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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Muerte en Hamburgo (28 page)

BOOK: Muerte en Hamburgo
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A la hora de comer, todos los policías, tanto de uniforme como de la Kriminalpolizei, tenían una descripción del eslavo bajito y de constitución fuerte que había atacado a Fabel. El médico del Krankenhaus Sankt Georg que examinó a Fabel no pudo ocultar lo impresionado que estaba por la profesionalidad del ataque. El eslavo había cortado muy eficazmente el suministro de sangre al cerebro de Fabel y le había dejado inconsciente. Apenas le había ocasionado daños permanentes, aunque el dolor que sentía era debido a las neuronas que habían muerto por la falta de oxígeno. El personal del hospital insistió en que Fabel pasara la noche en observación, y él estaba demasiado cansado y dolorido para discutir. Un sueño tranquilo y relajado le venció.

Fabel se despertó poco después de las dos de la tarde. La enfermera avisó a Werner y a Maria Klee, quienes habían estado fuera esperando pacientemente a que Fabel despertara. Maria, con una informalidad inusitada, se sentó en el borde de la cama. Werner se quedó de pie, incómodo. Era como si le violentara ver a su jefe tan vulnerable. Sólo arrastró una silla de la esquina y se sentó cuando Fabel insistió.

—¿Estás seguro de que se trata del tipo que viste por fuera de la escena del segundo asesinato? —le preguntó Werner.

—No tengo ninguna duda. Lo miré fijamente a los ojos.

El rostro de Werner se endureció.

—Pues es nuestro hombre. Es el Hijo de Sven…

Fabel frunció el ceño.

—No lo sé. Si lo es, ¿por qué no me ha matado?

—Lo ha intentado con todas sus fuerzas —dijo Maria.

—No…, no lo creo. El médico dice que ha sido muy profesional…, que sabía cómo dejarme inconsciente. Si hubiera querido matarme, podría haberme liquidado, silenciosamente y sin armar ningún escándalo, en lugar de tumbarme en la cama de Blüm.

—Pero lo hemos visto en las escenas de dos crímenes. Eso ya lo convierte en sospechoso —protestó Werner.

—Pero ¿por qué ha aparecido por allí después del asesinato? ¿Y por qué ha elegido registrar el piso justo ahora en vez de cuando mató a Angelika?

—Quizá creía que se había dejado algo —sugirió Maria.

—Todos sabemos que este asesino no se deja nada. En cualquier caso, el equipo de Brauner examinó el apartamento al milímetro. No se les pasaría nada por alto, y nuestro hombre lo sabía. El otro tema es que el tipo que me atacó no encaja con la descripción que nos dio la chica del edificio. —Hizo una pausa. La luz del sol que se colaba por la ventana alta y estrecha del hospital dibujaba un triángulo brillante en la moqueta de la habitación de Fabel y resplandecía con frialdad sobre la porcelana, las tuberías de acero inoxidable y la grifería de la pila que había junto a la puerta. Le dolía la cabeza; se recostó en la almohada y cerró los ojos. Habló sin abrirlos—. Lo que me inquieta de verdad es la fuerza de ese anciano y la forma en que me ha dejado fuera de juego de un modo tan profesional. Se requiere entrenamiento para eso.

Werner estiró las piernas y apoyó los pies en las barras de metal de debajo de la cama de hospital.

—Bueno, tanto tú como Maria decís que parece extranjero. Ruso o así. Si es tan hábil con las manos, podría ser uno de los integrantes del Equipo Principal…, la organización ucraniana de la que nos habló Volker.

—Supongo que sí. —Fabel seguía sin abrir los ojos—. Todo apunta a que haya estado en las fuerzas especiales. Pero, insisto, ¿por qué no ha acabado el trabajo?

—Es algo muy gordo matar a un policía de Hamburgo —dijo Werner—. Una cosa es cargarse a Klugmann, pero quien asesina a un Hauptkommissar de la Mordkommission no tiene dónde esconderse.

—Fuera quien fuera y fuera lo que fuese lo que hacía allí —dijo Maria—, tenemos a todos los agentes de Hamburgo buscándolo.

