No habían atrapado a los asesinos, y la chica se había unido a la legión acusadora de asesinados que circulaban por los sueños de Fabel. La cinta se había grabado por allí cerca, detrás de una de aquellas ventanas tapadas. Quizá estuvieran grabando una escena similar en ese mismo momento, mientras pasaban por delante.
Tras doblar otra esquina, Fabel se encontró en una calle residencial flanqueada por edificios de cuatro pisos. Aquella normalidad repentina desorientó a Fabel. Doblaron otra esquina: más pisos, pero aquí se acababa la normalidad. Una pequeña multitud se agolpaba alrededor del cordón policial, que a su vez rodeaba un puñado de coches de policía aparcados por fuera de un edificio achaparrado de los años cincuenta.
Fabel tocó la bocina y un Obermeister de uniforme se abrió paso entre la multitud. Era la mezcla habitual de don nadies, de rostros inexpresivos y que mostraban una curiosidad triste, algunos con pijama y zapatillas porque habían salido disparados de los apartamentos vecinos, otros de puntillas o moviendo la cabeza para ver más allá de sus compañeros de morbo. Quizá porque estaba acostumbrado a estas multitudes, Fabel se fijó en el anciano. Lo vio al pasar lentamente con el coche por entre el grupo de gente: tendría casi setenta años —no mediría más de metro sesenta y cinco—, pero era de constitución fuerte. Su rostro parecía un plano acabado en ángulos marcados, sobre todo en los pómulos altos debajo de unos ojos verdes pequeños y de mirada penetrante; unos ojos que, incluso a la luz débil procedente de las farolas y los faros de los coches, parecían brillar con intensidad y frialdad. Era un rostro de la Europa del Este, de los países bálticos o Polonia o más allá. A diferencia de las demás, la expresión del anciano reflejaba algo más que un ligero interés superficial y morboso. Y a diferencia de los demás, no estaba vuelto hacia el ajetreo de la actividad que la policía llevaba a cabo por fuera del edificio: miraba fijamente a Fabel a través de la ventanilla lateral del BMW. El agente de uniforme se interpuso entre el anciano y el coche de Fabel, se inclinó hacia delante y miró dentro cuando Fabel mostró su placa de la Kriminalpolizei. El policía saludó e hizo señas a otro agente para que levantara la cinta y permitiera pasar a Fabel. Cuando el policía se apartó, Fabel intentó encontrar al anciano de ojos luminosos, pero ya no estaba.
—¿Has visto a ese viejo, Werner?
—¿Qué viejo?
—¿Y vosotros? —les preguntó Fabel a Anna y a Paul mirando hacia atrás.
—Lo siento, jefe —contestó Anna.
—¿Qué pasa con él? —preguntó Paul.
—Nada. —Fabel se encogió de hombros y condujo hacia donde los otros coches de policía se apiñaban en torno a la entrada del edificio.
Había que subir tres tramos de escaleras para llegar al piso. El hueco de la escalera estaba iluminado por el resplandor lóbrego de los apliques en forma de semiglobo, uno en cada descansillo. Mientras subían, Fabel y su equipo tuvieron que detenerse y pegarse a las paredes de las escaleras para dejar pasar a los agentes de uniforme y a los técnicos forenses. En cada ocasión, advirtieron la seriedad adusta de los rostros silenciosos, la palidez de algunos de los cuales era consecuencia de algo más que la lúgubre luz eléctrica. Fabel supo que algo bastante malo los esperaba al final de las escaleras.
El joven policía de uniforme estaba medio inclinado hacia delante en una postura parecida a la de un atleta que acaba de finalizar un maratón: la rabadilla apoyada en el marco de la puerta, las piernas ligeramente dobladas, las manos sujetándose las rodillas y la cabeza gacha. Respiraba despacio y pausadamente, mirando fijamente al suelo como si absorbiera cada arañazo y rozadura del hormigón. No advirtió la presencia de Fabel hasta el último momento. Fabel le mostró la placa oval de la Kriminalpolizei, y el joven policía se irguió con rigidez. Cuando echó para atrás el pelo rubio rojizo e indisciplinado, reveló un semblante pálido tras una constelación de pecas.
