Authors: Miguel Aguilar Aguilar
Joaquín continuaba el juego tozudamente acelerando y aflojando la carrera para no alcanzar a la mujer, que daba pequeños grititos mezclas de ahogo y miedo. No sabía cómo iba a terminar el juego, adónde le llevaba aquella tontería. Ella volvió la cara y entonces él pudo ver sus ojos llenos de pavor, la mirada suplicante que rebosa terror. Le dio lástima y se paró jadeante regañándose por haberle dado aquel susto a la pobre mujer. Sacudió la cabeza y levantó la mano un momento a modo de disculpa o despedida.
Sonrió ladino y retomó el estribillo de la salsa que silbaba: la vida te da sorpresas…
Entonces sintió un golpe en la espalda que le tiró al suelo, notó unas punzadas profundas en la espalda y luego unas patadas en los riñones y el cuello. La mujer a lo lejos gritaba pidiendo auxilio. Por encima de él un cabeza rapada siguió corriendo, pero no perseguía a la mujer, se fue por otra calle. Agonizando la vio acercarse hasta él lentamente, sudorosa y sofocada; maldijo su suerte por haber nacido negro y sonrió porque sabía perder en el juego.
…sorpresas te da la vida, ¡ay Dios!
—Las mujeres son como los castillos: fortalezas en las que uno no podía entrar sin ser invitado, asaltarlas era una locura y si se lograba el éxito, una excepción.
Pierre hablaba con suavidad, con un tono de voz arrullador. Hacía tiempo que le había oído su teoría de los castillos, pero aquella noche en la que cambió mi vida, cobró un significado especial. Empezaba la enumeración ladeando la cabeza, como señalando a las chicas que le oían.
—Había castillos con murallas realmente inmensas, situados en sitios inaccesibles, éstas había que dejar-las sin prestarles atención siquiera. Otros, ajados tal vez por el tiempo y los continuos ataques, ofrecían una al-mena desprotegida, una torre medio derruida, un hueco en la muralla que siendo rápido uno podía utilizar. Otros eran imponentes, pero colocados en un terreno desde el cual un posible intruso podía prepararse bien y estudiar el asalto, eran difíciles, pero no imposibles. Otros, los más, sólo se podían tomar con un caballo de Troya: abre los brazos, mira qué bueno soy, deja caer el puente, ¿ves mi sonrisa de juglar?, deja que pruebe tus labios y ¡zas!, ya estás dentro, un poco de resistencia, tal vez un poco de lucha y se acabó.
Las palabras fluían de su boca con la seguridad del buen orador. Hacía los ademanes justos, fijaba la mirada con firmeza en las mujeres y con superioridad en los hombres. Nadie osaba contradecirle, a perder el hilo de su charla. Pierre era un seductor de libro.
—Había castillos llenos de vida, otros abandona-dos, muchos ruinosos. Había castillos centroeuropeos, árabes y castellanos; castillos residenciales, defensivos, pequeñas torres y enormes recintos. Los había de tan diferente condición como distintas mujeres. Pero todos tenían la misma virtud, siempre dominaban los alrededores y fuera de ellos no se vivía, el secreto estaba dentro, ya fueran riquezas, ya la belleza juvenil de la princesa, ya el poder de las armas —una pausa aprendida preparaba al auditorio para el final de su parlamento—. El sueño de cada hombre es tomar el mejor castillo, pero sólo puede conformarse con el que baje el puente.
Al terminar se reclinó hacia atrás y dejó escapar una ligera sonrisa, como el atisbo de una secreta revelación que sólo él conocía. Su pelo lacio y castaño le caía descuidado hasta los hombros. Siempre odié esa capacidad de ir desaliñado y sin embargo resultar encantador. Pierre hacía de eso una gran virtud, sus pantalones desgastados y sus zapatos arañados le daban un aire bohemio que alimentaba conscientemente. Jamás vi que le negaran el acceso a una discoteca de moda a pesar de su aspecto, cosa que me sacaba de quicio. Conseguía a las chicas más guapas e inteligentes con aparente falta de esfuerzo. Le odiaba.