Fabel se incorporó despacio; el esfuerzo se trasladó a su voz.

—No estoy seguro de que vaya a ser tan fácil encontrarlo, María. ¿Qué hay de MacSwain? ¿Lo estamos vigilando de cerca?

—Paul y Anna lo tienen controlado —dijo Werner—. Están allí la mayor parte del tiempo, incluso cuando hay otros agentes cubriendo el turno. Creo que les da miedo cagarla otra vez como con la vigilancia sobre Klugmann.

—Bien. Mañana saldré de aquí y podremos revisarlo todo. Mientras tanto, me informáis de cualquier cosa que surja.

—De acuerdo, jefe —dijo Werner. Fabel volvió a cerrar los ojos y descansó la cabeza en la almohada. Werner miró a Maria y con la barbilla señaló en dirección a la puerta. Maria asintió y se levantó de la cama.

—Nos vemos luego, jefe —dijo.

Fabel pasó el día mirando por la ventana, haciendo zapping por los canales de televisión en busca de algo que valiera la pena ver, y durmiendo. A medida que transcurría el día, fue percibiendo un agarrotamiento en el cuello y una molestia debajo de la mandíbula, donde el pulgar del eslavo había cortado el suministro de sangre a su cerebro.

Susanne se presentó tan campante a media tarde y de inmediato se puso a examinar a Fabel, echándole los párpados hacia atrás con el pulgar, mirándole primero un ojo y después otro y girándole la cabeza con las manos para evaluar la movilidad del cuello.

—Si ésta es la idea que tienes de los preliminares —dijo Fabel sonriendo—, debo decirte que conmigo no funciona.

Susanne no estaba de humor para bromas. Fabel se dio cuenta de que estaba preocupada de verdad y aquello le conmovió. Ella se sentó en la cama y le cogió la mano durante un par de horas, a veces hablando, a veces en silencio, mientras Fabel dormitaba. Cuando una enfermera entró para acompañarla fuera, le sorprendió la autoridad feroz con que Susanne se deshizo de ella. Se quedó hasta después de las seis y luego volvió una hora por la noche. A las nueve y media, Fabel se abandonó a un sueño profundo, impenetrable y tranquilo.

Martes, 17 de junio. 20:30 h

HARVESTEHUDE (HAMBURGO)

Anna Wolff podría haber sido secretaria, peluquera o maestra de guardería. Era menuda y dinámica, y tenía una cara redonda y bonita que siempre estaba llena de energía y que normalmente se maquillaba con sombra de ojos oscura, rímel y pintalabios rojo intenso. Tenía el pelo corto y negro azabache y lo llevaba o peinado hacia atrás o de punta, engominado. Una de las cosas que alejaba a los que la observaban de cualquier pista que pudiera hacerles concluir que en realidad era Kriminalkommissarin era su juventud. Anna tenía veintisiete años, pero podría haber pasado por una joven de dieciocho o diecinueve.

Paul Lindemann, por otro lado, sólo podría haber sido policía. El padre de Lindemann, como el padre de Werner Meyer, había sido policía de la Wasserschutz, y patrullaba en barco la red circulatoria de Hamburgo de vías fluviales, canales, puertos y muelles. Paul era uno de esos alemanes del norte a los que Fabel describía como «luteranos limpios»: gente honesta, aseada y austera a la que a menudo le resultaba difícil adaptarse a los cambios. Paul Lindemann tenía más o menos el mismo aspecto que habría tenido si con la misma edad hubiera vivido en los años cincuenta o los sesenta.

Fabel normalmente emparejaba a Anna y Paul. Eran como el día y la noche, y siempre había creído en formar equipos de personas que veían las cosas de un modo totalmente distinto: si uno analizaba el mismo objeto desde dos ángulos opuestos, era probable que lo apreciara más en su totalidad. Anna y Paul hacían una extraña pareja, y durante meses aquella asociación impuesta no sentó bien a ninguno de los dos. Ahora trabajaban juntos y sentían respeto y admiración por el talento muy distinto pero complementario del otro. Era la clase de éxito que Fabel esperaba lograr con Maria y Werner, pero ellos aún no habían desarrollado su potencial como equipo.

