Authors: Miguel Aguilar Aguilar
y escribir este cuento conmigo
Cuando el botones le trajo la carta no prestó atención, la dejó a un lado con un leve gesto de hastío y continuó deshaciendo la maleta. Fue más tarde, cuando el whisky en el sillón frente a la ciudad iluminada, cuando el cansancio tras la llamada a Lucía (estoy bien; no he conocido aún a los programadores; no, no he ido a las oficinas aún; sí, el hotel limpio y tranquilo; ya he cenado; yo a ti también, buenas noches), que se acordó del sobre y lo buscó en la mesa de noche. Venía sin nombre, sólo el número de habitación y en el remite un ya sabes quién enigmático. La miró ahora sí un poco intrigado porque sabía que él no era el destinatario, que había llegado tarde, quizás escrita al anterior inquilino, rasgó el sobre con la sensación de quebrar algún secreto, gato curioso de portera que intuye el cotilleo. La leyó entre sorbos de whisky y divertido, entre condescendiente y perverso: era una carta de amor sensiblera y simplona, llena de ideas pretenciosas y adjetivos ostentosos. Estuvo tentado a tirarla a la papelera, pero algo le detuvo. Estaba cansado y no quiso pensar en ese algo, en esa atadura que la letra torcida e infantil le producía. Buscó el refugio de la cama desconocida, blanca y cálida cama de hotel, con las sábanas remetidas y la colcha con algunas quemaduras de colillas como huellas de otras soledades. Durmió profundamente por el viaje, por el cambio horario, a pesar de la reunión de trabajo.
A la mañana siguiente se duchó y afeitó sin acordarse de la carta, del mensaje de amor despechado y el grito desconsolado de la mujer. Salió temprano y dejó el recado en recepción de que volvería tarde, por si recibía alguna llamada. Ni siquiera entonces se acordó de la carta equivocada. La reunión de negocios avanzó deprisa, resolvió problemas logísticos y recompuso una hoja de cálculo que se empeñaba en bloquearse. Almorzó con sus colegas entre chanzas a los jefes y lamentaciones por el hastío de sus puestos de trabajo. Se tomó un paracetamol y estuvo tentado a farlopear en el baño con el negro de contabilidad. La tarde se eternizó en las oficinas y al salir las calles empezaban a teñirse de malva. De camino al hotel cabeceó en el taxi, cogió el móvil y llamó a Lucía (un día agotador; ya voy al hotel; no, sólo quiero dormir; yo también, adiós). Poco después llegó cansado pero con la sensación del trabajo bien hecho, buscó la llave de su habitación y el recepcionista le sonrió cuando le tendió un sobre por encima del mostrador. Le pareció ver que le guiñaba un ojo cuando le dijo que esperaba respuesta, y esa extrañeza, ese romper la norma de la educación le hizo cogerlo sin chistar, meterlo en el bolsillo y subir. Ya sólo quedaba servirse un whisky, sentarse junto a la ventana, abrir la carta y a ver qué. Y otra vez las palabras llenas de dolor, de rabia y perdón mezcladas caóticamente en el mismo estilo pomposo de la primera. Esta vez sintió cómo se enfadaba conforme iba leyendo, era como el profesor que escucha sonriendo al alumno que divaga perdido en ideas demasiado complicadas para él. Tenía ganas de decirle a la mujer que despertara, que no se puede ir por el mundo con la idea del amor verdadero, como si el hombre no fuera capaz de amar y herir a la vez. En su enfado se imaginó frente a la mujer despechada, amonestándole primero, luego sonriendo y calmándola, levantar la mano hasta su mejilla, pobrecilla, tan inocente, acariciar su pelo negro, trabar el mechón que le borra la frente en la oreja izquierda, ocultar la mano entre el hombro y el cuello que ella tuerce con una laxitud arrebatadora, pobrecilla, eres tan inocente, tan encantadora en tu ingenuidad, si pudiera abrazarte y reconfortarte, mantener tu cara hundida en mi pecho hasta que te calmes y recompongas tu maltrecha alma, así, deja que mis dedos naufraguen en el negro de tu pelo, que dibujen la curva de tu nuca, no llores, amor, no llores que me duele, no te apartes de mí, quédate un poco más tumbada a mi lado, sigamos durmiendo un poco.
