Motín en la Bounty (54 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
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Día 34: 31 de mayo

El capitán nos hizo rezar antes de zarpar, algo que me sorprendió muchísimo, pues nunca había formado parte de nuestros rituales cotidianos. Le dio las gracias al Señor por habernos permitido llegar hasta allí sin sufrir daño (que le dijeran eso a John Norton, no pude evitar pensar) y le rogó que se apiadara de nuestro endeble cascarón y nos dejara llegar a nuestro destino sanos, salvos y lo antes posible. Todos dijimos «amén» al final, pero lo cierto es que no creo que fuéramos un grupito especialmente religioso. Los marineros, según he descubierto, rara vez lo son. Les preocupan más las supersticiones y la magia.

Zarpamos a primera hora de la tarde, cuando el sol estaba alto, y lo hicimos apesadumbrados, pues no sabíamos cuándo volveríamos a pisar tierra. Sin embargo, para nuestra sorpresa —aunque al parecer no para la del capitán—, nos encontramos pasando ante una serie de islas por el camino y, puesto que al anochecer no habíamos salido aún a mar abierto, el capitán decidió que sería sensato varar en una de ellas, una que según dijo podía tratarse de la que llamaban Cabo Fair, y pernoctar allí. Así lo hicimos, bien es cierto que con cierto decaimiento, pues no atacamos la orilla con el placer y la obsesión habituales, ni fuimos al instante en busca de comida y agua, aunque el capitán nos permitió comer cuanto quisiéramos siempre y cuando nos comprometiéramos a llenar de nuevo el cajón por la mañana antes de partir.

Pese a todo, obedecimos de buen grado y pasamos una velada feliz en la playa, donde Robert Lamb dio muestras de un talento previamente desconocido para el canto. Nos entretuvo con varias canciones subidas de tono sobre las aventuras de una fulana llamada Melody Blunt, que no parecía tener ni moral ni exigencias con respecto a sus conquistas, y todos reímos con ganas —incluso el capitán, que tendía a rehuir las vulgaridades—. Después dormí profundamente y mis sueños estuvieron poblados con imágenes de la señorita Melody Blunt. No por primera vez desde que abandonáramos la
Bounty
, sentí que me excitaba de nuevo, y entonces recordé hasta qué punto podía suponer una maldición terrible.

Día 35: 1 de junio

Pasamos la mañana hurgando entre la espesura en busca de comida que pudiese ofrecernos sustento más tarde: formamos tres grupos que partieron en tres direcciones distintas, pero sólo uno de ellos tuvo éxito. Cuando los hombres volvieron al campamento con montañas de bayas, tenían las bocas manchadas de rojo y negro, y supe que se habían dado el atracón como yo había hecho dos días antes. Volvimos a embarcar y zarpamos rumbo noroeste nornoroeste, y los señores Fryer y Linkletter nos guiaron con pericia y cautela a través de los arrecifes, evitando cualquier encontronazo con los escollos hasta llevarnos a aguas más abiertas sin incidente alguno. Experimenté unos instantes de júbilo cuando, al observar algunos peces que pasaban por popa hacia los arrecifes, hundí ambas manos en el agua y volví a sacarlas con igual presteza, y para mi sorpresa un gran pez blanco emergió sobresaltado de las olas para encontrarse con que no caía de nuevo en el agua, sino en la cubierta del bote. El episodio suscitó una gran alegría, pues no había nada mejor que un pescado para disfrutar de una sabrosa cena, y el capitán me dio una palmada en la espalda para felicitarme. Los hombres comentaron que era un tipo estupendo y empecé a pensar que me habían perdonado por haber perdido el arpón.

