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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Muerte en las nubes (21 page)

BOOK: Muerte en las nubes
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—Y ahora piensa usted en despreciar otra vez a los dentistas y largarse a Canadá. Tiene usted temperamento de pionero.

—Esta vez me veo obligado a hacerlo.

—Pero parece increíble que con tanta frecuencia nos obliguen las circunstancias a hacer lo que nos gusta.

—Nada me obliga a mí a viajar —señaló Jane—. ¡Ojalá!


Eh bien
, ahora mismo le voy a proponer una cosa. La semana que viene voy a París. Si quiere, puede ser mi secretaría. Le pagaré un buen sueldo.

Jane meneó la cabeza.

—No puedo dejar la peluquería de Antoine. Es un buen empleo.

—También lo es el que le ofrezco.

—Sí, pero no es más que eventual.

—Le buscaré un empleo del mismo tipo.

—Gracias, pero no me atrevo a arriesgarme.

Poirot la miró, sonriendo enigmático.

Tres días después, le llamaron por teléfono.

—Monsieur Poirot —dijo Jane—, ¿todavía mantiene usted su oferta?

—Sí. Salgo hacia París el lunes.

—¿Hablaba usted en serio? ¿Puedo acompañarle?

—Sí. Pero, ¿qué le ha pasado para que cambie de idea?

—Me he peleado con Antoine. Francamente, he perdido la paciencia con una parroquiana. Era una perfecta... bueno, no puedo decirle lo que era por teléfono. Pero lo malo es que me puse nerviosa y, en vez de tragar saliva como era mi obligación, esta vez le he dicho a ella exactamente lo que pensaba.

—¡Ah! Haber dejado volar la imaginación por tierras de aventuras...

—¿Qué dice usted?

—Digo que dejó volar su mente.

—No fue mi mente, sino mi lengua la que se me soltó. Y disfruté mucho en decirle que sus ojos eran tan saltones como los de su asqueroso pequinés, como si fueran a caérsele. Supongo que tendré que buscarme otro empleo, aunque me gustaría ir con usted a París primero.

—Bien, de acuerdo. Durante el viaje le daré instrucciones.

Poirot y su nueva secretaria no viajaron en avión, por lo que Jane le estuvo secretamente agradecida, ya que la experiencia del último viaje le había desquiciado los nervios y no quería volver a recordar aquel cuerpo encogido y vestido de negro.

En el trayecto en tren de Calais a París tuvieron un compartimiento para ellos solos, y Poirot le dio a Jane alguna idea.

—En París tengo que visitar a mucha gente: al abogado Thibault, a monsieur Fournier, de la Sûreté, un señor melancólico e inteligente. A monsieur Dupont
pére
y monsieur Dupont hijo. Escuche, mademoiselle, mientras yo hable con el padre, usted se encargará del hijo. Es usted muy hermosa, muy atractiva. Creo que monsieur Dupont la recordará de haberla visto durante la encuesta judicial.

—Volví a verle después —comentó Jane, ruborizándose ligeramente.

—¿De veras? ¿Cómo fue eso?

Jane, más colorada aún, le explicó su encuentro en la Corner House.

—¡Magnífico! Tanto mejor. ¡Caramba! Ha sido una idea excelente traerla conmigo a París. Ahora escúcheme atentamente, mademoiselle Jane. En la medida en que le sea posible no hable del caso de Giselle, pero no rehuya la conversación si Jean Dupont lo trae a colación. Será preferible que dé usted la impresión, sin que con esto quiera yo decir nada, de que lady Horbury es la principal sospechosa del crimen. Puede usted decir que mi vuelta a París se debe a la conveniencia de hablar con Fournier y de indagar sobre las relaciones y negocios que lady Horbury pudo tener con la difunta.

—¡Pobre lady Horbury! ¡Hace usted que sirva de tapadera!

