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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Muerte en las nubes (2 page)

BOOK: Muerte en las nubes
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Cicely Horbury lo recogió y despidió a la doncella.

—Está bien, Madeleine. Déjalo aquí.

La doncella desapareció. Lady Horbury abrió el neceser y, del interior, sacó una lima de uñas. Luego se observó detenida y pensativamente en un espejito, se pasó la brocha de empolvar por el rostro y se retocó los labios.

Jane torció los suyos en una mueca despectiva y dirigió su mirada más allá.

Detrás de las dos señoras se sentaba el extranjero que había cedido su asiento a una de ellas. Muy arrebujado en una bufanda innecesaria, parecía dormir profundamente, pero, como si le molestase la mirada de Jane, abrió los ojos, la miró un momento y volvió a cerrarlos.

A su lado, había un tipo de rostro autoritario. Sobre sus piernas tenía abierto el estuche de una flauta que limpiaba con mucho esmero. A Jane le produjo una impresión cómica, pues más que músico parecía abogado o médico.

Detrás de ellos se sentaban dos franceses, barbudo uno de ellos y otro más joven, tal vez su hijo, que hablaban muy excitados y con grandes ademanes.

Ante ella solo estaba el joven del jersey azul, a quien, por motivos inexplicables, había decidido no mirar.

¡Qué ridículos estos nervios! ¡Ni que tuviera diecisiete años!, pensó Jane molesta.

Frente a ella, Norman Gale se decía:

Es hermosa, realmente hermosa. Y se acuerda de mí, seguro. Parecía tan decepcionada cuando recogieron su apuesta, que valía la pena darle el gusto de ganar. Y lo hice bastante bien. Es encantadora cuando sonríe. ¡Qué dientes, qué blancura! ¡Diablos! Estoy demasiado excitado. Calma, chico.

Le dijo al camarero, que se inclinaba sobre él con el menú:

—Tomaré lengua fría.

La condesa de Horbury pensaba:

¡Dios mío! ¿Qué puedo hacer? Estoy hecha una ruina, una ruina, sí. No me queda más que una salida. Si me atreviese... ¿Por qué no? Pero ¿cómo disimular lo que es tan evidente? Tengo los nervios alterados. Esa cocaína. ¿Por qué habré tomado yo cocaína? Mi cara está espantosa, sencillamente horrorosa. Y esa arpía de Venetia Kerr lo empeora todo con su presencia. Siempre me mira por encima del hombro como a una basura. Pretende a Stephen. ¡Bueno, pues no lo conseguirá! Su rostro alargado me descompone. Parece un caballo. Detesto a estas provincianas. ¡Dios mío! ¿Qué podría hacer? He de tomar una decisión. Razón tenía aquella bruja.

Metió la mano en un lujoso bolso en busca de la pitillera e introdujo un cigarrillo en una larga boquilla. Sus manos temblaban levemente.

¡Maldita zorra!, pensaba Lady Venetia Kerr. Tal vez sea técnicamente virtuosa, pero es una zorra de pies a cabeza. Pobre Stephen. Si al menos pudiera librarse de ella.

A su vez, sacó su pitillera y aceptó un fósforo de Cicely Horbury.

El camarero protestó inmediatamente:

—Perdón, señoras: no fumen, por favor.

—¡Diablos! —exclamó Cicely Horbury.

Es bonita esa jovencita, pensó Hércules Poirot. En su barbilla hay determinación. ¿Por qué estará tan preocupada? ¿Por qué está tan decidida a no mirar al joven que tiene delante de ella. Ambos son muy conscientes de su mutua presencia. (El avión cayó en un ligero bache.)
Mon estomac!
, se dijo Hércules Poirot cerrando los ojos con determinación.

A su lado, el doctor Bryant, acariciaba amorosamente su flauta:

No puedo decidirme, sencillamente, no puedo, pensaba. Este es el giro más decisivo de mi carrera.

