que tienes mucha suerte de que te haya dado al menos esta alternativa.
—¡Ja! No tenías por qué seguirme, y lo sabes muy bien. No tenías otro motivo que tu actitud de imbécil arrogante para decirme que no saliera de la ciudad, así que no actúes como si hubiera abusado de tu amabilidad. Has follado, ¿no? No he visto que actuaras como si te causara grandes problemas cuando me lanzaste sobre la cama.
Se inclinó sobre mí y cogió el cinturón de seguridad para abrochármelo.
—No soy el único en este coche que ha follado. Nos hemos divertido. Nos hemos quitado de encima las ganas. Ha sido una satisfacción mutua.
—Que no tendría que haber ocurrido. Esas relaciones sexuales pasajeras son una estupidez.
—De acuerdo, pero lo que hay entre nosotros no es pasajero.
—No me cansaré de decirte que no hay un «nosotros».
—Claro que sí. Lo que pasa es que todavía no quieres reconocerlo. —Puso en marcha el todoterreno y metió la primera—. Bonita camioneta, por cierto. Me ha impresionado. Te creía el tipo de persona que conduce coches de lujo.
Me aclaré ruidosamente la garganta y él me miró alzando las cejas. Yo miré fijamente su cinturón de seguridad, que no se había abrochado. Él soltó un gruñido y volvió a poner el cambio en punto muerto.
—Sí, señora —dijo, mientras se abrochaba.
Cuando echó marcha atrás, yo seguí discutiendo.
—Ya ves, ni siquiera sabes qué tipo de persona soy. Me gusta conducir todoterrenos. En realidad, no sabes nada acerca de mí. Por lo tanto, no hay nada entre nosotros excepto una atracción física. Eso lo convierte en una relación pasajera.
—Me temo que debo discrepar. Las relaciones sexuales pasajeras son como quitarse de encima un escozor, y nada más.
—¡Bingo! Me he quitado de encima el escozor. Ya te puedes ir.
—¿Siempre te portas así cuando alguien ha herido tus sentimientos?
Apreté los dientes y me quedé mirando hacia delante por el parabrisas. Habría querido que no se hubiera dado cuenta de que era verdad que en el fondo de mi resistencia y hostilidad hacia él había sentimientos heridos. A una tiene que importarle alguien antes de que le puedan herir los sentimientos porque, de otra manera, lo que él dijera o hiciera ni siquiera aparecería en la vieja pantalla de radar. Yo no quería sentir nada por él. No quería que me importara qué hacía ni con quién se veía, si comía adecuadamente o si dormía lo suficiente. No quería que me volvieran a herir, porque ese hombre me podía hacer mucho daño si lo dejaba acercarse demasiado. Jason me había hecho mucho daño, pero Wyatt me podía romper el corazón.
Él estiró el brazo y me puso la mano en la nuca, la masajeó suavemente.
—Lo siento —dijo, con voz queda.
Ya veía yo que, tratándose de mi cuello, iba a tener problemas con él. Era como un vampiro; se iba derecho al cuello cuando quería influir en mí. Además, lo de disculparse no era jugar limpio. Yo quería que se arrastrara y ahí estaba él, socavando mi determinación con unas simples disculpas. Aquel hombre era un tramposo.
Lo mejor que podía hacer era combatir el fuego con fuego, y decirle exactamente dónde estaba parado y cuál era el problema. Levanté una mano y me libré de la suya en mi cuello porque no podía pensar con claridad con él tocándome.