—No es el tipo de mujer que yo admiro.
Eh bien
, deje que, una vez al menos, sirva para algo.

Tras titubear un instante, Jane preguntó:

—¿Supongo que no sospechará usted de monsieur Dupont?

—No, no, no. Solo deseo información. —Le dirigió una mirada penetrante y añadió—: Le gusta ese joven, ¿verdad?
Il est sex appeal.

La frase hizo reír a Jane.

—No es eso lo que yo diría. Es un muchacho muy sencillo, pero encantador.

—¿Es así como lo describiría? ¿Un tipo muy sencillo?

—Me parece que su sencillez se debe a que ha llevado una vida muy poco mundana.

—Cierto —aceptó Poirot—. No ha tenido tratos con dentaduras. Ni ha sufrido la desilusión del héroe que ve temblar a quienes se sientan en el sillón del dentista.

Jane se rió.

—No creo que Norman espere hallar héroes entre sus pacientes.

—Hubiese sido una lástima que se fuera al Canadá.

—Ahora habla de ir a Nueva Zelanda. Dice que le gustaría más aquel clima.

—Por encima de todo es patriota. No sale de los dominios británicos.

—Confío en que no necesite irse —dijo ella, interrogando a Poirot con la mirada.

—¿Quiere decir que confía usted en papá Poirot? ¡Ah! Bien, haré cuanto pueda, se lo prometo. Pero tengo el firme convencimiento, mademoiselle, de que hay un personaje que todavía no ha salido a escena que tiene un papel importante en esta comedia.

Meneó la cabeza con el entrecejo fruncido.

—Hay, mademoiselle, un factor desconocido en este caso. Todo converge hacia un mismo punto.

Dos días después de su llegada a París, monsieur Poirot y su secretaria cenaron en un pequeño restaurante, y los arqueólogos Dupont, padre e hijo, fueron sus invitados.

Jane encontró al viejo Dupont tan encantador como a su hijo, pero no pudo hablar mucho con él ya que Poirot lo acaparó desde el principio. Jean estuvo con ella tan simpático como en Londres y los dos se enfrascaron en una agradable charla. Su atractiva y sencilla personalidad le gustaron tanto como entonces. ¡Qué hombre tan amable y tan franco!

Pero, mientras hablaba y reía con él, aguzaba su oído para captar cuanto pudiese de la conversación que mantenían los dos hombres, deseando enterarse de qué clase de información buscaba Poirot. Por lo oído hasta entonces, en la charla no había salido aún el asesinato. Poirot estaba llevando hábilmente a su compañero hacia temas del pasado. Su interés por la investigación arqueológica en Irán parecía a la vez profundo y sincero. Monsieur Dupont gozaba enormemente de la velada. Rara vez disponía de un auditorio tan comprensivo e inteligente.

No quedó muy claro de quién partió la iniciativa de que los dos jóvenes fuesen al cine, pero cuando se hubieron ido, Poirot acercó su silla a la mesa, dispuesto a redoblar su interés por las investigaciones arqueológicas.

—Comprendo la dificultad que debe de haber en estos días de crisis económica para conseguir fondos suficientes. ¿Aceptan ustedes donativos de particulares?

Monsieur Dupont se echó a reír.

—¡Mi querido amigo, no solo los aceptamos cuando se nos ofrecen, sino que los pedimos de rodillas! Pero el tipo de excavaciones que nosotros realizamos no interesa a la gran masa. La gente busca resultados espectaculares. Quiere oro, especialmente, ¡grandes cantidades de oro! Es sorprendente que sean tan pocos los que se interesen por la cerámica, cuando se encierra en ella toda la historia de la humanidad. Diseños, materiales...

Monsieur Dupont se extendió en otras consideraciones. Advirtió a Poirot que no se dejase embaucar por las plausibles afirmaciones de B, por los criminales errores de L y por las estratificaciones anticientíficas de G.

