—¿Qué estabas soñando? —me preguntó, mientras me frotaba la espalda con movimientos lentos que me apaciguaban. Su voz grave se había vuelto más ronca debido al sueño y la sensación agradable de estar ahí con él me envolvió de arriba abajo, como una manta.
—No lo sé. No recuerdo nada. Me desperté y fue uno de esos momentos que dan miedo, cuando una no sabe dónde está. Además, tenía frío. ¿He hablado en mi sueño?
—No, sólo has hecho un ruido raro, como si tuvieras miedo.
—Creo que oí un ruido muy fuerte, pero puede que haya sido en el sueño. Si es que estaba soñando.
—Yo no he oído nada. ¿Qué tipo de ruido?
—Como un disparo.
—No. Te puedo asegurar que no se ha oído ningún disparo. —Hablaba como si estuviera del todo seguro. Supuse que, gracias a su condición de poli, sabía qué ruidos eran ésos.
—Entonces estaría soñando con el asesinato. No lo recuerdo. —Bostecé y me acurruqué más cerca de él y, en ese instante, tuve el ramalazo de un recuerdo.
No había soñado con el asesinato de Nicole sino con el mío, porque antes de que los polis encontraran el cuerpo de Nicole, yo había creído que el disparo iba dirigido a mí. Durante unos diez minutos, antes de que llegaran los polis, me sentí aterrorizada.
—Espera, sí recuerdo algo. Recuerdo que me disparaban, que era lo que en un principio pensé que estaba sucediendo. Supongo que es el subconsciente.
Él me estrechó con más fuerza entre sus brazos.
—¿Qué hiciste esa noche?
—Me agaché y me quedé agachada, me arrastré hasta la puerta y entré en el edificio, cerré la puerta y llamé al 911.
—Buena chica. Era exactamente lo que había que hacer.
—No te conté lo del pánico. Estaba muerta de miedo.
—Lo cual demuestra que no tienes un pelo de tonta.
—Y, además, demostraba que yo no disparé a Nicole, porque no salí bajo la lluvia a ver qué había pasado. Estaba completamente seca. Les pedí a los polis que hicieran una prueba para ver si tenía residuos de pólvora en las manos, a pesar de que estaba cansada y no tenía ganas de que me llevaran a la comisaría para interrogarme, lo que demostró ser un esfuerzo inútil porque tú me llevaste de todos modos. —Todavía estaba cabreada con esa parte.
—Sí, ya me enteré de la prueba con esa «cosa». —Su tono de voz era seco. Era evidente que Wyatt creía que había fingido ser una rubia tonta para despejar las sospechas de los inspectores. No tengo ni idea de dónde habrá sacado esa idea.
—En ese momento no me acordaba del término —dije, inocente—. Estaba muy nerviosa. —La mitad de lo que decía era verdad.
—Ajá.
Sospeché que no me creía. Enseguida continué:
—No sé por qué habré soñado ahora que me disparaban a mí. ¿Por qué no lo soñé la primera noche? Fue cuando estaba peor.
—Estabas agotada. Es probable que lo hayas soñado, pero en ese momento no te despertaste lo suficiente como para recordarlo.
—¿Y qué hay de anoche? Tampoco tuve ningún sueño.
—Por el mismo motivo. Habías conducido todo el día sin haber dormido demasiado. Estabas cansada.
—¿Qué? ¿Y no crees que estaba cansada esta noche?
—Es un tipo de cansancio diferente. —Ahora parecía que se estaba divirtiendo—. Lo de esa noche era estrés. Lo de esta noche ha sido placer.
Eso no se podía negar. Incluso pelearme con él era un tipo de placer, en cierto sentido, porque me divertía mucho. Aquello era alarmante porque daba la impresión de que él ganaba todas las batallas, pero yo todavía estaba felizmente entusiasmada con la lucha. Supongo que las polillas también están felices cuando caen volando en el fuego. Si Wyatt volvía a quemarme, no sabía qué iba a hacer. Ya había llegado mucho más lejos que las otras veces, empezando por el hecho de que yo estaba en la cama con él.