Esta noche, Anna y Paul tenían los nervios a flor de piel. Fabel era más que un jefe. Había sido el mentor de ambos y, al seleccionarlos para su equipo de la Mordkommission, había elevado sus aspiraciones profesionales futuras. A ambos, Fabel les parecía invulnerable. Ahora yacía en una cama de hospital en el Krankenhaus Sankt Georg. Habrían dado lo que fuera por estar ahí fuera buscando al atacante de Fabel, en lugar de tener que vigilar a un
yuppie
británico.

Había un quiosco de periódicos y cigarrillos en la esquina de la calle de MacSwain. Detrás del mostrador había una máquina de café y, fuera, las habituales mesas altas de aluminio para que los clientes se tomaran el café. Anna estaba de pie junto a una de las cuatro mesas, desde la cual veía claramente el cruce y el edificio de MacSwain, así como la salida del Tiefgarage que había debajo. Si alguien salía, a pie o en coche, Anna podría ver qué dirección cogía y avisar por radio a Paul, que estaba aparcado más abajo, desde donde controlaba la otra dirección. Ya había oscurecido y Anna se estaba tomando el tercer café, intentándolo hacer durar. Si se tomaba uno más, pasaría la noche nerviosa y sin pegar ojo. El quiosquero huraño y obeso apenas se percató de su presencia, pero cuando tres cabezas rapadas con su uniforme de chaquetas militares se acercaron a comprar tabaco, les masculló algo y señaló con la cabeza en dirección a Anna. El quiosquero gordo y los cabezas rapadas se echaron a reír groseramente. Ella mantuvo la mirada fija en el edificio. Los tres cabezas rapadas se acercaron a su mesa, uno por un lado y dos por el otro. Uno de los skins, un chico alto de cuello corto y ancho y mal cutis, se inclinó sobre Anna.

—¿Qué pasa, guapa? ¿Te han dejado plantada?

Anna no respondió ni miró en su dirección. El cabeza rapada de cuello corto lanzó una mirada lasciva a sus colegas y se rio.

—Yo sí que te la plantaría bien, nena…

—¿Ah, sí? ¿Los diez centímetros enteros? —dijo Anna con un suspiro y aún sin mirar en dirección al cabeza rapada. Los dos compañeros de Cuello Corto soltaron una carcajada, señalándolo con sorna. Su semblante se nubló, se acercó más a Anna, metió una mano por debajo de su chaqueta de piel y le cogió un pecho.

—Quizá veamos hasta dónde te cabe…

Todo pasó tan deprisa que Cuello Corto ni se enteró. Anna se giró para zafarse del cabeza rapada y luego volvió a encararle mientras le apartaba la mano como si ejerciera una fuerza centrífuga. Al darse la vuelta para ponerse frente a él, sus manos realizaron dos movimientos veloces. La mano izquierda agarró la entrepierna del skin mientras el codo derecho le propinaba un golpe en la mejilla, y luego, con un movimiento perfecto, Anna metió la mano derecha debajo de la chaqueta, sacó la SIG-Sauer automática y la apretó con fuerza contra la cara del tipo. Le dio un empujón, por lo que fue tambaleándose sin poder agarrarse a nada hasta que dio con el mostrador del quiosco. Anna ladeó la cabeza y giró la boca del arma mientras hablaba.

—¿Quieres jugar con Anna? —dijo con voz coqueta, ladeando la cabeza a un lado y a otro y haciendo un mohín. Cuello Corto la miró con terror en los ojos, examinando su rostro como para evaluar hasta dónde llegaba su locura y, por consiguiente, hasta qué punto corría él peligro. Anna apuntó con el arma a los dos otros cabezas rapadas, extendiendo el brazo, muy tieso.

—¿Y vosotros, chicos? ¿Queréis jugar con Anna?