Poirot prometió no dejarse embaucar por ninguna de las publicaciones de estos sabios personajes.

—¿Qué le parece un donativo de, por ejemplo, quinientas libras? —le ofreció Poirot.

A Monsieur Dupont le faltó poco para caerse de la silla, de pura alegría.

—¿Me ofrece usted eso? ¿A mí? ¿Para contribuir a nuestras excavaciones? ¡Eso es magnífico, estupendo! El donativo más importante que nunca me han ofrecido.

Poirot carraspeó.

—Desde luego, espero de usted un favor.

—¡Ah, sí! ¿Algún souvenir, alguna pieza de cerámica?

—No, no adivina usted mi pensamiento —interrumpió Poirot, sin dar tiempo a que el arqueólogo se entusiasmase demasiado—. Se trata de mi secretaria, esa joven encantadora que ha visto usted esta noche. Si ella pudiera acompañarles en su expedición...

Monsieur Dupont pareció decepcionado.

—Bueno —consideró retorciéndose el bigote—, tal vez podamos arreglarlo. Tengo que consultarlo con mi hijo. Van a acompañarnos mi sobrino y su mujer. Será una expedición familiar. De todos modos, hablaré con Jean.

—Mademoiselle Grey siente una verdadera pasión por la cerámica. La prehistoria le fascina. Las excavaciones son la gran ilusión de su vida. Remienda calcetines y cose botones de una manera admirable.

—Es un conocimiento utilísimo.

—¿Verdad? ¿Y que me estaba usted diciendo de la cerámica de Susa?

Monsieur Dupont reanudó su animado monólogo, exponiendo sus teorías personales sobre Susa I y Susa II.

Al volver Poirot a su hotel, vio en el vestíbulo a Jane, que estaba despidiéndose de Jean Dupont.

Mientras se dirigían al ascensor, Poirot comentó:

—Le he encontrado un empleo muy interesante. Acompañará usted a los Dupont a Irán esta primavera.

Jane se detuvo a mirarle.

—¿Está usted loco?

—Cuando se lo propongan, aceptará usted con grandes manifestaciones de alegría.

—No pienso ir a Irán. Para entonces estaré en Muswell Hill o en Nueva Zelanda, con Norman.

Poirot la miró, guiñándole un ojo amablemente.

—Mi querida niña, aún faltan algunos meses hasta marzo. Mostrarse alegre no es igual que comprar el pasaje. Del mismo modo he hablado yo de un donativo, ¡pero no he firmado el cheque! Y a propósito, mañana comprará usted un libro que trate de la cerámica prehistórica oriental. He dicho que usted siente una verdadera pasión por estas materias.

Jane suspiró.

—¡Ser secretaria suya no es ningún chollo! ¿Algo más?

—Sí, he dicho que remienda usted calcetines y cose botones a la perfección.

—¿Y también de eso debo hacer mañana una demostración?

—No estaría mal, si se lo han tomado en serio.

Capítulo XXIII
-
Anne Morisot

A las diez y media del día siguiente, el melancólico monsieur Fournier entró en el salón y estrechó la mano del belga con calor.

Se le veía más animado que de costumbre.

—Monsieur Poirot, tengo algo que comunicarle. Por fin he comprendido el punto de vista que usted expuso en Londres acerca del hallazgo de la cerbatana.

—¡Ah! —exclamó Poirot con alegría.

—Sí —continuó Fournier, cogiendo una silla—. He pensado mucho en lo que usted comentó. No cesaba de repetirme: es imposible que el crimen se haya cometido como nosotros creemos. Y por fin, tuve una asociación de ideas entre lo que yo me repetía y lo que usted había dicho del hallazgo de la cerbatana.

Poirot permaneció muy atento, sin decir palabra.

—Aquel día, en Londres, razonaba usted así: ¿por qué se encontró la cerbatana, cuando hubiera sido muy fácil librarse de ella por los huecos de la ventilación? Y creo tener la respuesta a esto: se encontró la cerbatana porque el asesino quería que se encontrase.

