Nadie te encontrará (7 page)

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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: Nadie te encontrará
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La última vez usted dijo que seguramente mis rutinas me proporcionan cierta sensación de seguridad y sí, ya me he fijado en esos «Para que reflexione» y «¿Ha pensado usted?» con los que ha empezado a salpicar sus frases de vez en cuando. Mientras no me acribille a preguntas, nos entenderemos de maravilla, pero le juro por Dios que si en algún momento me pregunta cómo me siento, se quedará con la palabra en la boca, hablándole a mi espalda, mientras atravieso como un rayo esa puerta y desaparezco para siempre.

Y bien, ¿dónde estábamos? Ah, sí, lo de las rutinas… Al principio creí que no daba usted una, pero luego, he estado dándole vueltas y supongo que lo cierto es que el ritual que sigo a la hora de acostarme sí me ayuda a sentirme segura… lo cual no deja de ser irónico, por decirlo suavemente. Lo que quiero decir es que, todo el tiempo que estuve ahí arriba, nunca llegué a sentirme segura. Era como estar en una montaña rusa en el infierno con el diablo manejando el panel de control, pero la maldita rutina era lo único con lo que podía contar: sabía que eso siempre sería igual.

Todos los días intento esforzarme un poco más, y hay ciertas cosas de las que sí me ha sido más fácil desembarazarme, pero ¿otras? Imposible. Anoche, sin ir más lejos, me bebí dos litros de té y me pasé casi una hora en el baño, o al menos me pareció una hora, intentando obligarme a mí misma a orinar fuera de un horario preestablecido. Varias veces estuve a punto de echar un chorrito, experimentando la increíble sensación de «Oh, Dios mío, estoy a punto de mear por fin», pero al final se me volvía a paralizar la vejiga. Lo único que conseguí con todo ese experimento fue otra noche en blanco.

Y esto me recuerda que ya he tenido suficiente por hoy. Tengo que ir a casa a orinar y no, no quiero usar su cuarto de baño. Me quedaría ahí sentada en la taza, pensando que está usted aquí fuera, preguntándome si se estará preguntando si he conseguido mear o no. No, gracias.

Sesión cinco

Hoy, cuando venía de camino aquí, me he parado en la cafetería de la esquina de su calle. Por fuera tiene una pinta asquerosa, pero el café está de muerte, casi merece la pena el viaje hasta el centro sólo para poder tomarse uno. No estoy segura de qué es lo que tiene usted ahí en su taza —puede que hasta sea whisky, no lo sé— pero he decidido arriesgarme y le he traído un té. Alguna ventaja debía tener acabar su jornada laboral con una sesión conmigo.

Por cierto, me gustan mucho esas alhajas gruesas de plata que lleva siempre. Le hacen juego con el pelo y le da un toque de abuela chic. De esas que a lo mejor todavía practican el sexo y aún les gusta. No se preocupe, no se lo digo para que me cuente nada, ya sé que a los loqueros no les gusta hablar sobre su vida privada; además, de todas formas, ya tengo bastante con lo mío para tener que escuchar la vida de los demás.

Puede que me gusten sus joyas porque me recuerdan a mi verdadero padre, lo que encaja con todo eso de estar ensimismada en mi mundo. No es que llevase esa clase de cosas, pero sí que tenía un anillo de Claddagh, un anillo de compromiso, que había heredado de su padre. Los padres de mi padre emigraron de Irlanda, se instalaron aquí y abrieron una joyería. El anillo fue lo único que le quedó cuando ambos murieron en un incendio poco después de la boda de mis padres, el banco se quedó con todo lo demás. Le pregunté a mamá por el anillo después del accidente, y ella me dijo que se había perdido.

Me gusta pensar que si mi padre aún viviese, habría hecho todo cuanto estuviese en su mano por rescatarme, pero la verdad es que no sé cómo habría reaccionado ante todo el asunto. Era un tipo bastante tranquilo, y en mi recuerdo siempre tendrá cuarenta años, vestido con sus bonitos jerséis de pelo y sus pantalones caquis. Las únicas veces que lo recuerdo poniéndose nervioso era cuando me hablaba de un nuevo envío de libros en la biblioteca donde trabajaba.

En la montaña, a veces pensaba en él, a veces incluso me preguntaba si estaría viéndome desde arriba. Luego me cabreaba. Si era mi ángel de la guarda, como me decía a mí misma cuando era pequeña, ¿por qué diablos no acababa con todo aquello?

La segunda noche, a la hora del baño, el Animal me lavó la espalda con mucha delicadeza.

—Si quieres el agua un poco más caliente, dímelo.

Apretó la esponja y dejó que el reguero de agua con olor a rosas me resbalara por la espalda y los hombros.

—Esta noche estás muy callada. —Me acarició el pelo húmedo de la nuca. Luego se metió un mechón en la boca y lo succionó. Me entraron unas ganas inmensas de darle un golpe con el hombro en toda la cara y romperle la nariz, pero en vez de hacerlo, me quedé con la mirada fija en el lado de la pared de la bañera y conté los segundos que tardaba en caer una gota de agua—. ¿Sabías que el pelo de cada mujer tiene un sabor distinto, característico y exclusivo? El tuyo sabe a nuez moscada y clavos de olor.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo.