—Lo siento, Herr Kriminalhauptkommissar, no lo había visto.
—No pasa nada. ¿Estás bien? —Fabel examinó el rostro del joven y le puso la mano en el hombro. El joven policía se relajó un poco y asintió con la cabeza. Fabel sonrió—. ¿Es tu primer asesinato?
El joven Polizeimeister miró a Fabel fijamente a los ojos.
—No, Herr Hauptkommissar. No es el primero; es el peor. Nunca he visto nada igual.
—Me temo que seguramente yo sí —dijo Fabel.
Paul Lindemann y Anna Wolff ya habían llegado al final de las escaleras, y se unieron a Fabel y Werner. Un policía científico, que llevaba su tabardo del Tatort, les entregó a cada uno un par de chanclos azul claro y unos guantes blancos de látex. Cuando se hubieron puesto los guantes y los chanclos, Fabel señaló la puerta del piso con un movimiento de cabeza.
—¿Vamos?
Lo primero que advirtió Fabel fue lo reciente de la decoración. Era como si hubieran pintado hacía poco el corto pasillo. Era del color de la mantequilla clara: agradable pero soso, neutro, anónimo. En el pasillo había tres puertas. Justo a la izquierda de Fabel había un baño. Un breve vistazo en su interior reveló un espacio compacto y, como el pasillo, limpio y nuevo. No parecía que lo hubieran utilizado mucho. Fabel advirtió que en las superficies y los estantes escasos no había los pequeños adornos que tienden a personalizar un cuarto de baño. La segunda puerta estaba abierta del todo y revelaba lo que sin duda era el cuarto principal del piso: el dormitorio y el salón en un mismo espacio. También era pequeño y aún parecía haber menos sitio por culpa del grupo de policías y forenses que había dentro. Cada cual desempeñaba su trabajo mientras mantenía un extraño baile con los demás, alzando los brazos, pasando los unos junto a los otros y creando una torpe coreografía. Al entrar, Fabel advirtió que todos los rostros reflejaban la solemnidad que cabría esperar en una situación como aquélla, pero que, en realidad, pocas veces se daba. Normalmente habría un elemento de humor negro: la inadecuada frivolidad negra que, de algún modo, permite que la muerte no afecte a quienes se enfrentan a ella. Sin embargo, no era el caso de estas personas. No en este piso. Aquí la muerte había tendido su mano y los había alcanzado, agarrándoles el corazón con dedos huesudos.
Cuando Fabel miró hacia la cama, supo el porqué.
—
Scheisse
! —murmuró Werner en algún lugar detrás de él.
Había una explosión de rojo. Una mancha de sangre teñía la cama de color carmesí y había salpicado la moqueta y la pared. La cama misma estaba empapada de sangre oscura y pegajosa, e incluso el aire parecía haberse impregnado de su olor intenso a cobre. En el corazón de aquella erupción sangrienta, Fabel vio el cuerpo de una mujer. Era difícil calcular su edad, pero probablemente tendría entre veinticinco y treinta años. Estaba con los brazos y las piernas extendidos, las muñecas y los tobillos atados a los postes, el abdomen deformado de modo grotesco. Le habían abierto el pecho y separado hacia fuera las costillas hasta que parecieron la superestructura de un barco. La blancura de las costillas rotas relucía a través del revoltijo de carne viva y vísceras oscuras y brillantes. Dos masas negras y sangrientas —los pulmones—, salpicadas de sangre espumosa y brillante, descansaban por encima de los hombros.
Era como si hubiera estallado por dentro.