Al despertar aún tenía la carta en la mano y el vaso se mantenía en equilibrio sobre el reposa brazos del sillón. En la ciudad era noche cerrada y lluvia y neón, y él tenía una sensación cercana al miedo, inasible pero no por ello menos verdadera. Desconcertado se sirvió otra copa que volcó en parte sobre la alfombra con un temblar de manos, volvió a sentarse junto a la ventana e intentó recomponer el sueño. No podía volver al rostro de la mujer, su imagen ya no estaba en su memoria, sin embargo su mano aún mantenía el recuerdo del tacto a seda, del calor de su cintura. Estaba turbado y confuso cuando volvió a la carta, a las cartas. No reconocía en ellas a la mujer del sueño, pero quién si no. La noche y el silencio le empujaban de nuevo a intentar recordar, pero no. Entonces otro whisky y a la cama, pensar en el trabajo y listo. Pero esa noche las sábanas no parecían tan cálidas ni tan acogedoras, le zamarreaban de un lado a otro en un oleaje de insomnio, y el guiño del recepcionista, y la carta, la ambulancia que ulula, los luminosos que se van apagando en la noche que todo lo abarca, y la mujer, y si ella no fuera tan inocente, y si en realidad fuera una máscara, los pasos discretos por la moqueta del pasillo, los susurros, las risas calladas a besos, la puerta que se cierra y el no molesten, pero ella no es sincera, qué diablos, ella es una mujer y no puede ser tan ingenua, está jugando, sí: es sólo un juego. Y en esos minutos infinitos antes del sueño, cuando cualquier idea es cierta, cuando todo lo que salta de cualquier lado es un pensamiento verdadero, la idea del juego se fijó como una verdad absoluta.
A la mañana siguiente sólo recordaba la idea del enredo, de que la carta había sido enviada como principio de un juego que él no reconocía pero que estaba dispuesto a jugar. Se fue al trabajo con la cabeza ya de lleno en la mujer y su carta, rindió poco y le llamaron la atención un par de veces entre miradas esquivas. En su cabeza reinventaba las reglas del juego: la misma carta (o a veces diferentes) a habitaciones al azar, quizás eligiera a hombres solos, quizás ni siquiera era una mujer, pero sí, el pelo negro y la cintura cálida; llegó a la noche con una terrible migraña que no podía ahuyentar ni con whiskies ni con doble dosis de paracetamol. La llamada a Lucía, esta vez más corta aún (hola; estoy agotado, me voy a dormir; sí, yo también). Y el juego desconocido y cada vez más turbador complicándose en la cabeza. En la recepción no estaba el hombre que le había dado el sobre la noche anterior, tenía día libre, en su lugar una joven de ojos claros le tendió la llave y le dio las buenas noches, que descanse usted. Ya en la habitación decidió que no le respondería, qué iba a decirle acaso, no le escribiría ni siquiera para decirle que se había equivocado, que él no era él. Querida desconocida, me atrevo a escribirle a pesar de que no nos conocemos, no, usted me ha mandado unas cartas que no me corresponden, yo acabo de llegar a la ciudad por unas jornadas de trabajo. Probablemente antes que yo, la ciudad se presta al romance, el hotel es grande y conocido, tantos huéspedes, pero por alguna razón ahora soy yo quien las recibe. Tenga a bien perdonar que las haya leído y le ruego que no me guarde rencor. Y luego unas líneas de relleno, el papel en blanco que tanto duele, y al final una posdata llena de verdad: sería un placer poder intercambiar con usted unas palabras en la recepción del hotel. Terminó de escribirla y miró la cuartilla desconcertado e indeciso sin creer que él hubiera escrito aquello. ¿Sería capaz de entregarla en recepción (no era una pregunta, pero cómo escribirlo)? Se metió en la cama y, extrañamente, se durmió de inmediato y, más extraño aún, la noche sin sueños.