Le di un pellizco. Así, porque sí.
Él dio un salto.
—¡Auch! ¿A qué ha venido eso?
—Por no haberme ni siquiera cortejado antes de llevarme a la cama —le dije, indignada—. Me haces sentirme como si fuera una mujer fácil.
—Querida, no hay nada fácil en ti, ya puedes confiar en mí —dijo, con voz irónica.
—Debe ser que soy una fácil —dije, y conseguí poner una pizca de lacrimosidad en mi voz—. Si no puedo ganar las batallas, al menos puedo importunarte, ¿no?
—¿Estás llorando? —Sonaba como si sospechara algo.
—No. —Era la verdad. Yo no tenía la culpa de que la voz me temblara.
Me palpó la cara con su enorme mano.
—No estás llorando.
—Ya te he dicho que no. —Joder, ¿es que no se creía nada de lo que le decían? Teníamos decididamente un problema a propósito de la confianza. ¿Cómo podría contar alguna mentirilla de vez en cuando?
—Sí, pero estabas montando el numerito de la culpa. Sabes perfectamente bien que lo único que tenías que decir era «no», si de verdad no lo querías.
—Me has saboteado con los besos en el cuello. Eso tiene que parar.
—¿Qué piensas hacer, deshacerte de tu cuello?
—¿Eso significa que no vas a dejar mi cuello en paz?
—¿Bromeas? ¿Acaso tengo pinta de ser uno de esos que se cortan el cuello por voluntad propia? —Su voz ahora estaba teñida de una perezosa diversión.
—Hablo en serio cuando digo lo de no tener relaciones sexuales. Creo que es una equivocación hacerlo tan pronto. Tendríamos que haber esperado y ver si es posible una relación entre los dos.
—¿Si es posible una relación? —dijo él, como un eco—. A mí me parece que ya hemos empezado hace rato.
—En realidad, no. Aún no hemos dejado la línea de partida. Ni siquiera hemos salido juntos en una cita. Quiero decir, esta vez. Lo de hace dos años no cuenta.
—Hemos cenado juntos esta noche.
—Eso tampoco cuenta. Tú usaste tu fuerza física, me coaccionaste con tus amenazas.
Él dejó escapar un bufido.
—Eso no te habría impedido ponerte a gritar como una loca, pero decidiste que tenías hambre y que ya pagaría yo la cena.
Esa parte era verdad, desde luego. Además, en ningún momento se me había pasado por la cabeza que pudiera hacerme daño. Cuando estaba con él, me sentía notablemente segura. A salvo de cualquier cosa, excepto de él, claro está.
—Te propongo un trato. Yo salgo contigo como me gustaría salir si empezáramos de nuevo desde cero. Eso es lo que quieres, ¿no? ¿Otra oportunidad? Eso significa nada de sexo, porque el sexo crea demasiadas nebulosas.
—Y una mierda.
—Vale, a mí me crea nebulosas. Puede que cuando te conozca mejor, y tú me conozcas mejor a mí, decidamos que, en realidad, no nos sentimos tan atraídos el uno por el otro. O puede que tú decidas que yo no te gusto ni la mitad de lo que tú me gustas a mí porque, como he dicho, el sexo me crea nebulosas. Quizá los hombres no se sientan tan afectados por tener relaciones sexuales con alguien, pero las mujeres sí. Me ahorrarás una buena dosis de posible sufrimiento si damos un paso atrás y nos tomamos un tiempo para pensar.
—¿Quieres que cierre la puerta del corral cuando el caballo ya ha salido?
—Entonces, ve a buscarlo y lo metes dentro de tus pantalones de nuevo, quiero decir, de tu corral.