—Ya sabía yo que el agua no estaba lo bastante caliente. —Dejó correr el agua caliente un momento—. Sólo con mirar a una mujer, ya sé qué sabor va a tener. Algunos hombres se dejan engañar por el color. Sería lógico pensar que tu madre, con esa cara tan joven y el pelo rubio, sabe a limpio y fresco, pero yo he aprendido a ver más allá hasta llegar a la verdad.

Se situó delante de mí y empezó a lavarme la pierna con cuidado. Seguí con la mirada fija en la pared. Sólo estaba intentando confundirme… no podía dejar que viese que su maniobra estaba surtiendo efecto.

—Aunque la verdad es que es guapa. Y eso me provoca curiosidad por saber cuántos de tus novios querían acostarse con ella. Si, cuando hacían el amor contigo, pensaban en ella.

Se me encogió el estómago. Con el paso de los años, había ido acostumbrándome a que mis novios se comieran con los ojos a mi madre. Cuando no estaban ocupados devorando una de las cenas que preparaba, se la quedaban mirando con la boca abierta. Uno de ellos llegó a decirme que mi madre parecía una versión más sexy y adulta de Campanilla. Hasta Luke tartamudeaba a veces cuando ella estaba presente.

Diecisiete segundos, dieciocho… aquella gota sí que era lenta, Dios…

—Dudo que alguno de ellos pudiese ver, como yo, que sabe a manzana verde, de las que parecen maduras hasta que les das un bocado. Y tu amiga Christina, con su melena larga y rubia siempre recogida en un moño, siempre con ese aspecto de tomarse a sí misma tan en serio, de mujer de negocios… Ahí debajo hay mucho más de lo que se ve a simple vista.

Perdí el rastro de la gota de agua.

—Sí, conozco a Christina. Ella también trabaja como agente inmobiliaria, ¿verdad? Y le va muy bien, según tengo entendido. Me pregunto por qué siempre te rodeas de gente a la que envidias.

Tuve ganas de decirle que no sentía envidia de Christina, que estaba orgullosa de ella; había sido mi mejor amiga desde que íbamos al instituto. Ella me había enseñado todo lo que sé sobre el mundo de las inmobiliarias. Joder, me había enseñado todo lo que sé sobre un montón de cosas, pero no dije nada. Aquel tipo usaría cualquier cosa que yo dijera para follar conmigo.

—¿No te recuerda a Daisy? Daisy era algodón de azúcar, pero Christina, mmm… Christina. Te apuesto lo que quieras a que sabe a peras de importación.

Mi mirada se topó con la suya. Empezó a enjabonarme los pies. Ya estaba harta de aquellos jueguecitos.

—¿A qué sabía tu madre? —le solté.

La mano que me sujetaba el pie se tensó y se quedó paralizada.

—¿Mi madre? ¿Es que crees que todo esto es por mi madre?

Se echó a reír mientras me soltaba el pie en el agua, y a continuación sacó la navaja del armario.

Esta vez, cuando me sujetó la pierna con la mano, empecé a contar las líneas de la pared embaldosada. Cuando la fría hoja de la navaja se deslizó por mi pantorrilla, perdí la cuenta y empecé de nuevo. Cuando me hizo ponerme de pie, para poder afeitármelo todo, dividí las baldosas por el número de grietas en las juntas. Cuando me untó de leche hidratante con las manos, se puso a tararear una canción y yo empecé a contar las gotas de cera que resbalaban de las velas.

Hice un inventario de cualquier cosa que veía a mi alrededor. Multiplicaba y dividía los números. Si me asaltaba un nuevo pensamiento o sentimiento, lo echaba a patadas de mi mente y volvía a empezar otra vez desde el principio.

Cuando intentó violarme por segunda vez, no me moví, no lloré, solamente me limité a clavar la mirada en la pared del dormitorio. Si yo no reaccionaba, él no conseguía que se le levantara. Seguro que los equipos de rescate ya estaban de camino, sólo tenía que resistir hasta que llegaran. Así que no importaba lo que me hiciera, yo contaba o pensaba en aviones mientras permanecía allí tirada, como una muñeca de trapo. Me agarró la cara, me miró directamente a los ojos y siguió intentando forzar su pene flácido en mi interior. Conté los vasos sanguíneos de sus ojos. La polla se le puso más flácida todavía. Me gritó que lo llamara por su nombre. Como no lo hice, dio un puñetazo en la almohada justo al lado de mi oreja, mientras vociferaba: «¡Estúpida! ¡Estúpida zorra de mierda!» con cada puñetazo.

Los golpes cesaron. Se apaciguó su respiración. De camino al baño, empezó a tararear una canción.

Mientras se duchaba, me tapé la cara con la almohada y me puse a gritar. «¡Maldito cabrón hijo de puta! ¡Tarado impotente de mierda! Te has equivocado por completo de chica; no sabes lo dura de pelar que puedo llegar a ser…» A continuación, rompí a llorar, mientras la almohada amortiguaba el sonido de mi llanto. En cuanto oí que se cerraba el grifo de la ducha, de inmediato me quité la almohada de la cara, la devolví a su sitio, debajo de mi cabeza, con la parte seca hacia arriba, y volví la cara hacia la pared.