Las aguas estaban tranquilas aquella tarde y mis pensamientos volvieron a Otaheite y los hombres que nos habían arrojado de la seguridad de la
Bounty
a los peligros de aquel cascarón. Hacía más de un mes que habíamos iniciado nuestras aventuras y me pregunté cómo habría tratado la vida al señor Christian y los demás durante ese tiempo. Habrían regresado a la isla de inmediato, sin duda, pero si habían podido permanecer allí ya era otra cuestión. Al fin y al cabo, supondrían que, si sobrevivíamos, volveríamos a Inglaterra y los almirantes enviarían otro barco para darles caza. Sospechaba que los muy piratas se llevarían a las mujeres que quisieran y buscarían otra isla cercana. Había tantísimos centenares de ellas en esa parte del océano que no les sería muy difícil localizar una remota, de difícil acceso, y establecer en ella sus nuevos hogares, quizá hundiendo la
Bounty
para que jamás la descubrieran.

Por otra parte, quizá habían permanecido en Otaheite, convencidos de que los diecinueve hombres que antaño fueran sus compañeros y amigos habrían muerto con rapidez, ahogados en aquellas aguas del sur del Pacífico, y que la verdad sobre su cobardía y depravación jamás saldría a la luz. Pese a las diferencias que había tenido con los distintos marineros y oficiales, me entristecía pensar que se alegraran de creerme muerto.

Al caer la noche, hubo gran alboroto a bordo del bote cuando David Nelson, William Cole y William Purcell, los tres que formaran el grupo que había tenido éxito en la búsqueda de comida esa mañana, empezaron a quejarse de grandes dolores de vientre y un latido constante en la cabeza, detrás de los ojos. El cirujano Ledward los examinó y todos observamos cómo les sostenía la muñeca entre el índice y el pulgar y les oprimía la tripa y otras zonas con la palma. Luego se acercó al capitán y hablaron en murmullos a los que creo que sólo tuvimos acceso el señor Elphinstone y yo.

—Sufren de envenenamiento, señor —reveló el cirujano—. Ya los ha visto al volver de su expedición. Han comido demasiadas bayas. Cabe suponer que bayas venenosas.

—Dios santo —repuso el capitán, acariciándose la barba con cara de preocupación—. ¿Cree usted que los perderemos?

—Probablemente no —respondió el médico negando con la cabeza—. Pero sí creo que pasarán un par de días con unos dolores tremendos. No será fácil para ellos.

—Evitemos entonces el uso de la palabra veneno —dijo el señor Bligh—. No hará ningún bien a nuestra moral y no cambiará las condiciones actuales. —Se puso en pie y recorrió el bote hasta nuestros aquejados compañeros—. Al parecer han comido demasiadas bayas en Cabo Fair, y no tenemos el vientre para semejantes abusos. Sin embargo, no hay de qué preocuparse. Como todo, estos dolores pasarán.

William Purcell no pareció muy contento ante tal diagnóstico y profirió un grito de agonía mientras se aferraba el vientre y acercaba las rodillas al pecho, pero el capitán se limitó a asentir como si la cuestión acabara ahí y regresó a su asiento.

Esa noche estuvo poblada de quejidos de los tres hombres, y cuando la luz se extinguió y nos vimos rodeados por la oscuridad confieso que tuve pensamientos asesinos hacia ellos pues, por poco caritativo que fuera, me ponían los pelos de punta cada vez que soltaban otro lamento de agonía.

Día 36: 2 de junio

Pese a haber pasado dieciocho meses en compañía del maestre del barco, el señor Fryer, había conversado bien pocas veces con él. Se había mostrado amistoso conmigo a mi llegada a la
Bounty
(de hecho, después del señor Samuel, a quien consideré una comadreja, había sido el primer miembro de la tripulación con que me había topado, en el exterior del camarote del capitán, aquel día radiante antes de la Navidad de 1787), pero desde entonces rara vez había reconocido siquiera mi presencia, salvo nuestra anterior conversación en los primeros días de nuestra aventura en el cascarón, tan enfrascado estaba en sus obligaciones a bordo del barco y sus intentos de mantener una relación civilizada con el señor Bligh.

Así pues, me sorprendió mucho despertar ese día de una pequeña siesta para encontrarme con que mi cabeza utilizaba sus rodillas de almohada, sin que él se ofendiera lo más mínimo.

