Motín en la Bounty (32 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
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Lo dejaré bien claro ahora y les ahorraré el lenguaje florido. Esa muchacha era Kaikala, una palabra que significaba toda la frialdad del mar y todo el calor del sol, y en ese preciso instante me enamoré rendidamente. Me tenía en sus manos. Los ruidos que hacían los hombres se extinguieron a mi lado y sólo cuando el señor Heywood, el perro, se acercó y se la llevó cogiéndola del brazo, volví a la vida.

—Eh, echadle un vistazo a Tunante —exclamó John Hallett, el chico de edad más cercana a la mía—. Ha perdido la razón.

Eché entonces un vistazo alrededor y descubrí que todos los hombres me miraban, unos divertidos y otros aburridos. Sacudí la cabeza y volví a la tarea de cavar, y recuerdo muy poco más de las tareas de esa tarde, pues mi mente estaba en otra parte, en una tierra que nunca había visitado, un lugar que deseé considerar mi hogar.

6

Aunque las relaciones entre el capitán Bligh y el señor Fryer parecían haber mejorado considerablemente hacia el final del viaje a Otaheite y durante las primeras semanas en la isla, finalmente estalló una disputa más entre ellos y, en esa ocasión, confieso que mis simpatías estuvieron con el maestre, pues fue tratado con dureza tanto por el capitán como por los miembros de la tripulación, quienes lo culparon por pura costumbre.

La cuestión empezó, como suele pasar, con una nadería que no habría tenido consecuencias de no haber conducido a algo más, que a su vez acarreó otra cosa, que a su vez llevó a la disputa. Pero al principio el conflicto giró en torno a un tema: el capitán tenía diarrea.

Absolutamente toda la dotación de la
Bounty
sin excepción nos estábamos excediendo con la comida y la bebida desde la llegada a la isla, y aunque la piel y el cabello ofrecían un aspecto lustroso gracias a ello y se habían acabado los casos de escorbuto con la repentina inyección de vitaminas que aportaba el ilimitado suministro de frutas y verduras frescas, algunos se pasaron de la raya y se sintieron mal. Uno de ellos fue el capitán, que había desarrollado una tremenda afición por el fruto de la papaya y comía tantos que afectaron de forma terrible su sistema digestivo, de forma que no paraba de visitar el retrete.

Cuando le llevé el desayuno esa mañana me fijé en la palidez de su rostro, las oscuras ojeras y las gotas de sudor en la frente, señales inequívocas de que algo no iba bien, pero yo andaba distraído por mi nuevo amor, Kaikala, y no le concedí mayor importancia.

—Buenos días, capitán —saludé alegremente—. Y luce una mañana preciosa, sin duda.

—Dios santo, Turnstile, si no te conociera bien te habría tomado por un irlandés —contestó mirándome con irritación. Su comentario no me importó. Haberme hecho pasar por irlandés fue una de las acusaciones de aquel asno de rey Neptuno cuando cruzamos el Ecuador y me sometieron a aquel terrible juicio—. Tu forma de expresarte es cada día más perversa.

—Oh, no, capitán —me apresuré a contestar—. Me malinterpreta usted. Conocí a muchos irlandeses cuando vivía en Portsmouth, no me importa admitirlo, pero eran unos borrachines y se comportaban de forma demasiado afectuosa cuando se habían tomado unas copas, así que en general los evitaba.

—Sí, sí —replicó como si yo fuera un incordio. Se incorporó y, con expresión de desagrado, picoteó del plato que le había traído. Advertí que no estaba de humor para mis cotorreos, aunque yo me sentía en plena forma para ellos—. Demonios, Turnstile, ¿no se te ha ocurrido traerme agua fresca?

Pensé que se había vuelto loco, pues ahí mismo en la bandeja, junto al pan y la fruta, había una jarra de agua que yo mismo había llenado en el arroyo no hacía ni diez minutos.

—Ahí la tiene, capitán —indiqué, empujándola un poquito—. ¿Quiere que le sirva un vaso?

—No soy un crío —espetó, mirándola con sorpresa, como si le extrañara no haberla visto antes—. Creo que puedo apañármelas para alimentarme sin tu ayuda.

—Como quiera, señor —dije, al tiempo que recogía algunas cosas que él había dejado caer al suelo la noche anterior, como hacen los caballeros cuando saben que va a venir otro detrás para ocuparse de su desorden, una actitud que llevan aprendida desde la cuna.

Me mordí la lengua mientras lo hacía, pues la sensatez me alcanzaba para saber que el capitán no tenía ganas de charlas. Su humor había empeorado en las semanas que llevábamos allí, pese a que el trabajo que nos había encomendado avanzaba a buen ritmo. Sin embargo, creo que no aprobaba el cambio de circunstancias. Tal como estaban las cosas, algunos días ni siquiera veía a sus oficiales, y la tripulación no se había reunido como tal desde la tarde anterior a que avistásemos tierra. Era tan consciente como cualquiera de que sus hombres estaban disfrutando del aspecto físico de hallarse en Otaheite y de las libérrimas relaciones con sus nuevas amigas.

