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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Muerte en las nubes (3 page)

BOOK: Muerte en las nubes
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El acosado Mitchell respondió:

—No creo que eso importe ya, señorita.

Volvió la cabeza para observar a Davis, que dirigía el desembarco de los viajeros del compartimiento delantero por la puerta de emergencia, y luego fue en busca de instrucciones.

La espera no fue larga, pero a los viajeros les pareció que había durado más de media hora hasta el momento en que un caballero, tras cruzar la pista con paso marcial y acompañado de un policía uniformado, subió al avión por el acceso que Mitchell le franqueó.

—Vamos a ver —empezó el recién llegado en tono autoritario—, ¿qué ha sucedido aquí?

Escuchó a Mitchell y al doctor Bryant y, tras dedicar a la difunta una rápida mirada y de dar una orden al agente, se dirigió a los viajeros:

—¿Harán el favor de seguirme, señoras y caballeros?

Les precedió en la salida del avión y al cruzar la pista hasta las instalaciones centrales, aunque no les llevó a la usual sala de la aduana, sino a un salón privado.

—Confío en no retenerlos por más tiempo que el absolutamente necesario.

—Oiga, inspector —protestó el señor James Ryder—, tengo en Londres una cita de negocios muy urgente.

—Lo siento, señor.

—¡Yo soy lady Horbury y me parece una ofensa imperdonable que se me retenga de esta manera!

—Lo siento en el alma, lady Horbury, pero comprenderá usted que se trata de algo muy serio. Parece un caso de asesinato.

—Un dardo envenenado de los indios amazónicos —murmuró el señor Clancy, delirante de alegría.

El inspector le dirigió una mirada suspicaz.

El arqueólogo francés habló atropelladamente en su lengua, y el inspector le replicó serena y lentamente en el mismo idioma.

—Todo esto resulta realmente fastidioso —comentó Venetia Kerr—, pero supongo que usted ha de cumplir con su obligación, señor inspector.

—Muchas gracias, señora —replicó este agradecido, y prosiguió, dirigiéndose a todos en general—: Tengan ustedes la bondad de aguardar aquí. Quisiera charlar unos instantes con el doctor... ¿el doctor...?

—Bryant, para servirle.

—Gracias. Venga conmigo, doctor.

—¿Puedo asistir a su entrevista? —preguntó el hombrecillo de los bigotes.

El inspector se volvió hacia él con gesto avinagrado, pero su actitud cambió al momento.

—Perdone, monsieur Poirot. Va usted tan abrigado, que no le había reconocido. Venga, no faltaría más.

Abrió la puerta para permitir el paso a los señores Bryant y Poirot, seguidos de las miradas suspicaces de los demás pasajeros.

—¿Por qué permite salir a este tipo y a nosotros nos retienen aquí? —exclamó Cicely Horbury.

Venetia Kerr se sentó resignadamente en un banco.

—Probablemente es de la policía francesa o un agente de aduanas secreto —comentó.

Encendió un cigarrillo.

Norman Gale abordó con cierta timidez a Jane:

—Creo que la vi a usted en Le Pinet.

—Estuve allí.

—Un lugar muy agradable —comentó Norman Gale—. A mí me entusiasman los pinos.

—Sí. ¡Huelen tan bien!

Guardaron silencio largo rato, sin saber qué más añadir. Por fin, Gale se arriesgó:

—Yo... yo la reconocí al momento.

Jane se mostró sorprendida.

—¿De veras?

—¿Cree usted que esa pobre mujer ha sido asesinada?

—Supongo que sí —admitió Jane—. Y aunque resulte emocionante, no deja de ser muy desagradable —añadió estremeciéndose.

Norman Gale se le acercó en actitud protectora.

Los Dupont charlaban en francés. El señor Ryder hacía números en una libreta de bolsillo y, de vez en cuando, consultaba la hora. Cicely Horbury daba pataditas de impaciencia en el suelo y encendió un cigarrillo con mano temblorosa.

Contra la puerta se apoyaba un policía enorme, con un uniforme azul impecable, que observaba a todos con mirada impasible.

Mientras, en el despacho contiguo, el inspector Japp hablaba con el doctor Bryant y Hércules Poirot.

—Tiene usted el don de aparecer en los lugares más inesperados, monsieur Poirot.

—¿No queda el aeropuerto de Croydon un tanto fuera de su competencia, amigo mío?

—¡Ah! Estaba esperando cazar un pájaro de cuidado en un asunto de contrabando. Ha sido una casualidad que me hallara en este lugar. Hace años que no me las veía con un caso tan sorprendente. Vamos a ver si ponemos algo en claro. Ante todo, doctor, le agradecería que me diese su nombre y sus señas.

—Roger James Bryant, especialista en enfermedades de oído y garganta. Mi dirección es el 329 de Harley Street.

Sentado junto a una mesita, un impasible agente anotaba las respuestas.

—Desde luego, el cadáver lo examinará nuestro forense —dijo Japp—, pero le necesitaremos a usted en la encuesta judicial, doctor.

—Perfectamente.