Esa noche estábamos en un quai fumando maría, cerca del puente de Napoleón. Junto a Pierre tres chicas alemanas que estudiaban ese año en la Sorbonne, le ofrecían una a una las promesas de sus encantos. A mi lado estaban Miguel Ángel y Toto, tan embobados como yo sin entender cómo hacía aquel tipo para llevarse siempre a las chicas. Incapaces de contradecirle porque, a pesar del odio que nos unía ante él, nos motivaba el espíritu del carroñero, que sigiloso y expectante, aprovecha lo que el depredador abandona. Pierre parecía que se había decidido por la pelirroja, de aspecto virginal y con mirada dulce, pero con unos pechos de escándalo. Empezó a hablarle con el lenguaje del juglar, sabiendo que ya iba bajando el puente levadizo. Le hizo el truco de la moneda, una estratagema que le había visto realizar varias veces. Consistía en enseñarle a la mujer lo que le ofrecía, empezaba jugueteando con una moneda entre sus dedos sin dejar de mirarla. La chica, hipnotizada, fijaba su atención en sus dedos. Luego él simulaba un pellizco y se lamía suavemente el pulgar, lo paseaba por sus labios y luego se lo secaba distraídamente en el pantalón, junto a la enorme promesa de su hombría.
Yo prefería a la más alta de las alemanas, una rubia con gafas que al sentarse apenas si aplastaba un trasero de piedra, mi perdición. Sin embargo saber que Pierre no se quedaba con ella no me alegraba, al contrario, era un despojo, un artículo no válido, un plato no apto para gourmet. Odiaba a ese tipo, odiaba cómo le sonreía a la pelirroja, odiaba cómo iba ignorando a los demás, haciéndonos el vacío, mandándonos a la soledad. Nos excluía del mundo y esos minutos eran los que había que aprovechar para conseguir a las presas heridas, cuando los castillos bajan la guardia y dejan la puerta descuidada. Pero yo estaba demasiado pendiente de Pierre, demasiada envidia, y Toto y Migue fueron buitres más rápidos. Tampoco es que me importara mucho, así que me levanté y quise irme. Tuve que pasar junto a Pierre y a la pelo fuego, que ya estaban explorando cavidades bucales. Creo que le pisé el tobillo, quizás el pie, pero fue queriendo. Jódete. Él apenas si se quejó, cosa que a ella le hizo lanzarse con mayor ímpetu, cómo si el suave gruñido fuera una señal de lo bien que besaba. Me fui embotado por el pito de maría, respirando el río con ganas. Oí unos pasos y me giré. Pierre y la alemana me seguían, irían al apartamento de alguno de ellos para continuar con el asedio y posterior caída de la fortaleza. Aceleré el paso intentando que sus risas no me alcanzaran. Infecté como un virus de odio y resentimiento el metro. Me dejé llevar por la corriente telúrica hasta mi estación y me bajé con desgana, dudando en si volvía a mi cuartucho o visitaba a les timides, un grupo de ocupas que vivían cerca de mi calle.
Cuando la bocina anunciaba que las puertas se cerraban los vi salir del vagón de al lado. Él con su aire de vagabundo pijo, y ella enganchada a su lado sin poder apartar la vista de sus labios. Pierre me miraba, intrigante, desafiante, bajó la mano que asía a la pelirroja por la cintura desapareciendo por detrás. Enarcó una ceja, y la niñata se colgó de su cuello siguiendo la orden que él le daba con la mano en el culo. ¿Qué quería de mí? Se vengaba por el pisotón, menudo cabrón, recuerdo que dije en voz baja. Me volví y continué decidido ya a volver a casa. Bastante mosqueado me sentía como para verle hacer ostentación de su conquista.