Se había erigido para él una cabaña especial a la sombra de unos árboles, cerca de la orilla pero a suficiente distancia para no tener que preocuparse porque se le mojaran las sábanas. Casi todos los demás dormían en hamacas y en las playas. Por supuesto, muchos habían encontrado una muchacha con quien pasar las noches. O dos muchachas. O, en el caso del señor Hall, cuatro chicas y un jovencito, pero ésa es otra historia, de la que él habría de dar cuentas a la señora Hall a su regreso a Inglaterra, y no en estas páginas. Como yo aún tenía que conocer el tacto de una fémina, trataba desesperadamente de no dedicar demasiado tiempo a mis anhelos. Pero la cabaña del capitán era muy bonita. Tenía un escritorio con algunos mapas y su diario de navegación, que él llenaba con la información cotidiana sobre el estado de los árboles del pan, además de escribir cartas a sir Joseph sobre sus progresos, aunque no tengo idea de cómo imaginaba que iban a transportarse hasta su destinatario.

—La fruta no está muy buena esta mañana —se quejó al cabo de un momento, lo que me sorprendió, pues yo había escamoteado un poco para mí y había comprobado que estaba excepcionalmente rica. Dulce y jugosa, como me gustaba.

—¿De veras, señor? —pregunté, y ya iba a contradecirlo cuando me tomó por sorpresa saltando del lecho y cargando contra mí con una agilidad que no le conocía.

Por un instante creí que la imperfección de la fruta lo había enfurecido tanto que iba a derribarme y arrancarme la cabeza, pero antes de darme cuenta siquiera había pasado de largo por mi lado para precipitarse al excusado, donde evacuó de forma prolongada y desagradablemente ruidosa. Pensé en marcharme, pese a que reservaba las mañanas para él por si quería encomendarme tareas que hacer durante la jornada. Sin embargo, deduje que, dado su enojo, me metería en líos si me iba sin que me despachara.

Finalmente salió con paso vacilante, la cara empapada en sudor y las ojeras más pronunciadas que nunca.

—¿Se encuentra bien, señor? —pregunté.

—Sí, sí —soltó, apartándome de un empujón para volver al lecho—. Pero he comido demasiado. No quiero más de eso. De ahora en adelante tráeme alimentos comestibles, ¿quieres, chico? Mi estómago no está para venenos.

Eché un vistazo a la bandeja. Apenas había tocado la comida, pero no dije nada; la reservaría para mi propio almuerzo más tarde.

—¿Has visto hoy al señor Christian? —quiso saber entonces—. El aumento de las cifras de recolección diaria parece haberse ralentizado y quiero saber por qué.

—Acabo de verlo a unos metros de aquí. Estaba ahí fuera, organizando los turnos para hoy.

—¿Ahora mismo? —preguntó con irritación—. Caramba, chico, mira qué hora es.

Se levantó nuevamente de la cama y se envolvió en una bata antes de salir a la playa con paso resuelto; sin embargo, titubeó un instante al darle el sol y se protegió los ojos con la mano. Luego continuó, a paso cada vez más rápido y con expresión de creciente irritación. Christian y Fryer estaban de pie a poca distancia, enfrascados en un raro momento de buen humor, cuando el capitán se precipitó furibundo hacia ellos e inquirió qué estaba pasando.

—¿Con respecto a qué, señor? —preguntó el señor Christian, y confieso que el cabello de ningún hombre se ha visto tan negro como el suyo al sol de aquella mañana. No llevaba camisa y no resultaba difícil entender por qué a las damas de la isla les gustaba tanto; tenía tan buena planta que parecía que el Señor en persona hubiese estado presente en su formación y aportado un diseño propio. Se rumoreaba que había conquistado a más de una docena de muchachas nativas y que estaba decidido a hacer lo mismo con todas y cada una de ellas antes de que termináramos el trabajo el viernes.

—Con los frutos del árbol del pan, señor Christian. Hasta ahora hemos transportado menos de doscientos al semillero, cuando el programa especifica claramente que ayer deberíamos haber pasado de los trescientos. ¿Cómo van a madurar y estar listos para ser transportados a la bodega del barco a este ritmo?

El señor Christian se encogió de hombros casi imperceptiblemente y cruzó una mirada con Fryer antes de responder con otra pregunta:

—¿De verdad vamos tan por debajo de lo previsto?

—No lo habría dicho si no fuera así —insistió Bligh—. Además, ¿qué horas son éstas para andar organizando los turnos? Hace una hora que los hombres deberían estar trabajando.

—Estábamos esperando a que volviesen Martin y Skinner, señor —intervino el señor Fryer, y desde donde yo los observaba a un par de metros de distancia me pregunté por qué no se mordía la lengua, pues pocas cosas contribuirían en mayor medida a empeorar el mal genio del capitán que conversar con el maestre del barco.