—¿Puede darnos una idea de la hora en que murió?

—La mujer debió morir por lo menos media hora antes de examinarla yo. Lo hice unos cinco minutos antes de llegar a Croydon. No puedo fijar su muerte con más exactitud, pero el camarero dice que había hablado con ella una hora antes.

—Bueno, eso ya estrecha el período a todos los efectos prácticos. ¿Me permite que le pregunte si observó algo sospechoso?

El doctor meneó la cabeza.

—¡Yo estaba durmiendo! —exclamó Poirot con amargura—. Me descompongo casi tanto en el aire como en el mar. Por eso me abrigo bien y procuro dormir.

—¿Tiene alguna idea sobre la causa que produjo la muerte, doctor?

—No me gustaría tener que opinar en este momento. Es un caso de autopsia.

Japp asintió, comprensivo.

—Bien, doctor, no creo que haga falta retenerlo por más tiempo. Temo que más tarde habrá que molestarlo para ciertas formalidades, como a todos los viajeros. No podemos hacer excepciones.

El doctor Bryant sonrió.

—Preferiría que se cerciorase usted de que no llevo cerbatanas u otras armas mortales.

—Rogers se encargará de eso —contestó Japp, haciendo una indicación a su subordinado—. Y a propósito, doctor, ¿tiene alguna idea de lo que podría haber aquí?

E indicó el dardo descolorido, colocado en una cajita sobre la mesa.

El doctor meneó la cabeza.

—Es difícil saberlo sin un previo análisis. El curare es un veneno que suelen emplear los indígenas, según creo.

—¿Cree que puede haber sido utilizado en este caso?

—Es un veneno muy fuerte y de efectos rápidos.

—Pero no es fácil de obtener, ¿verdad?

—No es fácil para un profano.

—Entonces, tendremos que registrarle a usted con sumo cuidado —advirtió Japp, que se complacía siempre con sus salidas—. ¡Rogers!

Médico y agente salieron juntos.

Japp echó hacia atrás la silla para mirar inquisitivamente a Poirot.

—¡Extraño caso! Demasiado sensacional para ser real. Quiero decir que eso de las cerbatanas y las flechas envenenadas en un avión es un insulto a la inteligencia.

—Amigo mío, esa es una observación muy profunda —comentó Poirot.

—Un par de hombres están registrando ahora el avión. He conseguido un fotógrafo y un perito en huellas dactilares. Creo que ahora tendríamos que interrogar a los camareros.

Dirigiéndose a la puerta, dio una orden. Los dos camareros entraron. El más joven había recobrado la normalidad y solo se mostraba algo excitado. El otro todavía se veía pálido y tembloroso.

—Hola, muchachos —los saludó Japp—. Siéntense. ¿Tienen los pasaportes? Bien.

Los examinó rápidamente.

—¡Ah! Aquí lo tenemos. Marie Morisot. Pasaporte francés. ¿Saben algo de ella?

—La había visto antes. Cruzaba el Canal con frecuencia —explicó Mitchell.

—¡Ah! Seguramente por negocios. ¿No sabe usted a qué se dedicaba?

Mitchell meneó la cabeza.

—Yo también la recuerdo —comentó el camarero más joven—. Solía verla en el vuelo que sale a las ocho de París.

—¿Quién de ustedes la vio por última vez viva?

—Él —apuntó el joven, indicando a su compañero.

—Es cierto —admitió Mitchell—. Cuando le serví el café.

—¿Qué aspecto tenía?

—No me fijé. Le tendí el azúcar y le ofrecí leche, pero la rehusó.

—¿Qué hora era?

—No lo sé exactamente. Volábamos entonces sobre el Canal. Sería poco más o menos sobre las dos.

—Más o menos —confirmó Albert Davis, el otro camarero.

—¿Cuándo la volvió a ver?

—Cuando recogí las cuentas.

—¿A qué hora?

—Un cuarto de hora más tarde. Imaginé que dormía. ¡Caramba! ¡Ya debía de estar muerta!

En la voz del camarero vibró el horror.

—¿No vio usted esto? —preguntó Japp, indicando el dardo que podía confundirse con una avispa.

—No, señor, no me fijé.

—¿Qué me dice usted, Davis?

—La última vez que la vi fue cuando serví las galletas para el queso. Estaba muy bien entonces.

—¿Qué sistema siguen para servir las comidas? —preguntó Poirot—. ¿Se cuida cada uno de ustedes de un compartimiento?

—No, señor, lo hacemos los dos juntos. La sopa, luego la carne, la verdura y las ensaladas, después los postres; por este orden. Generalmente servimos primero al compartimiento posterior y luego pasamos con nuevas fuentes al compartimiento delantero.

Poirot asintió.

—En el avión, ¿habló la señora Morisot con alguien, o dio muestras de reconocer a alguien? —preguntó Japp.

—No me fijé, señor.

—¿Y usted, Davis?

—Tampoco, señor.

—¿Dejó ella su asiento durante el viaje?

—No lo creo, señor.

—¿Ninguno de ustedes puede añadir algo que arroje alguna luz sobre este caso?