—¡Bravo! —exclamó Poirot.

—¿Está usted de acuerdo? Ya me lo figuraba. Y aún he dado otro paso. Me preguntaba: ¿por qué deseaba el asesino que se encontrase? Y a esto tuve que contestarme: porque nadie utilizó la cerbatana.

—¡Bravo! ¡Bravo! Razona usted igual que yo.

—Así que me dije: el dardo envenenado sí, pero no la cerbatana. Por lo tanto, para lanzar la flecha se utilizó alguna otra cosa, algo que tanto un hombre como una mujer podía llevarse a los labios de la manera más natural y sin llamar la atención. Y me acordé de lo mucho que insistió usted en tener una lista completa de los objetos que se hallaran en los equipajes y los que llevasen encima los viajeros. Lady Horbury llevaba dos boquillas, y sobre la mesa de los Dupont había una serie de pipas kurdas.

Monsieur Fournier hizo una pausa para mirar a Poirot. Este guardó silencio.

—Estas cosas podían llevarse a los labios sin que nadie se fijase. ¿Tengo o no razón?

Poirot dudó un momento antes de hablar:

—Está usted en la verdadera pista, pero va demasiado lejos. Y no hay que olvidarse de la avispa.

—¿La avispa? —repitió Fournier, haciendo una pausa—. No, no le sigo a usted por ahí. No veo que la avispa tenga nada que ver con esto.

—¿No lo ve? Pues es por ahí que...

Le interrumpió el timbre del teléfono. Cogió el receptor.

—Diga, diga. ¡Ah! Buenos días. Sí, yo mismo, Hércules Poirot —y en un aparte dijo—: Es Thibault. Sí, sí, no faltaba más. Muy bien. ¿Y usted? ¿Monsieur Fournier? De primera. Sí. Ya ha llegado. Aquí está en estos instantes.

Apartando el aparato, le explicó a Fournier:

—Ha ido a verle a usted a la Sûreté y le han dicho que había venido a verme aquí. Será mejor que hable con él. Parece muy excitado.

Fournier cogió el auricular.

—Diga, diga... Sí, Fournier al habla... ¿Qué...? ¿Qué...? ¿Habla usted en serio... ? Sí, ya lo creo... Sí... Sí, estoy seguro que querrá. Vamos al instante.

Dejó el aparato y miró a Poirot.

—Es la hija. La hija de madame Giselle.

—¡Cómo!

—Sí, ha aparecido para reclamar su herencia.

—¿De dónde ha salido?

—De América, creo. Thibault le ha rogado que volviese a las once y media. Y propone que vayamos a verle.

—¡No faltaba más! Vamos enseguida. Dejaré una nota para mademoiselle Grey.

Escribió:

Un acontecimiento inesperado me obliga a salir. Si Jean Dupont viene o llama por teléfono, sea usted amable con él. Háblele de calcetines y de botones, pero aún no de prehistoria. ¡La admira a usted, pero es inteligente!

Au revoir,

HÉRCULES POIROT

—Ahora no perdamos tiempo, amigo mío —comentó levantándose—. Esto es lo que estaba esperando, que entrase en escena un personaje misterioso cuya presencia presentía. Pronto... pronto quedará todo muy claro.

Monsieur Thibault recibió a Poirot y a Fournier con gran afabilidad. Tras un cambio de frases corteses y después de contestar algunas preguntas, el abogado pasó a tratar el asunto referente a la heredera de madame Giselle.

—Ayer recibí una carta suya y esta mañana ha venido ella a visitarme.

—¿Qué edad tiene mademoiselle Morisot?

—Mademoiselle Morisot, o mejor dicho, la señora Richards, pues está casada, tiene exactamente veinticuatro años.

—¿Trae documentos que demuestren su identidad? —preguntó Fournier.

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