—¿Esperando a Martin y Skinner? —casi gritó, presa del asombro. Titubeó antes de continuar y pareció proferir un leve gemido; advertí que era la cagalera, que le estaba jugando una mala pasada. Cambió el peso de la pierna derecha a la izquierda, pero su cuerpo pareció hundirse un poquito en la arena—. ¿Qué quiere decir con que están esperándolos?

—A que regresen de sus… actividades nocturnas —repuso el maestre con cautela.

—¿Actividades? —repitió el señor Bligh, mirándolo como si hubiese sufrido una embolia—. ¿Qué clase de actividades? ¿Es un circo lo que dirigimos aquí ahora?

—Bueno, señor… —contestó Fryer, vacilando y riendo un instante antes de convertir la risa en una tos y recobrar el semblante serio—. Usted es un hombre de mundo. Diría yo que lo entiende.

—No entiendo nada, señor, que usted no me explique —espetó; me pregunté si la cosa terminaría allí, pero sospeché que no—. ¿En qué actividades andan metidos? ¡Contésteme!

—Creo que se llevaron unas muchachas nativas tierra adentro para su diversión —explicó Fryer—. Estarán de vuelta en cualquier momento, se lo garantizo.

El capitán lo miró perplejo y boquiabierto; me horrorizó pensar lo que seguiría. Pero, para mi sorpresa, eligió dirigirse al compañero del maestre.

—Señor Christian, ¿me están diciendo en serio que…? —Se detuvo y soltó un leve quejido de agonía, contrayendo el rostro—. Quédense aquí un momento, los dos. Que ninguno de ustedes se vaya.

Desapareció de vuelta a su cabaña y de ahí al excusado, y cuando regresó unos instantes después pareció a un tiempo avergonzado por la ausencia y más irritado que antes.

—Hay demasiada indolencia por aquí —bramó, sin permitir que los otros tuviesen oportunidad de hablar primero—. Y ustedes dos están al corriente de todo, ahí de pie como un par de criadas mientras los hombres han desertado…

—Señor, no es precisamente que hayan desertado… —empezó el señor Fryer, pero el capitán no estaba dispuesto a tolerar interrupciones.

—Han desertado de sus puestos aunque no hayan abandonado a su rey —exclamó—. Deberían estar aquí, listos para trabajar a la hora convenida. Demasiado dormir aquí en la playa, a eso se debe todo. Este asunto tiene que acabar de inmediato. Señor Christian, usted está a cargo del semillero. ¿Cuántos hombres necesita allí por turno cada día?

—Bueno —contestó el primer oficial, alisándose las cejas y examinando el estado de sus uñas mientras consideraba la cuestión—. Supongo que con una docena y media por turno nos arreglamos para ocuparnos del huerto, la mitad trabajando y la mitad descansando.

—Entonces, señor Fryer, los hombres que no formen parte del turno en el semillero, los que estén dedicados al transporte durante el día, volverán al barco cada noche cuando hayan completado sus jornadas y dormirán a bordo, ¿entendido?

Los tres que no teníamos el rango de capitán permanecimos un momento en silencio y me complació advertir la expresión de incredulidad de los dos oficiales. Por mi parte, deseé que al señor Bligh le entrara otra vez la cagalera y que lo cogiera tan desprevenido que olvidara semejante sugerencia, pues hasta yo sabía los problemas que acarrearía.

—Capitán —intervino el señor Fryer—. ¿Está seguro de que eso es sensato?

—¿Sensato? —repitió riendo—. ¿Está cuestionando mi decisión?

—Sólo lo pregunto, señor —declaró el otro con paciencia—, porque a nuestra llegada a Otaheite usted mismo informó a los hombres que contaban con nuestra gratitud por sus sacrificios durante el viaje y que las cosas en la isla serían un poco menos… estrictas. Siempre y cuando el trabajo se lleve a cabo, no veo razón para impedir que disfruten de un tiempo de ocio por las noches. Es bueno para la moral y esas cosas.

Fue un buen discurso, y pronunciado sin temor a represalias. Mientras él hablaba, el señor Christian y yo intercambiamos una inesperada mirada de silencioso acuerdo, pues a ninguno de los dos nos habría gustado ser el blanco de lo que se avecinaba.

—Señor Fryer —declaró al fin el capitán, y aún me inquietó más advertir que su tono era comedido—. Es usted una verdadera deshonra para su uniforme.

El destinatario de semejante agravio se quedó boquiabierto, y el señor Christian y yo tragamos saliva con nerviosismo.

—Se planta usted delante de mí y me suelta que los hombres hicieron sacrificios durante el viaje —le espetó el capitán—. No hicieron ningún sacrificio, señor Fryer. Forman parte de la Armada de Su Majestad, que Dios lo bendiga, y en su nombre se limitan a cumplir con el cometido que se les ha encomendado, con el deber que han jurado cumplir. Al igual que es su deber, señor, escuchar cada palabra que yo diga y obedecer todas mis órdenes sin ponerlas en cuestión. ¿Cuál es la razón de este continuo tira y afloja entre usted y yo? ¿Por qué le resulta tan difícil cumplir la misión para la que lo pusieron a bordo de la
Bounty
?

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