Los dos hombres, tras meditar unos instantes, lo negaron con sendos movimientos de la cabeza.

—Bien, ya basta por ahora. Luego volveremos a vernos.

Henry Mitchell comentó lacónico:

—Es un caso muy molesto, señor. No me gusta nada, teniendo en cuenta que yo era el responsable.

—Bien, no creo que pueda considerarse culpable en modo alguno —reconoció Japp—, pero admito que es un suceso enojoso.

E hizo un ademán de despedida. Poirot se adelantó.

—Permítame una pregunta.

—Hable usted, monsieur Poirot.

—¿Vieron ustedes volar una avispa por el avión?

Los dos menearon la cabeza.

—Que yo sepa, no había ninguna avispa —señaló Mitchell.

—Había una avispa —aseguró Poirot—. La vimos muerta en uno de los platos de los viajeros.

—Pues yo no la vi, señor —rechazó Mitchell.

—Yo tampoco —corroboró Davis.

—No importa.

Los camareros salieron de la habitación y Japp examinó los pasaportes.

—Veo que viajaba también una condesa. Debe de ser esa señora que se ha mostrado tan impaciente. Será mejor que la entrevistemos la primera, antes de que se salga de sus casillas y presente una interpelación a la Cámara de los Lores por los brutales métodos que usa la policía.

—Supongo que querrá usted registrar cuidadosamente las maletas y el equipaje de mano de los pasajeros del compartimiento posterior del avión.

Japp pestañeó alegremente.

—Pues claro, ¿qué imaginaba, monsieur Poirot? ¡Tenemos que encontrar esa cerbatana, si realmente existe y no estamos soñando! A mí todo esto me parece una pesadilla. ¿No se habrá vuelto loco ese tipo escritor y se le ha ocurrido realizar uno de sus crímenes personalmente, en vez de ponerlo en el papel? Eso del dardo envenenado parece cosa suya.

Poirot meneó la cabeza dubitativamente.

—Sí —continuó Japp—, todo el mundo tendrá que ser registrado, aunque se enfaden. Hemos de revisar todos los maletines y bolsos de mano, desde luego.

—Habría que hacer una relación minuciosa —propuso Poirot—, una relación de los objetos que se hallen en poder de cada uno de los viajeros.

Japp le dirigió una mirada de curiosidad.

—Podemos hacer eso, ya que usted lo sugiere, monsieur Poirot, pero no acabo de ver adonde quiere ir a parar. Ya sabemos lo que buscamos.

—Usted tal vez lo sepa,
mon ami
, pero yo no estoy tan seguro. Busco algo, pero no sé exactamente el qué.

—¡Otra vez con las mismas, monsieur Poirot! Siempre le ha gustado complicar un poco las cosas, ¿no? Vamos a ver qué dice su señoría antes de que quiera sacarme los ojos.

Pero lady Horbury dio muestras de una calma inesperada. Aceptó una silla y contestó las preguntas de Japp sin la menor vacilación. Se presentó como la esposa del conde de Horbury y dio sus señas en Horbury Chase, Sussex, y en el 315 de Grosvenor Square, Londres. Volvía a Londres desde Le Pinet y París. La difunta le era totalmente desconocida. Durante el viaje no había visto nada notable. En todo caso, iba sentada mirando en dirección opuesta, hacia la parte delantera del aparato, de modo que no podía haber visto nada de lo que ocurría detrás. No había abandonado su asiento en todo el viaje. No recordaba haber visto entrar a nadie en el compartimiento más que a los camareros. No hubiese podido asegurarlo, pero creía recordar que dos caballeros habían utilizado los servicios, aunque no estaba segura. No observó que nadie llevase nada parecido a una cerbatana.

—No —respondiendo a la pregunta de Poirot—, no vi ninguna avispa en el avión.

La declaración de la señorita Kerr fue muy semejante a la de su amiga. Se llamaba Venetia Anne Kerr y vivía en Little Paddocks, Horbury, Sussex. Regresaba del sur de Francia. No recordaba haber visto nunca a la víctima ni había notado nada durante el viaje. Sí, había visto que algunos pasajeros del compartimiento posterior ahuyentaban a una avispa. Creía recordar que uno de ellos la había matado. Esto fue poco después de que hubieran servido el almuerzo.

La señorita Kerr salió.

—Parece que le interesa a usted mucho esa avispa, monsieur Poirot.

—No es tan interesante como sugerente, ¿verdad?

—Si quiere usted saber mi opinión —Japp cambió de tema—, ¡esos dos franceses son los que están complicados en esto! Eran los más próximos a la señora Morisot, justo al otro lado del pasillo. Parecen unos descamisados. Y sus gastadas maletas llevan enganchadas muchísimas etiquetas extranjeras. No me sorprendería que hubiesen estado en Borneo o en América del Sur. No tenemos idea del motivo, claro está, pero nos lo averiguarán en París. Tendremos que pedir la colaboración de la Sûreté. Este asunto es más suyo que nuestro. Pero si quiere saber usted mi opinión, esos dos pájaros son nuestros nombres.

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