—Ése es tu punto de vista. El mío es que atenta contra todos los instintos no hacerte el amor con la mayor frecuencia posible, porque es así como un hombre tiene la seguridad de que una mujer es suya.
Por su voz, ahora me daba cuenta de que se había irritado. Me dieron ganas de encender una luz para que al menos pudiera verle la cara, pero entonces él también podría haberme visto la mía, así que lo dejé estar.
—Si hubiéramos llegado tan lejos en nuestra relación, estaría de acuerdo contigo.
—Por lo que sabemos, creo que ya hemos ido lejos.
Vale, estábamos los dos desnudos y juntos en la cama. ¿Y eso qué?
—Pero no es así. Nos sentimos muy atraídos mutuamente en lo físico, pero no nos conocemos. Por ejemplo, ¿sabes cuál es mi color favorito?
—Jolín. Estuve casado tres años y nunca supe cuál era el color favorito de mi mujer. Los hombres no piensan en los colores.
—No tienes por qué pensar en algo. Basta con que te des cuenta, por así decirlo. —No le presté mayor importancia al hecho de que hubiera estado casado. Desde luego, ya lo sabía, porque su madre me lo había contado antes de presentármelo, pero no me agradaba pensar en ello, no más de lo que me agradaba pensar en mi propio fracaso conyugal. Sin embargo, en el caso de Wyatt, lo que sentía era lisa y llanamente celos.
—Rosa —dijo.
—Cerca, pero no hay premio. Es mi segundo color.
—Dios mío, ¿tienes más de uno?
—Cerceta.
—¿Cerceta es un color? Creía que era una especie de pato.
—Puede que el color venga del pato, no lo sé. La cuestión es que si hubiéramos pasado mucho tiempo juntos y nos hubiéramos conocido, te habrías dado cuenta de que visto a menudo el color cerceta y puede que lo hubieras adivinado. Pero no podías adivinarlo, porque
no
hemos pasado mucho tiempo juntos.
—La solución a ese tipo de problemas es que pasemos más tiempo juntos.
—De acuerdo. Pero sin sexo.
—Me siento como si me estuviera dando cabezazos contra un muro —dijo, mirando el techo.
—Ya sé cómo te sientes. —Aquello empezaba a exasperarme—. Lo que ocurre es que me romperás el corazón si te acercas demasiado. Me da miedo enamorarme de ti y que vuelvas a desaparecer. Si en realidad me enamoro de ti, quiero saber si estás conmigo a cada paso que demos. ¿Cómo puedo saberlo cuando tenemos relaciones sexuales, sabiendo que el sexo significa tanto para una mujer y que, para un hombre, es poco más que hacerse una paja? Es química, y produce cortocircuitos en la cabeza de una mujer, como si la drogaran, de modo que ella ni se da cuenta de que está durmiendo con una rata hasta que es demasiado tarde.
Siguió una larga pausa. Hasta que habló él.
—¿Y qué pasaría si ya estuviera enamorado de ti, y me valiera del sexo para demostrártelo, y para acercarme a ti?
—Si dijeras que estás «encaprichado», tal vez te creería. Pero, insisto, en realidad, no me conoces. Por lo tanto, no puedes de verdad amarme. Lo que sentimos es lujuria, no amor. Todavía no, y quizá nunca lo sintamos.
Siguió otra larga pausa.
—Entiendo lo que dices. No estoy de acuerdo, pero lo entiendo. ¿Y tú, has entendido lo que yo he dicho a propósito de recurrir al sexo para demostrarte que me importas, y para acercarme más a ti?
—Sí —dije, alerta. ¿A qué conclusión quería llegar?—. Y no estoy de acuerdo.
—Entonces son tablas. Tú no quieres tener relaciones sexuales y yo sí. De acuerdo, hagamos un trato: cada vez que yo tome la iniciativa, tú dices que no y te prometo que no iré más lejos, pase lo que pase. Puede que esté encima de ti y a punto de meterla, pero si dices no, pararé.