—Le ruego me disculpe, señor —dije, incorporándome mortificado y frotándome los ojos—. No sé cómo ha podido pasar algo así. Un hombre hace cosas raras cuando duerme, sin duda.

—No pasa nada, muchacho —repuso encogiéndose de hombros como si la cosa le importara un pimiento—. Has dormido un poco y recobrado las energías, eso es lo que cuenta.

—Sí, señor. —Recuperé la compostura y estiré el cuerpo tanto como pude mientras me apoyaba a su lado contra la borda. Contemplé a William Cole y David Nelson mientras remaban, y palabra que sus rostros me parecieron traslúcidos y sus ojos nunca habían estado más angustiados y negros.

—¿Puedo preguntarte quién es ese señor Lewis? —dijo el señor Fryer al cabo de unos instantes.

Confieso que habría saltado por la borda de pura sorpresa.

—¿El señor Lewis? ¿Qué sabe de él?

—Nada en absoluto. Pero hablabas de él en sueños, eso es todo.

Agucé la mirada y sentí cierto dolor de estómago, pero como esa parte de mi cuerpo había sido presa de espasmos de agonía constantes durante más de un mes, no me pareció digno de consideración.

—¿He hablado del señor Lewis? —pregunté—. ¿Y qué he dicho?

—Nada inteligible —respondió el oficial—. ¿Era sólo una fantasía de tus sueños? Has pedido a gritos que te soltara, eso es todo. Has dicho que jamás regresarías.

Asentí en silencio, reflexionando. No recordaba nada de mis ensoñaciones.

—Sí —respondí por fin—. Era una fantasía, nada más. No sabía que hablara dormido.

—Todos lo hacemos de vez en cuando. Recuerdo que mi querida esposa Mary siempre me decía que de madrugada yo solía hablar de búhos.

—¿De búhos, señor?

—Sí. Y es curioso, porque los búhos no me interesan nada. Pero así es la cosa. Forma parte de las malas pasadas que nos juega la mente.

Estuve de acuerdo en que así era y miré hacia el mar, conteniendo un bostezo que me habría devuelto a mis ensoñaciones de no estar enfrascado en la conversación. Miré de soslayo al señor Fryer y advertí que la barba se le había vuelto roja en los lados y gris en la punta. No sabía muy bien qué edad tenía, habría dicho que unos cuarenta, pero nuestro tiempo en el mar no le había hecho ningún favor, pues parecía envejecer ante mis propios ojos.

—Señor —dije al cabo de un largo silencio, pues me vino a la cabeza una cuestión que deseaba plantearle hacía mucho—. Señor, ¿puedo preguntarle algo?

—Sí —contestó, volviéndose hacia mí.

—Es que no sé si va a agradarle la pregunta, eso es todo. Pero me gustaría conocer la respuesta.

Me brindó una sonrisa e indicó la vasta extensión de mar que nos rodeaba.

—Turnstile, mantenemos la farsa del rango a bordo de una embarcación como ésta con vistas a llegar a salvo a nuestro destino. Pero si miras alrededor, ¿no captas cierta igualdad de condición con tus compañeros? Podríamos ahogarnos juntos en cualquier momento; y si ocurre, todos acabaremos en el mismo lugar.

—Es cierto, señor —admití, pues no había forma de negar la veracidad del comentario—. Entonces se lo preguntaré. Me intriga saber cómo ha llegado usted aquí.

—¿Aquí, a este bote? —inquirió enarcando una ceja—. ¿Has perdido el juicio, muchacho? Acabamos aquí por culpa de aquellos traidores…

—No —lo interrumpí negando con la cabeza—. No me ha entendido bien, señor. Me refiero a cómo es que se unió usted al capitán y no permaneció con el señor Christian. Otaheite era un buen sitio, señor, todos lo sabemos. Y había grandes placeres que disfrutar allí. Y si no le importa que se lo diga, señor Fryer, siempre me ha parecido que usted y el capitán no eran exactamente compañeros de armas.

Rió un poco ante semejante expresión y yo también sonreí, contento de que no se enfadara conmigo por mi insolencia, pero finalmente se encogió de hombros y bajó la voz al contestarme.

