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Authors: Charles Logan

Tags: #Ciencia Ficción

Naufragio (28 page)

BOOK: Naufragio
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Luego comenzó la entrada de aire, que duró otras cuatro horas de espera y vigilancia ansiosas. Cuando concluyó todo, Tansis se quitó el casco y respiró. Era limpio, pero muy frío, porque la nave no había tenido tiempo de calentarlo. Era extraño sentir frío dentro de la nave.

Luego puso de nuevo en marcha todos los sistemas de la nave y quitó los precintos y demás precauciones. Finalmente realizó un análisis del agua. Había quince mil litros en el sistema cerrado de reciclaje, normalmente utilizados para limpiar y oxigenar el cultivo de algas. Durante varias horas del día anterior recorrió la zona donde estaban las algas enfermas: ¿estaría el agua infectada? No olía a nada; las pruebas no mostraban que hubiera nada extraño, y sabía bien. Perfecto. Hubiera sido imposible sacarla de allí; lo hubiera tenido que hacer a mano, y sustituir quince mil litros cuando la fuente de agua más cercana se encuentra a trece kilómetros y cada litro debe ser primero purificado, era algo que no cabía ni pensarlo. Respecto a sus propios excrementos, tendría que sacarlos de la nave y enterrarlos de vez en cuando.

El mundo estaba determinado a que viviera como un nativo. De ahora en adelante sólo respiraría aire de Capella, y sólo comería comida de Capella. Se acabaron las sanas y nutritivas papillas de algas terrestres. A partir de ahora debería escarbar en busca de comida marina junto a las criaturas extrañas y pasar mucho tiempo procesando todo lo que fuera a comer. Necesitaría también azufre del lago, y las expediciones a la cima de la montaña serían una necesidad. Los problemas no eran insolubles, pero todo ello era otra sacudida hacia abajo, a un nivel más profundo de naufragio. Este mundo estaba incesantemente atacando su pequeña burbuja de ambiente terrestre.

Había al menos una pequeña comodidad, aunque fría. El aire estaba ahora más limpio que lo hubiera estado durante meses. Algunas partículas de polvo y de moléculas extrañas se encontraban aún en el interior, adheridas a las superficies, ahora comenzaría con aire fresco purificado y sería una buena idea cambiar el aire al cabo de varias semanas. Ahora que había hecho lo impensable, no tenía nada que perder excepto el aire de Capella.

Estudió las fotografías electrónicas de las células de algas que eran ahora la única evidencia de lo que había ocurrido. Después de varias horas de estudio y de consultas con el computador sólo pudo llegar a la conclusión de que las células de las algas se habían vuelto cancerosas; al menos, el desorden celular podía ser considerado cáncer, y ¿qué podría haber causado algo tan inaudito sino las moléculas extrañas que se habían filtrado en la nave y habían pasado por las algas muchas veces porque el sistema cerrado de mantenimiento vital les hacía dar un giro completo? Y, respecto a su persona, ¿serían también para él agentes cancerígenos?

Las algas son mucho más sencillas que los seres humanos, y sus generaciones son enormemente más cortas. Si el efecto era a largo plazo, entonces estaba a salvo, porque no habría generaciones después de él. Por otra parte, un ser humano tiene un equilibrio y una complejidad más delicados, y bien puede padecer cáncer.

Tansis no pudo llegar a ninguna conclusión, y por eso lo dejó de lado. Algún día moriría: sobre eso no había dudas, y no quería saber en qué día sería.

Después de aquel desastre no volvió ya a ser el mismo. Aquella capacidad de reacción espontánea, aquel espíritu juguetón desapareció. Se hizo más serio, sonreía menos, parecía mucho más triste. Vivía como un condenado, esperando su hora.

Con el tiempo, Tansis se acostumbró a otra rutina, que emprendió con una determinación implacable y con un programa de ocupaciones estricto. Tenía que recoger y procesar los alimentos, tenía que evacuar los desechos, tenía que limpiar los filtros y cargar los purificadores químicos. Cada mes cambiaba el aire de la nave. Nuevas piezas comenzaron a estropearse; las válvulas se atrancaban, en las máquinas algunas piezas se soltaban, los circuitos debían ser comprobados y ajustados. El ascensor se paró definitivamente y ahora todo debía subirse y bajarse utilizando la escalera. Dos generadores de viento estaban completamente estropeados. La visita matutina al computador ya no era un asunto agradable y de poca importancia, porque ahora tenía que plantearse nuevos problemas que le mostraba la pantalla.

Cuando llegó la primavera no podía posponer más la expedición a la montaña en busca de azufre. En esta ocasión no se trataba de una aventura, sino de otro trabajo pesado. No se trataba de explorar, sino de acarrear agua del modo más difícil.

Hizo preparativos cuidadosos, y en primer lugar equipó los dos campamentos en cuatro expediciones preliminares. Por último emprendió la expedición definitiva desde la nave con la vagoneta a motor, que había vuelto a poner en marcha utilizando los cojinetes de los dos generadores averiados. Llegó hasta la fuente montado en ella, y allí la dejó. Luego se puso en la espalda un tanque vacío y, llevando el otro en la vagoneta a mano, ascendió al primer campamento. Después de una comida y un descanso, recargó el aire y ascendió al campamento más alto.