Cuando salí de la boca de metro me di de bruces con el aroma árabe de mi barrio. Me paré, como hacía siempre, junto a la tienda de especias a hundirme en el espectro multicolor y a adivinar el olor de cada una de ellas. Entonces volví a oírles, me seguían. ¿Qué coño pretendía aquel cabrón? El caballero llevaba a la princesa a la grupa de su montura engalanada, con el estandarte al viento, y la paseaba ante el pueblo conquistado como muestra de su victoria. Sabía que yo no le diría nada, no montaría ninguna escena, tan sólo me tragaría la humillación del que se sabe inferior. A pesar de ello no podía dejar de sentir aquel pinchazo de odio al verlos pasar agarrados y riéndose. Él me dedicó una mirada de soslayo entre su pelo largo cuando estaba junto a mí. Les dejé alejarse unos pasos antes de continuar, mejor ir detrás que saberse observado.
Las músicas y voces árabes que salían por las ventanas abiertas no conseguían tranquilizarme como otras veces. No me paré a charlar con les timides, ni siquiera me molesté en esquivar las mierdas de perro de la acera. Iba hipnotizado por la repulsa a Pierre. Llegaron a mi portal y entraron. Ahí me descoloqué, ya sí que no comprendía qué estaba pasando. No tuve más remedio que seguir hacia delante, ver qué me tenía reservado. Subí las escaleras y estaban junto a mi puerta, abrazados, besándose, ignorándome. Abrí y dudé. Unos segundos eternos en los que no tenía la voluntad de mis actos. Entraron, por supuesto. Pierre nunca había entrado, así que tuvo que estudiar un momento el sitio antes de decidirse a ir hasta el sofá. Se sentó dejando a la alemana entre él y yo.
—¿No cierras la puerta? –le obedecí. No sabía a dónde íbamos, qué papel me tocaba en aquella representación. Esperé las instrucciones de su mirada. La alemana se me había acercado sin que yo lo advirtiera, me cogió de la mano y me llevó al sofá. Me colocó frente a Pierre y empezó a desnudarse entre los dos. Efectivamente tenía unos pechos demasiados perfectos para ser naturales, pero tampoco yo estaba para escrúpulos. Se me acercó y empezó a desnudarme, me dejé hacer aún embotado y perplejo. Tuve una leve sensación de ridículo al ver que Pierre se sonrió al ver mi pobre entrepierna. Ella se volvió y le desabrochó los pantalones arrodillándose ante él. Comenzó la felación con pequeños gruñidos, Pierre me miraba fijamente con media sonrisa. Estaba a punto de mandarlo al carajo, de decirle que qué le pasaba, que yo no me iba a prestar a seguirle en sus juegos. Pero no le dije nada. Me acerqué y empecé a acariciar a la chica. Tenía una piel suave y pálida y un tatuaje al final de la espalda. Turbador, demasiado. Me excité rápidamente y Pierre se percató. Alejó a la chica y se levantó. Me señaló con la cabeza y ella me hizo sentar en el sofá. Con una suavidad desconcertante empezó a chuparme y lamerme. Me recosté y cerré los ojos, seguía desorientado e incómodo sabiendo que Pierre me observaba. Tenía la certeza de que aquello no me depararía nada bueno, pero era incapaz de reaccionar, tan sólo me dejaba llevar. La chica paró unos segundos y luego continuó, esta vez más rápidamente, mordiéndome suavemente de vez en cuando. Desde la penumbra de mi conciencia oí a la chica decir algo:
—¿Y yo qué? —al abrir los ojos vi a Pierre arrodillado entre mis piernas. La sangre se bajó a los pies y sentí náuseas. Mi primer impulso fue darle un puñetazo y romperle la nariz, pero me quedé quieto, estupefacto, con la certeza de que aquel era uno de esos momentos importantes en los que todo cambia, y sin embargo era incapaz de tomar una decisión. Se levantó sonriendo, se pasó la lengua por los labios. Colocó otra vez a la chica ante mí y él se colocó por detrás. No dejaba de mirarme a los ojos sonriendo cómplice. Ahora ella, sufriendo los empujes de Pierre, también me chupaba rápidamente como él hiciera antes, sentía sus dientes y sus quejidos. Después de todo tampoco había sido tan diferente.