—Haces bien en preguntarlo, y diría que muchos hombres se lo preguntan también, pero veo que no tienes buena memoria. Como ya te comenté en nuestra anterior conversación, tienes razón al pensar que el capitán y yo hemos tenido nuestras diferencias durante el viaje.

—Soy un gran admirador del capitán, señor —me apresuré a decir, pues no recordaba muy bien aquella conversación—, como confío en que usted sepa. Jamás diría una palabra contra él. Pero creo que en ocasiones lo ha tratado a usted con extrema dureza.

—Gracias, Turnstile —repuso a modo de reconocimiento—. Es un detalle por tu parte que lo digas, en especial puesto que tus lealtades están claramente con el señor Bligh. Tu devoción hacia él es bien conocida, tanto en este cascarón como en Otaheite.

Eso me sorprendió; nunca había esperado que los demás me considerasen una persona leal, de hecho ni siquiera se me había ocurrido pensarlo. Aun así, me produjo una sensación cálida y me alegré por ello.

—La verdad —continuó— es que no siempre he sentido tan buena disposición hacia el capitán como debiera. Ya te he comentado que admiro su carrera anterior y su destreza para trazar mapas, pero a veces lo he considerado un cantamañanas y un grosero, e incluso en ocasiones terco y simplón.

—¡Señor Fryer!

—Estamos hablando como iguales, ¿no es así? ¿Podemos hablar con franqueza?

—Sí, señor, pero decir esas cosas…

—Son simplemente mis verdaderos sentimientos hacia él. He observado a un hombre tan amargado por su falta de categoría (me refiero, por supuesto, a que carece del rango de capitán y a que sus galones reales son los de teniente) que en ocasiones ha permitido que eso nublara su buen juicio. El señor Christian supo hacer buen uso de esa sensación suya de inferioridad durante todo el viaje. Advertí que era así, pero bien poco pude hacer por resolverlo. El capitán envidiaba la cuna del señor Christian, su estatus, sus privilegios. Quizá, incluso, su apostura.

Me quedé boquiabierto. Jamás había oído a otro hombre a bordo hablar con tanta franqueza.

—Admitiré que en ningún momento sospeché siquiera que iba a producirse el motín —prosiguió—, pero sí creo que el capitán se comportó en ocasiones de una forma que incitó a la tripulación innecesariamente. Insistir en que durmieran en el barco hacia el final de nuestra estancia en la isla, por ejemplo, no fue digno de él. No había necesidad de hacerlo, y sólo consiguió que los hombres comprendieran lo que iban a perderse cuando se fueran. Habían forjado amistades y amoríos; arrancarlos de todo aquello sin consideración fue un error de juicio. Esperaba serios problemas en el viaje de regreso a casa, pero no esto. —Indicó con un gesto lo que nos rodeaba—. Esto no, Turnstile, jamás.

—Entonces ¿por qué…? —Vacilé en tanto que trataba de elegir con cautela mis palabras—. ¿Por qué entonces vino con nosotros? ¿Por qué no se quedó con los amotinados?

—Porque eran unos sinvergüenzas, Turnstile, he ahí por qué —explicó—. Y yo hice un juramento de lealtad al rey al unirme a la armada, y juré también que cumpliría las órdenes de mi oficial al mando. Durante los últimos dieciocho meses el señor William Bligh ha sido mi oficial al mando, así que lo obedeceré hasta que la última gota de sangre haya dejado mi cuerpo y el último aliento haya abandonado mi alma. A eso se le llama deber, John Jacob Turnstile. Deber, lealtad y buen servicio. Son las mejores tradiciones de la armada inglesa, las tradiciones por las que sirvió mi padre, y su padre antes que él, y el padre de este último antes que él. Son las tradiciones que desearía que mi propio hijo respetara. Nada que el señor Bligh pudiese haber dicho o hecho me habría vuelto contra él. Es quien está al mando, es el hombre del rey. La cosa es así de simple.

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