Nerviosamente sacó la flauta del estuche, cuidadosa, cariñosamente. La música... En la música encontraba alivio a todos los contratiempos. Sonriendo, acercó la flauta a sus labios y luego la devolvió al estuche. A su lado, el hombrecillo de los bigotes dormía profundamente. Por un momento, al cruzar el avión unos baches de aire, le había visto palidecer. El doctor Bryant se congratuló de no marearse por tierra, mar o aire.

Monsieur Dupont pére se revolvió agitadamente en su asiento, increpando a monsieur Dupont hijo, que tenía a su lado.

—No cabe la menor duda. ¡Todos están equivocados: los alemanes, los norteamericanos, los ingleses! Se equivocan en la datación de la cerámica prehistórica. Si observamos la de Samara...

Jean Dupont, alto, rubio, con una pose de indolencia, admitió:

—Hay que obtener todas las pruebas posibles. Ahí tienes el Tall el Halaf y el Sakje Geuze...

La discusión prosiguió.

Armand Dupont abrió atropelladamente un maletín muy gastado.

—Observa estas pipas kurdas, fíjate cómo las hacen hoy. Los adornos son casi idénticos a los que se ven en la cerámica de cinco mil años antes de Cristo.

Con un elocuente ademán, estuvo a punto de tirar la bandeja que un camarero dejaba delante suyo.

El señor Clancy, autor de novelas policíacas, se levantó de su asiento, situado detrás de Norman Gale, y se dirigió al fondo del avión. Allí sacó un libro del bolsillo de su gabardina y volvió con él para elaborar, por motivos profesionales, una difícil coartada.

El señor Ryder, detrás de él, pensaba:

Tendré que mantenerme firme hasta el final, pero no será fácil. No sé de dónde voy a sacar el dinero para el próximo dividendo. Si no repartimos dividendos, se va a armar la gorda. ¡Maldita sea!

Norman Gale se levantó para ir al servicio. Apenas hubo desaparecido, Jane sacó un espejito y escrutó con ansia su rostro, al que aplicó polvos y
rouge
.

Un camarero le sirvió una taza de café.

Jane miró por la ventanilla. A sus pies brillaban las azules aguas del canal de la Mancha.

Una avispa zumbó en torno a la cabeza del señor Clancy, que se hallaba enfrascado en sus pensamientos y la espantó distraído. La avispa se alejó para investigar las tazas de los Dupont. El hijo, al darse cuenta, la mató.

La placidez reinaba en el avión. Cesaron las charlas, aunque los pensamientos de cada cual siguieron su curso.

Al fondo del compartimiento, en el asiento número 2, la cabeza de madame Giselle se inclinó hacia delante. Se diría que acababa de dormirse. Pero no dormía, ni hablaba, ni pensaba.

Madame Giselle había muerto.

Capítulo II
-
Un descubrimiento

Henry Mitchell, el más antiguo de los camareros, iba de un pasajero a otro recogiendo las cuentas. En media hora llegarían a Croydon. Recogía las cuentas y el dinero, se inclinaba y decía: «Gracias, señor. Gracias, madam». Con los dos franceses tuvo que esperar un poco, pues estaban muy abstraídos en sus discusiones, y no confiaba en recibir una buena propina. Dos de los viajeros dormían: el hombrecillo de los bigotes y la vieja del fondo. Siempre había recibido de ella buenas propinas en sus frecuentes vuelos y, por lo tanto, se abstuvo de despertarla.

El de los bigotes se despertó por fin y pagó la botellita de soda y las galletitas que había pedido.

Mitchell dejó dormir a la pasajera hasta el último momento. Cinco minutos antes de llegar a Croydon se le acercó y se inclinó sobre ella.


Pardon, madam
, su cuenta.

Le tocó suavemente el hombro. Ella no se despertó. Insistió, sacudiéndola un poco, pero el único resultado que obtuvo fue un inesperado abatimiento del cuerpo hacia delante. Mitchell se inclinó sobre ella, pero se irguió con una palidez cadavérica.