A Fabel el corazón le latía con tanta fuerza que tuvo la sensación de que también a él iba a estallarle el pecho. Sabía que se había quedado blanco, y cuando Werner se acercó a él, pasando con dificultades junto al fotógrafo de la policía, Fabel vio la misma palidez en su rostro.
—Otra vez él. Pinta mal, jefe. Tenemos a la madre de todos los psicópatas que andan sueltos.
Por un momento, Fabel se dio cuenta de que no podía apartar la mirada del cadáver. Luego, cogiendo aire, se volvió hacia Paul.
—¿Algún testigo?
—Ninguno. No me preguntes cómo pudo montar esta carnicería sin que nadie lo oyera, pero la han encontrado así. Sólo tenemos al tipo que la ha encontrado. Nadie vio ni oyó nada.
—¿Hay alguna señal de que forzaran la entrada?
Paul negó con la cabeza.
—El tipo que la ha encontrado dice que la puerta estaba entreabierta, pero no, no hay ninguna señal de que forzaran la entrada.
Fabel se acercó al cuerpo. Parecía una crueldad que hubiera abandonado la vida de una forma tan violenta y terrible sin que nadie lo advirtiera. Su terror había sido un terror solitario. Su muerte —una muerte que Fabel no podía imaginar, tanto daba lo gráfica que se presentara ante sus ojos— había sido sombría, solitaria; se había producido en un universo que sólo había llenado la violencia fría de su asesino. Miró más allá de la devastación de su cuerpo, hacia el rostro. Estaba salpicado de sangre; tenía los labios ligeramente separados y los ojos abiertos. Su mirada no era de horror, ni de miedo ni odio, ni siquiera de paz. Era una máscara inexpresiva que no daba idea alguna de la personalidad que en su momento había vivido detrás de él. Móller, el patólogo, con mascarilla y su uniforme de forense blanco, estaba examinando el abdomen abierto. Hizo un gesto impaciente con la mano para que Fabel se retirara.
Fabel desvió su atención del cuerpo. El cadáver no era sólo un objeto físico; era una entidad temporal: un punto en el tiempo, un hecho. Representaba el momento en que se había cometido el asesinato y, en la escena sellada del crimen, todo lo que lo rodeaba pertenecía al tiempo anterior o al tiempo posterior a ese momento. Examinó la habitación, intentando imaginársela sin el remolino de policías y técnicos forenses. Era pequeña, pero no estaba recargada. Faltaba algo de personalidad en ella, como si fuera un espacio funcional más que un hogar. Una fotografía pequeña y descolorida descansaba en el tocador junto a la puerta, apoyada contra la lámpara; la fotografía llamaba la atención porque era el único efecto realmente personal del dormitorio. Había un grabado en la pared, un desnudo femenino reclinado, con los ojos medio cerrados en una actitud de éxtasis erótico: no era algo que normalmente una mujer habría escogido para su disfrute. La cama se reflejaba en un espejo ancho de cuerpo entero, fijado a la pared que separaba el dormitorio de la habitación que había más allá, la cual Fabel supuso que sería la cocina. Advirtió un pequeño cesto de mimbre en la mesita de noche: estaba lleno de preservativos de varios colores. Se volvió hacia Anna Wolff.
—¿Era puta?
—Eso parece, aunque nadie… nadie de antivicio de la comisaría de Davidwache la conoce. —El rostro de Anna estaba pálido bajo el pelo negro. Fabel advirtió que hacía un gran esfuerzo por no mirar en la dirección del cuerpo destrozado—. Pero sí conocemos al tipo que llamó.
—¿Ah, sí?
—Un tal Klugmann. Es ex agente de la policía de Hamburgo.
—¿Un ex poli?
—De hecho es ex agente del Mobiles Einsatz Kommando. Afirma que era amigo suyo… Tiene alquilado el piso.
—¿«Afirma»?
—Los chicos de la policía local creen que debía de ser su chulo —contestó Paul.