El café se pegaba al paladar como una lapa traviesa, y le costó un coñac echarlo abajo. Su respuesta descansaba en una cajetilla de la recepción, la joven de ojos claros la había colocado sin mostrar curiosidad, con un de acuerdo seco y cansado. Él había elegido un sillón del fondo, terciopelo rojo con flor de lys, y ordenado un café espeso y amargo que se le había pegado en el paladar como; pero eso ya está dicho. Había decidido vigilar la respuesta cuando al salir a la calle le asaltó un instante de terror, de vértigo ante la desgracia inmediata por la equivocación que iba a cometer si se iba del hotel, y decidió esperar hasta descubrir a la mujer, hola, no nos conocemos pero; o tal vez sólo la observaría. El pelo negro, la mirada novelera. No pensó que tuviera que estar todo el día, por eso ni se preocupó de llamar a la oficina, ya daría una excusa, y esperó llenando el reloj de whisky y hielo. Camuflando la espera detrás de algún diario cogido al azar, de algún cotilleo robado de otras esperas en el salón, sonreía aquí y allá como un turista cansado de sorprenderse en la ciudad y se regala un día de tiempo perdido. Las horas fueron pasando junto a él arrastrándose como orugas e incomprensiblemente la noche llegó encendiendo luces y cambiando sonidos. La mujer de ojos claros terminó su turno y cambió unas palabras con el hombre que tomaba el relevo. Era el mismo que le había entregado las cartas. ¿Y si él supiera? Ordenó algo para comer, sí, aquí mismo si puede ser, gracias, cualquier cosa, un sándwich estará bien, gracias, y otro whisky, gracias; se parapetó en su puesto decidido a aguantar lo que hiciera falta. Se sentía resuelto a esperar una noche entera si fuera necesario.
El whisky poseía una capacidad increíble para reventarle la cabeza, hubo un momento en el que el adormecimiento propio del alcohol desapareció, y fue entonces como si un dinamitero testarudo bombeara con la manija, aún fue consciente por unos momentos de que ya no había vuelta atrás, y en un instante, bum, todo por el aire. La cabeza se le desarmó en fragmentos inconexos. Apenas si podía mantener en pie la idea del juego con la carta que le había llevado ahí. Le parecía todo tan ridículo, tan infantil. Suena el móvil y el timbre le perforó lentamente lo que antes era su cerebro. Era de la oficina, están preocupados por él, temen que un accidente; no, no ha pasado nada; sólo un contratiempo en el hotel; un asunto con una carta perdida; ya les explicaré mañana. Se quedaron un poco extrañados, seguro que por la voz fangosa y las consonantes trabadas. Otra vez suena el móvil: Lucía. Ahora no, no puedo hablar; un contratiempo en la oficina; ya te contaré mañana. Le habló torciendo la boca, como si el tufo ácido pudiera llegarle a ella. Apagó el teléfono, no más llamadas. Se recostó en el sillón y los ojos fueron cediendo, la idea de descubrir a la mujer se perdió en el envés de los párpados, y la resolución del cazador se difuminó en dos sonoros ronquidos. De aquel tiempo dormido no le quedó nada, ni sueños, ni siquiera los golpes vanos del reloj intentando delimitar el tiempo.