Albert Davis, el segundo camarero, comentó:

—¡No bromees!

—Te digo la verdad.

Mitchell estaba pálido y tembloroso.

—¿Estás seguro, Henry?

—¡Y tan seguro! Por lo menos se trata de un desmayo.

—Dentro de pocos instantes llegaremos a Croydon.

Permanecieron indecisos. Luego, tomaron una decisión. Mitchell volvió al compartimiento de viajeros y, de uno en uno, se dedicó a preguntarles en tono confidencial:

—Perdone, señor, ¿no será usted médico, por casualidad?

Norman Gale contestó:

—Yo soy odontólogo, pero si puedo hacer algo... —y ya se levantaba cuando el doctor Bryant exclamó:

—Soy médico. ¿Qué ocurre?

—Hay una señora allí, al fondo. No me gusta su aspecto.

Bryant acompañó al camarero. El hombrecillo de los bigotes les siguió sin que se fijaran en que lo hacía.

El doctor Bryant se inclinó sobre el encogido cuerpo del asiento número 2. Era una señora corpulenta, de edad madura, vestida de negro.

El examen del doctor fue breve.

—Está muerta.

—¿Qué le parece a usted que ha sucedido? —preguntó Mitchell—. ¿Un síncope?

—No lo puedo decir sin un detenido examen. ¿Cuándo la vio usted por última vez? Viva, quiero decir.

Mitchell reflexionó.

—Estaba perfectamente cuando le serví el café.

—¿Cuándo fue?

—Debe hacer unos tres cuartos de hora aproximadamente. Luego, cuando le presenté la cuenta, pensé que dormía profundamente.

—Pues hará una media hora que ha muerto.

La consulta empezaba a despertar el interés general. Los pasajeros se volvían, observaban al grupo y aguzaban el oído.

—¿No le parece que puede haber sido un síncope? —sugirió Mitchell esperanzado.

Se agarraba a esta posibilidad.

Su cuñada los sufría. Los síncopes para él eran fenómenos domésticos, algo que todo el mundo podía comprender.

El doctor Bryant no quería comprometerse y se limitó a mover la cabeza con gesto ambiguo.

Se volvió al oír que alguien decía a su espalda:

—Tiene una señal en el cuello.

Hablaba con humildad, como debe hablarse a un hombre cuya superioridad se reconoce.

—Cierto —confirmó el médico.

La cabeza de la mujer se inclinaba hacia un lado y, en el cuello, al lado de la garganta, se veía una punzada insignificante.

—Perdón —dijeron los dos Dupont, uniéndose al grupo cuando oyeron las últimas frases de la conversación—. ¿Dicen ustedes que la señora está muerta y que tiene una señal en el cuello?

—¿Me permiten una observación? —agregó el hijo Jean—. Por aquí volaba una avispa. Yo la maté. —Y mostró el insecto que había en el platillo del café—. ¿No es posible que la señora haya muerto de una picada de avispa? Creo que este insecto puede producir la muerte.

—Es posible —convino Bryant—. He visto casos semejantes. Sí, sería una explicación admisible, especialmente si la señora sufría una enfermedad cardíaca.

—¿Puedo hacer alguna cosa, señor? —preguntó el camarero—. Dentro de unos instantes estaremos en Croydon.

—Nada, nada —rechazó el médico, apartándose un poco—. No podemos hacer nada. El cadáver tiene que permanecer donde está.

—Sí, señor. Comprendo perfectamente.

El doctor Bryant, que se disponía a ocupar su asiento, miró sorprendido al hombrecillo abrigado que permanecía inmóvil.

—Amigo mío, lo mejor será que vuelva a su asiento. Llegaremos a Croydon inmediatamente.

—Tiene usted razón, señor —aprobó el camarero. Y levantó la voz—. Hagan el favor de sentarse.