Pasó allí la noche, y luego ascenso en línea recta al borde del cráter. Tardó mucho más tiempo de lo que esperaba, porque los últimos trescientos metros eran muy empinados y estaban cubiertos de troncos; algo así como una carrera de obstáculos, ahora que iba cargado con dos tanques y una vagoneta. Cuando alcanzó la cresta de la montaña estaba tan jadeante y sudoroso que dudaba si podría hacerlo todo en un solo día.

Aún le faltaba lo peor. Descendió hasta el lago a golpes y revolcones; rellenó allí sus depósitos y los precintó. Pero, ¿cómo podría cargar dos depósitos llenos y pesados, ladera arriba, ciento cincuenta metros de pendiente empinada y boscosa? Tuvo que subirlos uno a uno, lentamente, tanteando cada tronco y cada agujero, con una vagoneta cargada, plomiza y quisquillosa, que se hundía en cada grieta y chocaba con casi todos los troncos. Después de hacer dos veces la misma proeza, apenas si podía mantenerse en pie debido a la fatiga, y se tumbó exhausto sobre el estrecho borde de la montaña, olvidando el paisaje. Sólo se puso en pie y continuó la marcha al comprobar lo tarde que era.

Abandonó la vagoneta y dos depósitos de aire vacíos para recogerlos en otra ocasión y comenzó el descenso cuesta abajo, dejando que los tanques de agua se deslizaran pendiente abajo por la capa de cintas y siguieran un curso zigzagueante entre los troncos. El recorrido era más largo, pero el esfuerzo mucho menor, porque le ayudaba la gravedad. Más abajo el camino se hizo más fácil, al ser menos frecuentes los troncos, y así llegó al extremo de la vegetación cuando caía la noche.

En este mundo la noche nunca era totalmente oscura porque siempre había un resplandor difuso en el cielo, a veces trémulo, y cambiando de brillantez en otras ocasiones; se veía lo bastante para caminar, aunque no se distinguieran los objetos distantes.

Sólo pudo alcanzar la tienda, trescientos metros más abajo, orientándose con dificultad, y antes de que la oscuridad fuera completa tuvo tiempo de sintonizar el maser de la nave y averiguar cuántas frecuencias necesitaría cruzar para alcanzar el campamento desde el punto donde se hallaba. El problema era que el campamento no estaba en línea recta con la nave ni consigo mismo; de otro modo hubiera sido sencillo sintonizarlo en una sola frecuencia.

Empezó el descenso lentamente, arrastrando los tanques pesados detrás de él y forzando la vista por si hubiera algún peligro ante sus pies. Descendió siguiendo un ángulo con respecto a la pendiente que suponía le conduciría a la tienda. Para hacerlo necesitaría contar cinco cambios de frecuencia en el receptor, y cuando llegara a cincuenta metros de la tienda debería verla brillar, porque era de un blanco reluciente. Lamentó no haber dejado una luz encendida, pero no había previsto que el asunto sería tan largo y tan dificultoso.

Detrás de él, los tanques se deslizaban de mala gana y con interrupciones. Tendían naturalmente a seguir una línea recta hacia abajo, sin formar ángulo respecto a la ladera, y Tansis tenía que estar constantemente tirando de ellos y luego frenándolos a la carrera cuando ganaban velocidad.

Comenzó a atravesar una zona de guijarros que, a juzgar por la pendiente, ocupaba el lado de una garganta profunda. Los tanques repentinamente aceleraron su velocidad, y oyó el crujido de las piedras conforme éstos avanzaban. Tiró de ambos para frenarlos, pero entonces se separaron. Los pies resbalaron y cayó de mala posición, intentando agarrarse a los depósitos y detenerlos. Sintió en la espalda un dolor abrumador, y soltando los tanques cayó sobre el antebrazo. La mano se deslizó por las piedras, y Tansis gritó salvajemente cuando el hueso del antebrazo izquierdo castañeteó. Los tanques seguían veloces pendiente abajo entre un rugido de piedras.

Durante varios minutos quedó allí tumbado, atontado por el accidente y por el dolor. Cuando intentó ponerse en pie, no podía usar el brazo izquierdo, y rodar sobre él le causaba tanto dolor en la base del cuello que tuvo que yacer sobre el lado derecho mucho rato mientras el dolor continuaba.

Con gran sufrimiento pudo al fin levantarse y, tambaleándose, avanzó renqueando, muy lentamente, pendiente abajo. Cada movimiento y cada jadeo le dolía. Tenía la espalda peor que el brazo, e intentó averiguar de qué forma podría moverse para reducir el intenso dolor. Se había lastimado uno de los grandes músculos y sabía que si dejaba de moverse se pondría tieso y se inmovilizaría casi por completo.

No pensaba más que en la tienda; tenía que llegar a ella. Continuó la marcha hacia abajo y de lado, esforzándose en la oscuridad en busca de un brillo blanco. Se olvidó de contar las frecuencias del receptor, y no tenía el suficiente control de sí mismo para distinguirlas.