—¡Eso no es justo! —protesté—. Piensa en las veces que me he negado cuando se trata de decirte que no.
—Hace dos años, ganabas dos a cero. Esta vez, es cuatro a cero a mi favor.
—¡Ya lo ves! Tu registro supera al mío en dos tercios. Necesito que me des una ventaja.
—¿Cómo se dan ventajas en el sexo?
—Por ejemplo, no me puedes tocar el cuello.
—Hum. De ninguna manera. Tu cuello no puede estar fuera de juego. —Y, como si quisiera demostrarlo, tiró de mí hacia arriba hasta estar a su altura y, antes de que pudiera detenerlo, hundió la cara en la curva de mi cuello y de mis hombros y me mordisqueó. Sentí el arrebato de una descarga de placer y mis ojos se giraron en sus cuencas.
Desde luego, hacía trampa.
Después de pasado un rato, tendido sobre mí y apoyándose en los brazos, los dos sudorosos y con los pulmones tragando aire como locos, dijo, con gesto de gran satisfacción.
—Y ya van cinco a cero.
Odio a los hombres cuando se muestran así de satisfechos consigo mismos. Sobre todo cuando hacen trampa.
—Volaremos de vuelta a casa —dijo, mientras hacíamos las maletas después del desayuno.
—Pero mi todoterreno…
—Devolveremos los coches aquí. Tengo mi coche en el aeropuerto, en casa. Te llevaré a recoger el tuyo.
¡Por fin recuperaría mi coche! Esa parte del plan estaba bien.
Pero lo de volar no me gustaba. Vuelo de vez en cuando, pero prefiero conducir.
—No me gusta volar —le dije.
Él se incorporó y se me quedó mirando.
—No me digas que tienes miedo.
—No es que tenga miedo, ni me falte el aire ni nada de eso, pero no es algo que me apetezca demasiado. En una ocasión, viajaba con el equipo de animadoras a la costa oeste para un partido. Entramos en unas turbulencias y empezamos a caer, tanto que pensé que el piloto jamás lograría sacarnos de ahí. Desde entonces, siento un poco de aprehensión.
Él me miró durante otro minuto.
—De acuerdo. Conduciremos —dijo—. Sígueme hasta el aeropuerto para que pueda devolver mi coche de alquiler.
Vaya. Por un momento pensé que vendrían unos tipos y me obligarían a subir al avión. Le había contado tantas mentirillas esos días que Wyatt no tenía por qué creerme. Sin embargo, era evidente que tenía un detector de mentiras anti Blair, igual al de mi madre, y sabía que yo estaba exagerando un poco lo del miedo a volar. Sólo un poco porque, en realidad, no me da pánico ni nada de eso.
Así que lo seguí hasta el aeropuerto, donde él devolvió su coche, y esperé al volante mientras guardaba sus cosas en el maletero junto a las mías. Me sorprendió todavía más cuando subió al asiento del pasajero y se abrochó el cinturón, sin siquiera pedir que lo dejara conducir. Sólo un hombre que está seguro de su propia masculinidad deja que una mujer conduzca un todoterreno… O eso o intentaba ganarme con artes sutiles. Fuera lo que fuera, funcionaba. Me sentí mucho más relajada con él durante el largo camino de regreso a casa.
Llegamos a nuestro pequeño aeropuerto regional, donde él había dejado su coche, a última hora de la tarde. Yo devolví la camioneta de alquiler y trasladamos nuestras cosas a su Crown Vic. Desde ahí, me llevó a Cuerpos Colosales para que recuperara mi coche.
Me llamó la atención ver que la cinta amarilla de la policía todavía rodeaba la mayor parte de mi propiedad. Casi la mitad del aparcamiento estaba precintado, aparte de todo el edificio y el aparcamiento de la parte trasera. Wyatt se detuvo en la zona no precintada.
—¿Cuándo podré volver a abrir? —le pregunté mientras le pasaba las llaves del coche.