Pardon
—exclamó el hombrecillo—. Aquí hay algo...

—¿Algo?


Mais oui
, algo que ha pasado desapercibido.

Con la punta del zapato, indicó el objeto al que aludía. El camarero y el doctor Bryant miraron hacia donde señalaba y distinguieron un objeto amarillo y negro, cubierto casi por completo por el borde de la negra falda.

—¿Otra avispa? —exclamó el médico sorprendido.

Hércules Poirot se arrodilló, sacó unas pinzas de su bolsillo y las usó con sumo cuidado.

—Sí —informó levantándose con su presa—, es muy parecido a una avispa, ¡pero no lo es!

Movió el objeto de un lado a otro para que el doctor y el camarero pudieran verlo bien: un pequeño copo de seda naranja y negra, sujeto a una púa de forma peculiar y punta descolorida.

—¡Válgame Dios! ¡Válgame Dios! —exclamó el señor Clancy, que había dejado su asiento y asomaba ansiosamente la cabeza por encima del hombro del camarero—. Es curioso, realmente curioso, lo más curioso que he visto en mi vida. ¡Por Dios, nunca lo hubiera creído posible!

—¿No podría explicarse mejor, señor? —preguntó Mitchell—. ¿Sabe usted qué es esto?

—¿Si sé qué es? ¡Pues claro que lo sé! —exclamó el señor Clancy lleno de entusiasmo y de orgullo—. Este objeto, señores, es un dardo que ciertas tribus disparan con sus cerbatanas. No puedo asegurar si este pertenece a las tribus del Amazonas o a los nativos de Borneo, pero no hay duda de que es la clase de dardo que se dispara con cerbatana, y tengo firmes sospechas de que la punta...

—Es el clásico dardo envenenado de los indios amazónicos —acabó Hércules Poirot. Y añadió—:
Mais enfin! Est-ce que c'est possible?

—Realmente extraordinario —afirmó el señor Clancy sin salir de su asombrosa excitación—. Es de lo más extraordinario. Yo soy autor de novelas policíacas, pero encontrarme ahora algo así en la vida real...

No encontraba las palabras adecuadas.

El avión descendía suavemente y todos los que se habían levantado se tambalearon un poco. En su descenso, el aparato describía un amplio círculo sobre el aeropuerto de Croydon.

Capítulo III
-
En Croydon

El camarero y el médico dejaron de estar a cargo de la situación, sustituidos por aquel hombrecillo ridículo envuelto en una bufanda. Hablaba con tanta autoridad y con tal convencimiento de que se le obedecería, que nadie se atrevió a discutírselo.

Dijo algo al oído de Mitchell y este asintió con la cabeza. Abriéndose paso entre los viajeros, fue a situarse ante los lavabos, en el pasillo de acceso a la parte delantera del aparato.

El avión corría ya por la superficie de la pista y, cuando por fin se detuvo, Mitchell exclamó en voz muy alta:

—He de rogarles, señoras y caballeros, que no abandonen el aparato y que permanezcan sentados hasta que las autoridades se hagan cargo de la situación. Confío en que no se les retenga mucho tiempo.

Casi todos aceptaron esta orden, que parecía razonable. Solo protestó airadamente una persona, lady Horbury:

—¡Tonterías! ¿Sabe usted quién soy? Insisto en que se me permita salir al momento.

—Lo siento mucho, señora. No puedo hacer excepciones.

—Pero esto es ridículo, completamente ridículo —protestó Cicely dando pataditas de enojo—. Me quejaré a la compañía. Es una infamia que nos tengan aquí encerrados con un cadáver.

—Realmente, querida —interrumpió Venetia Kerr con el tono de voz propio de una persona educada—, es muy desagradable, pero creo que tendremos que resignarnos. —Se sentó y sacó un cigarrillo, diciendo—: ¿Puedo fumar ahora, caballeros?

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