Los compañeros de Cuello Corto levantaron las manos y retrocedieron unos pasos antes de echar a correr. Anna se volvió de nuevo hacia Cuello Corto y le puso otra vez la boca de la pistola en la nariz, girándola y haciéndola rotar como si jugara con ella. Al skin, la sangre que empezaba a gotearle de la nariz le manchó la cara. Anna puso cara de niña decepcionada.

—No quieren jugar con Anna… —Dejó de poner voz afectada—. ¿Y tú, pichacorta? ¿Seguro que no quieres jugar?

El cabeza rapada negó con la cabeza enérgicamente. Anna entrecerró los ojos; su mirada se oscureció.

—Si me entero algún día de que vuelves a tocar a una mujer de esta forma, iré a por ti personalmente. ¿Dónde tienes el carné de identidad?

El cabeza rapada buscó en los bolsillos de la chaqueta y sacó el carné de identidad. Anna le soltó los testículos apretujados y examinó el carné.

—Muy bien, Markus, ahora ya sé dónde vives. Quizá vaya a visitarte y podamos jugar un poco más. —Se inclinó sobre su cara y le dijo entre dientes—. ¡Lárgate!

Lanzó el carné al suelo, por lo que el skin tuvo que agacharse para recogerlo, agarrándose la entrepierna, antes de salir corriendo en dirección contraria a la que habían tomado sus colegas. Anna enfundó el arma y se volvió hacia el quiosquero.

—¿Algún problema, gordinflón? —dijo esbozando su sonrisa de colegiala más dulce.

El quiosquero negó con la cabeza y levantó las manos.

—Ninguno en absoluto, Fräulein.

—Pues ponme otro café, gordito. —Anna se volvió para mirar al edificio. Las luces de MacSwain estaban apagadas. Examinó las salidas y la calle. Nada. Sacó la radio del bolsillo de la chaqueta.

—Paul… Creo que MacSwain se mueve… ¿Lo has visto salir?

—No. ¿Y tú?

—No. He estado liada. —Soltó el botón de la radio y volvió a pulsarlo de inmediato cuando vio que un Porsche plateado asomaba el morro y salía del Tiefgarage—. Nos movemos. Pasa a recogerme, Paul, ¡deprisa!

En cuestión de segundos, Paul apareció con el viejo y abollado Mercedes que utilizaban para la vigilancia. Abollado por fuera, pero trucado debajo del capó para maximizar su rendimiento.

Los músculos de la cara normalmente inexpresiva de Paul se esforzaban por contener una sonrisa irónica mientras Anna subía al coche. Con el pelo de punta, el maquillaje meticuloso y la chaqueta de piel dos tallas grande, parecía una colegiala no habituada aún a las sutilezas de la cosmética que iba por primera vez a una discoteca.

—¿Qué te hace tanta gracia,
Schlaks
? —le pregunto utilizando una palabra del dialecto del norte de Alemania que significaba «larguirucho».

—Has estado jugando de nuevo, ¿verdad?

—No sé a qué te refieres —dijo Anna, con la vista clavada en el Porsche plateado, dos coches por delante.

—Mientras estaba aparcado en la calle, dos cabezas rapadas pasaron corriendo como si hubieran visto al diablo. No sería por tu culpa, ¿verdad?

—No tengo ni idea de a qué te refieres. —Se detuvieron detrás de la cola en un semáforo. Paul estiró el largo cuello para comprobar si el Porsche había cruzado. Seguía allí. Se volvió para mirar a Anna, pero vio, por la ventanilla del copiloto, a un skin fornido, encorvado, con las manos en las rodillas, que intentaba recobrar el aliento. Tenía sangre en la cara. Iba mirando calle abajo como para asegurarse de que no lo seguía nadie. Volvió la mirada y se cruzó con la de Paul. Luego vio a Anna. Ella le lanzó un beso largo y sensual con los labios carnosos, color rojo intenso. El cabeza rapada se quedó paralizado por el terror y miró a su alrededor buscando una ruta de escape. El semáforo cambió a verde, y el Mercedes comenzó a moverse. Anna arrugó la nariz en dirección al skin y movió los dedos graciosamente para decirle adiós.

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