Por desgracia, los fracasos no lo desanimaban. Todo siempre empezaba con la misma rutina: la hora del baño —que era cuando más le gustaba hablar—, seguida del afeitado, el masaje de leche hidratante por todo el cuerpo y, por último, el vestido. Me sentía como una actriz de Broadway: el mismo escenario, el mismo decorado, las mismas luces y el mismo vestuario noche tras noche. Lo único que variaba era su frustración creciente y su forma de reaccionar al respecto.

Tras su tercer intento fallido, me dio dos bofetadas en la cara, con tanta fuerza que me mordí la lengua. Esa vez no obtuve ninguna satisfacción, ni amarga ni de ninguna otra clase. Mitigué el ruido del llanto con la almohada, me succioné la sangre de la lengua y esperé con verdadero terror el momento en que terminase de ducharse.

La cuarta noche, me dio dos puñetazos en el estómago —que me dejaron sin respiración, y el dolor me causó tanto daño como estupor— y otro en la mandíbula. El dolor era insoportable. La habitación se inundó de sombras, y recé por que todo se quedara sumido en la más profunda oscuridad, pero no fue así. Dejé de llorar en la almohada.

La quinta noche, me hizo volverme de espaldas, se arrodilló encima de mis manos y me aplastó la cara contra el colchón con tanta fuerza que no podía respirar. El pecho me ardía. Lo repitió tres veces, deteniéndose justo antes de que perdiera el conocimiento.

La mayoría de las noches acababan con él levantándose, con el rostro inexpresivo, y luego oía el ruido de la ducha funcionando durante un rato. Después, volvía a meterse en la cama, me abrazaba y se ponía a hablar de cosas triviales, como la forma en que los indios nativos norteamericanos curaban la carne, de las constelaciones que veía durante su ronda nocturna o de las frutas que le gustaban y las que no.

Sin embargo, una noche, se tumbó a mi lado y dijo:

—Me pregunto cómo será Christina en el fondo. Es una mujer tan centrada y tan dueña de sí misma, ¿no te parece? Me pregunto qué le haría perder el control a una mujer como ella.

Traté por todos los medios de recuperar el aliento mientras él entrelazaba los dedos en mis manos rígidas y frotaba suavemente su pulgar contra el mío.

Mientras roncaba a mi lado, la idea de que pudiera ponerle la mano encima a Christina, o de que ella experimentase, aunque sólo fuese un segundo, el terror que yo estaba experimentando, me revolvía las entrañas. No podía permitir que eso sucediese. Mi plan no estaba surtiendo efecto, a menos que mi objetivo fuese que tanto yo como posiblemente Christina acabásemos muertas. Los equipos de rescate estaban tardando demasiado en encontrarme, y él no iba a levantarse un buen día y decirme: «¿Sabes qué? Parece que esto no funciona, así que ahora voy a llevarte a tu casa». Tal vez habría arriesgado todavía un poco más en el caso de mi propia vida, pero no tratándose de la de Christina.

Iba a tener que ayudarlo a violarme.

Era fundamental comprender por qué se comportaba de aquella manera. Rebusqué en mi memoria tratando de recordar todo lo que había leído sobre los violadores, todos los programas televisivos que había visto sobre ellos —
Ley y Orden: Unidad de Victimas Especiales
,
Mentes criminales
y un par de especiales de la cadena A & E—, la mayoría centrados en lo que les gusta a los violadores y bajo qué circunstancias matan a sus víctimas.

Recordé que algunos violadores necesitan creer que las víctimas disfrutan con lo que les hacen. A lo mejor el Animal era capaz de engañarse pensando que aquello me ponía cachonda pero, a pesar de eso, no conseguía que se le levantase porque, en algún rincón de su cerebro, una vocecilla le estaba haciendo dudar de que eso fuese realmente así. Por el momento, le estaba haciendo impotente, pero si la vocecilla se hacía oír con más fuerza, me esperaba una muerte segura.

A la noche siguiente, en la bañera, le dije:

—Eres muy atento.

Me miró fijamente y me obligué a mirarlo a los ojos.

—¿De verdad?

—Verás, la mayoría de los hombres… les gusta ser duros, pero tú eres muy delicado.

Sonrió.

—Lamento haberme puesto un poco difícil; es que no estaba segura… ya sabes, al principio, pero he estado pensando que a lo mejor… a lo mejor no es demasiado tarde para empezar una nueva vida.

¿Cuánto más debía mostrarme vacilante? Si mostraba una actitud demasiado positiva, no se lo tragaría.

—¿Difícil?

—Es que… seguramente tardaré un tiempo en acostumbrarme a todo, a tantas cosas nuevas, pero empiezo a considerar la posibilidad de que llegue a gustarme vivir aquí… contigo.

—Crees que es posible, ¿verdad? —pronunció cada sílaba muy despacio.

Obligándome a mí misma a mirarlo a los ojos de nuevo, intenté transmitir la máxima sinceridad posible.

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