—A ver, espera un… —La expresión impaciente de Fabel insinuaba que hacía responsable a Paul de su confusión—. ¿Decís que este tipo es un antiguo miembro del Mobiles Einsatz Kommando y que ahora es un chulo?
—Creemos que puede serlo perfectamente. Trabajó en la unidad de operaciones especiales MEK adscrita a la Sonder Kommission de drogas y crimen organizado, pero lo echaron.
—¿Por qué?
—Al parecer, le tomó el gusto a las sustancias —contestó Anna Wolff—. Lo pillaron con una pequeña cantidad de cocaína y lo largaron. Le acusaron y se libró con una suspensión. El fiscal del estado se cuidó mucho de mandar a un miembro del MEK a la cárcel y, de todas formas, sólo eran unos gramos de coca… para consumo propio, según declaró.
—Parece que conoces bastante bien la historia.
Anna se rió.
—Mientras Paul y yo te esperábamos en la comisaría de Davidwache, uno de los polis nos contó toda la historia. Klugmann intervino en un par de redadas en Sankt Pauli. Las típicas operaciones sorpresa en las fábricas de droga de la mafia turca que llevan a cabo las unidades especiales del MEK. En ambos casos encontraron los locales limpios como una patena… Obviamente, les habían dado el chivatazo. Como eran operaciones conjuntas con la Kriminalpolizei de Davidwache, el MEK intentó echar la culpa a la policía local por descuidar la seguridad. Cuando pillaron a Klugmann, todo encajó.
—¿Compraba la droga con algo más que dinero?
—Es lo que creen. El MEK intentó demostrar que había estado vendiendo información a la organización Ulugbay, pero no pudieron presentar ninguna prueba sólida.
—Así que Klugmann sólo se llevó un tirón de orejas.
—Sí. Y ahora trabaja en un club de striptease propiedad de Ulugbay.
Fabel sonrió.
—Y hace de chulo.
—Bueno, eso es lo que sospecha la policía local… y más.
—Me lo imagino —dijo Fabel. Un ex policía de las fuerzas especiales sería muy valioso para Ulugbay: fuerza e información sobre la policía—. ¿Deberíamos considerarlo sospechoso de este asesinato?
—Habrá que hacer unas comprobaciones, pero lo dudo. Al parecer, estaba en un verdadero estado de choque cuando llegaron los policías locales. Hemos hablado un poco con él en la comisaría Davidwache. El cabrón parece un tipo duro, pero se veía claramente que no había elaborado una historia creíble. Tan sólo repetía que era amigo suyo y que había pasado a verla.
—¿Sabemos cómo se llamaba la chica?
—Ese es el problema —contestó Paul—. Me temo que tenemos entre manos a una mujer misteriosa. Klugmann dice que sólo la conocía como Monique.
—¿Es francesa?
Paul esbozó una media sonrisa, mirando a Fabel para comprobar si había algún rastro de ironía en su expresión: había oído que
der englische Kommissar
tenía fama de recurrir al sentido del humor británico. Nada de ironía. Tan sólo impaciencia.
—Según Klugmann, no lo era. Creo que se trataba del nombre que utilizaba para trabajar.
—¿Qué hay de sus efectos personales? ¿Tenemos un carné?
—Nada.
Fabel advirtió que ya habían esparcido los polvos por la mesita de noche para tomar huellas. Abrió uno de los cajones. Había un consolador enorme y cuatro revistas pornográficas, una de las cuales estaba especializada en
bondage
. Volvió a mirar el cuerpo: las muñecas y los tobillos estaban atados con fuerza a los postes de la cama con lo que parecían unas medias negras. Era una elección más práctica e improvisada que erótica y premeditada; tampoco había ningún otro rastro de la parafernalia habitual del
bondage
. En el siguiente cajón había más preservativos, una caja grande de pañuelos de papel y un frasco de aceite de masajes. El tercer cajón estaba casi vacío, sólo había un bloc de notas y dos bolígrafos. Fabel se volvió hacia el jefe del equipo forense.