Aún era de noche cuando despertó. En el mostrador de recepción no había nadie. Con un regusto de resaca despegando de la boca se levantó con esfuerzo, decidido a subir a su habitación, renqueó hasta el ascensor. Tras la puerta de conserjería le llegaron unos gruñidos apagados, acompasados; se paró un instante y aguzó el oído: los estertores del sueño. Llegó como pudo al ascensor y pulsó el botón de planta. En ese momento cayó en la cuenta de que no se había fijado si la carta estaba aún en el casillero. Se sorprendió al descubrir que ya no le importaba. Llegó a su cama, blanca y cálida cama de hotel, y se acurrucó con la seguridad de que no soñaría con ella, ni con la carta, ni con nada.
De camino a la oficina decidió que regresaría a casa cuanto antes. Liquidaría todos los trámites importantes y, quizás con suerte, volvería con Lucía en dos días. Esa decisión le dio un poder extraño, una seguridad en el destino que le hacía concentrarse con facilidad en el trabajo. Sacó las cartas de su bolsillo y las hizo trizas. Se acabó. No podía concretarlo, pero el intermedio vivido con la carta, con la obsesión del juego inventado, con el recuerdo de la mujer soñada, todo se perfilaba como una sacudida, como si todo hubiera sido orquestado para centrarlo en su verdadera vida. Y Lucía, ella había asistido ignorante a todo, había soportado su infidelidad.
Durante ese día se limitó a ocupar en el mundo un volumen determinado que se desplazaba de un lado a otro. Como si fuera un político experimentado, iba desgranando excusas y justificaciones con una soltura endiablada. Al final del día había resuelto casi todo lo importante, sólo tenía que pasar un día más allí. Por la noche, la última en el hotel, llamó a Lucía para darle la noticia; hola; sí, estoy muy bien; ayer fue un mal día, no merece la pena contarlo; no, bueno sí, con el trabajo, los de la oficina son tan; como todos, sí; te echo de menos; no me pasa nada mujer, sólo te echo de menos; yo también te quiero; mañana dejaré el hotel temprano, iré a las oficinas y de allí saldré para casa; sí, hasta mañana por la noche; adiós.
¿Cuánto hacía que no le decía que la quería? No le había costado decirlo, pero se sentía extraño, como si las palabras hubieran recuperado su verdadero significado. Te quiero, dijo en voz baja, y una bola efervescente se deshizo en su pecho. Se sentía cerca de la euforia, y tenía la certeza de que si nombraba cualquier cosa, cualquier objeto, se materializaría ante él sólo por el poder del lenguaje. Decidió escribirle una carta a Lucía. Se sirvió una copa que no probó, y en un arrebato lúcido redactó una breve carta elocuente y sincera. Cuando terminó la releyó con detenimiento, saboreándola, asintiendo. Cogió un sobre con el membrete del hotel y la guardó doblada cuidadosamente. La dejó en la mesita de noche, se tomó el whisky, se desvistió y se metió en la cama, durmió tranquilo, sin sobresaltos, se despertó temprano y se aseó, recogió sus pertenencias en la maleta, abrió la puerta, y con la mano en el pomo dio un repaso con la mirada a la habitación, a la cama, la mesita de noche, sonrió y chasqueó la lengua, cerró la puerta y se preguntó fugazmente por qué habría dejado la carta al siguiente inquilino.
Toda historia tiene un principio, pero yo no soy capaz de saber dónde o cuándo empieza ésta. Lo que sí sé es que aquel culo nunca debió pasar por mi calle. Yo esperaba que ocurriera algo que me cambiara la vida. Mi experiencia me dice que hay que dejarse llevar, que siempre pasa algo, y aquel culo parecía ser la señal. Yo estaba fumando asomado a la ventana de mi apartamento, contemplando ensimismado el juego de luces que el sol hacía en el aire recién lavado. Veía colorines revoloteando por todas partes, un hermoso juego de corre-que-te-pillo. La yerba era de calidad y tenía un colocón decente. Entonces pasó ese culo justo delante de mí. Tuve que seguirlo, el bamboleo del trasero era una poesía llena de cadencia, de polifónicos murmurios. Nuevo ídolo elevado al altar por mi entrepierna. La yerba era buena, sí señor.