Decidí abandonarme, ser el escudero del señor tampoco era tan malo.
¿Es que merezco llegar así al infierno? Atada de pies y manos a una silla de madera robusta, anclada al suelo por unas manos sádicas que querían jugar conmigo. Qué espectáculo para el que nos encuentre: él tirado en el suelo y yo en pelotas, descomponiéndome en mis propias heces, en mis propios vómitos. Dios, déjame al menos gritar de nuevo, dame algunas lágrimas para poder derramarlas y saciar con ellas mi sed. No quiero morir. No quiero.
La sed me está volviendo loca, la garganta dolorida no me deja tragar saliva, los ojos me escuecen, las piernas y los brazos hace siglos que dejé de sentirlos. Me estoy muriendo, de eso no cabe duda, pero no estoy preparada para morir por un motivo tan estúpido. Apenas comprendo cómo me dejé convencer para que el enclenque de Pedro me atara a esta silla, que resulta que va a ser mi barca para cruzar el Estigia.
El cabrón de Pedro quería jugar, el maldito canijo quería sentirse por una vez marqués de Sade, ser superior a mí por completo, pero el capullo no me tapó la boca. Aún atada de pies y manos supe insultarle y hundirle como tantas veces antes lo había hecho delante de sus padres, de sus empleados, de sus hijos… El muy imbécil no aguantó más, desgraciado, su corazón de mierda le falló por última vez y ahí está, delante de mí, tendido con la mano sobre pecho, con cara de tonto, la que tuvo siempre, con los ojos entreabiertos, como si me siguiera mirando. Se dejó morir delante de mí, y comprendí al instante que yo también estaba muerta. ¿Quién iba a oír mis gritos encerrada en una cabaña en la sierra? Sin embargo grité, grité, grité tan fuerte que he debido romperme las cuerdas vocales. Pataleé y forcejeé con las sogas, pero se ve que Pedro las ató bien, algo debió hacer en condiciones. El primer momento de histeria dejó paso a la desesperación, luego llegó el miedo. Debieron pasar muchas horas antes de perder por primera vez el conocimiento. Desde aquel momento perdí la noción del tiempo, iba y venía de la inconsciencia sin darme apenas cuenta. Ahora no sé qué me pasa que todo me da igual, todo excepto la muerte.
Me duele todo el cuerpo que consigo notar, porque las piernas y brazos apenas si me hacen cosquillas. El estómago parece que va a reventar, tras las convulsiones que me hicieron vomitar lo tengo dolorido como si fuese el saco de arena de un boxeador. Los ojos, la garganta, el pecho, los hombros, las caderas, el culo; mi cuerpo parece ser un inventario de desguace, un amasijo de nervios descompuestos.
Me muero y no quiero. Veo sombras, oigo risas, como si los demonios del pasado se regocijaran de mi dolor. En un primer momento, no recuerdo cuándo dentro de este suplicio, empezaron con susurros y voces que me llamaban torturándome; escondiéndose para que no les viera. Las sombras llegaron cuando desperté de uno de mis desmayos, la diosa Cinemascopia me presentaba sus mejores ilusiones danzando alrededor de mi patíbulo, uniéndose a la algarabía de demonios que juegan a decirme que voy a morir. Al principio creí que eran ángeles del infierno que venían a buscarme, y me asusté, pero me dije que en todo caso serían Avaricia, Lujuria, Baco y Cocaína los conocidos que me recogerían y me sentí mejor acompañada. Y ahí tirado delante sólo el cuerpo inerte de Pedro que parece flotar a veces. Quizás esté esperando que yo muera para ir conmigo al quinto infierno, el capullo, no sabe que lo voy a dejar plantado… no voy a cargar más con él… ni siquiera una eternidad más… Me muero… y no quiero.