Después de una larga pesadilla arrastrando los pies y aterrorizado por miedo a que pudiera caerse y herirse de nuevo en la espalda o aterrizar sobre el brazo, llegó a la tienda y entró a gatas en su interior.

No podía usar los pulverizadores; en verdad lo único que "podía hacer era yacer en el suelo, angustiado, y suspirar intentando vencer el dolor. Se quitó el casco, pensó cambiar los depósitos de aire, y luego se desvaneció.

Volvió en sí en plena noche e intentó quitarse el traje para poder cuidar el brazo que ahora le golpeaba con un dolor firme y palpitante y estaba hinchado dentro de la manga. Pero con la espalda lastimada no podía quitárselo; todo lo que podía hacer era tomar un sedante y una pastilla de dormir para evadirse totalmente durante la noche, esperando que las cosas fueran mejor al día siguiente.

Cuando se despertó era ya de día, y aunque la espalda estaba algo mejor, el brazo aún le dolía constantemente y estaba hinchado, apretado dentro de la manga del traje.

Tomó otro calmante, y luego fue gateando lenta y penosamente montaña abajo hacia el campamento inferior. Como no podía cambiar los depósitos del traje, se quitó el casco y lo colgó del cinturón, pero el viento era tan frío a esa altitud que tuvo que ponérselo de nuevo, dejándolo suelto para respirar.

Pasó por uno de los tanques de agua a varios cientos de metros más abajo, metido en un hueco de la roca, y el otro, que había chocado con una piedra, un poco más allá. ¿Por qué demonios no los había dejado atrás al caer la noche para llegar sin ellos a la tienda? ¿Qué le obligaba a luchar con dos depósitos grandes y pesados, montaña abajo, en la oscuridad? Debía de estar completamente loco. Se maldijo a sí mismo, y maldijo su suerte, su brazo herido y este asqueroso planeta, y se preguntó por qué no pudo dejar el trabajo a medias el día de ayer. ¿Por qué tenía que esforzarse siempre hasta el mismo final en vez de tomar las cosas con calma? Debiera de haberse detenido cuando estaba en el borde del cráter y hacer cada etapa en un día. Las tiendas estaban bien equipadas. ¿Qué demonios le pasaba? Ahora estaba herido y lisiado, y a pesar de todo no tenía azufre, y cuando regresara a la nave, si alguna vez llegaba a ella, no podría dejar de trabajar porque tenía que comer y mantener la nave en marcha.

Lentamente, descansando con frecuencia, reanudó el camino hacia abajo y llegó a la tienda inferior al anochecer. Entró en ella a gatas sin preocuparse de pulverizaciones ni de depósitos de aire, comió, bebió y se atontó de nuevo con drogas. A pesar de haber tomado una pastilla de dormir potente y un sedante, pasó la noche con nerviosismo, adormilándose, soñando luego y sintiendo dolor en el brazo a intervalos.

A la mañana siguiente notó que la espalda estaba mucho mejor, una vez dominó la rigidez inicial debida al sueño. Gateó lentamente hacia abajo, a la vagoneta que había dejado junto a la fuente. Lo peor ya había pasado, porque ahora podía ir montado en la vagoneta y regresar así a la nave. Una ráfaga de viento le trajo el olor fuerte y amargo de la capa de cintas que estaba a medio kilómetro de distancia; se ajustó el casco y penosa y lentamente conectó un depósito de aire de repuesto.

Dos horas más tarde llegó a la nave; nunca se había alegrado tanto de regresar. Era su casa, el punto de retorno, el lugar donde estaba a salvo y podía descansar y curar sus heridas.

Le costó una hora quitarse el traje y desnudarse, y al ver el brazo se asustó. Desde el codo hasta la muñeca estaba hinchado y amoratado formando una gran llaga, y si intentaba doblar el codo o mover los dedos sentía un dolor intenso. Se hizo una radiografía en la bien equipada cabina médica, y vio que los dos huesos del antebrazo estaban rotos. El cubito tenía una fractura simple, pero el radio estaba astillado. Sus estudios médicos habían valido la pena, y le habían preparado para una emergencia como ésta.

Intentó juntar los huesos rotos, pero el dolor casi le hizo desvanecer, y tuvo que tomar una dosis masiva de morfina para intentarlo de nuevo, utilizando radiografías para comprobar los resultados. Después de dos o tres nuevas intentonas lo abandonó, y se inyectó antibióticos y varios tipos de fármacos para acelerar la curación y reducir la inflamación; luego ató el brazo con una tablilla y vendas, lo puso en cabestrillo, y se fue a dormir.

Pasó una semana en el interior de la nave recuperándose de su proeza; la espalda había vuelto casi a la normalidad, y la inflamación e hinchazón del brazo se rebajó; con eso desapareció el dolor, pero no había sido capaz de colocar los huesos en su lugar, especialmente el radio astillado, y era evidente que había dañado los nervios, porque no podía cerrar el puño y apenas si sentía algo en los dedos. De modo que tenía un brazo permanentemente lisiado, así como una mano; dos problemas más que añadir a la larga lista, que ahora se estaba agravando.

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