Némesis (26 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

BOOK: Némesis
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Suspiró, y
Grimya
levantó los ojos. Las mandíbulas de la loba estaban rojas.

—¿Estás... pr-preocupada?

—No; no —Índigo sacudió la cabeza—. Sólo pensaba,
Grimya.

—Tenemos... mucho que decir. Pero hablar así me cu... cuesta mucho. Cuando tú... —los costados de
Grimya
se agitaron con el esfuerzo y lanzó un gruñido como si protestara por su propia insuficiencia—. Cuando duermas, entonces podemos... hablar.

Índigo levantó la vista hacia lo poco que podía ver del cielo a través de la espesa maraña de ramas que había sobre sus cabezas. Dudó de que hubiera transcurrido más de la mitad del día; la idea de dormir a aquella hora del día parecía disparatada, pero
Grimya
tenía razón; tenían mucho que contarse, y mientras ella estuviese despierta cualquier cosa que no fuera una comunicación muy unilateral era imposible. El tiempo, además, estaba en contra de ellas; los cazadores podrían haber abandonado la caza por ahora, pero no dejarían de buscarla.

Grimya
había regresado a su presa. Se escuchó un crujir de huesos, e Índigo se volvió y reacomodó el cuerpo hasta que pudo tumbarse de forma bastante cómoda. A pesar de sus dudas descubrió que tenía sueño; era una templada mañana primaveral y se sentía a gusto dentro de su chaqueta y, al menos por el momento, a salvo. Cerró los ojos y un silencioso verdor pareció envolverla, puntuado por los apenas perceptibles y subliminales sonidos del bosque. Hojas que susurraban, pájaros que trinaban con alegría y cuyas voces resonaban en la distancia, el débil zumbido de una abeja en busca de las primeras flores no muy lejos de allí... los sonidos se mezclaron, se debilitaron, y por último se desvanecieron en el silencio del sueño.

«¿Me oyes, Índigo?»

La voz mental de
Grimya,
suave y sin inflexiones penetró en sus sueños y sintió cómo su mente se alzaba a través de las capas más profundas de la conciencia hasta flotar, como lo había hecho antes, a medio camino entre el sueño y la vigilia.

—Te oigo,
Grimya.

«Has dormido mucho rato. La luz empieza a desvanecerse en el cielo.»

—¿Estamos a salvo todavía?

«Sí. He ido hasta el límite del bosque. Los cazadores han abandonado la caza de momento.»

La sensación de alivio fue como agua fresca que corriera por sus venas.

—Entonces... —empezó.

«No.»

La respuesta cortó sus pensamientos, como si la loba los hubiera leído antes de que pudieran ser formulados con claridad. Y de nuevo, Índigo percibió miedo y duda en la mente de
Grimya.

Aguardó durante unos segundos, luego se sintió tomar aliento.


Grimya,
no debes tener miedo. Hay tantas cosas que quiero saber de ti..., y nada de lo que me digas borrará la deuda que tengo contigo.

Sabía que las palabras solas no convencerían a
Grimya
e intentó proyectar un sentimiento de bondad, de calor, de camaradería. Se produjo una pausa, y luego
Grimya
dijo:

«Veo una palabra en tu cerebro. La palabra "mutante". No sé lo que significa.»

—No es más que una palabra,
Grimya.
No es importante. Y tú eres tan mutante como yo.

«Sigo sin comprender.»

Índigo se sintió embargada por un amargo dolor.

—¿No? —preguntó con suavidad—. Has visto en el interior de mi mente,
Grimya.
Sabes lo que soy.

Percibió una sensación de negativa.

«No. Sé tan sólo que has venido de muy lejos, y que estás triste y sola. Cuando intenté mirar más allá encontré un lugar oscuro en tu cerebro, y comprendí que no era correcto que penetrara allí a menos que tú me lo pidieras.»

La sencilla sinceridad de aquella afirmación hirió a la muchacha en lo más vivo. Un lugar oscuro... ¿Era así como
Grimya
veía la espantosa sima que la separaba de su propio pasado? Y si la loba supiera la auténtica verdad, ¿sería capaz de comprenderla?

Vio de repente y con terrible nitidez la naturaleza de las dudas que
Grimya
tenía sobre sí misma; porque la compartía. ¿Qué criatura racional no volvería el rostro con aversión, al enterarse de la amenaza que la arrogancia temeraria de Anghara hija-de-Kalig había traído sobre el mundo entero?

Un escalofrío, helado como la escarcha de los meses gélidos, la recorrió al darse cuenta de que, por primera vez desde que abandonara Carn Caille, había formado las sílabas de su antiguo nombre en su mente. Y no había salido de su sobresalto cuando la ganó una sensación de contrariedad, al darse cuenta de que
Grimya
había captado la momentánea aberración.

«Anghara...»
Había una perpleja curiosidad en el pensamiento que la loba proyectó hacia ella.
«¿Cómo puedes
ser
Índigo, y a la vez también Anghara?»

Índigo veía llamas rojas en su mente y no podía apartarlas de allí.

—Fui Anghara —repuso con suavidad—. Pero he perdido el derecho a utilizar mi nombre auténtico.

«No comprendo. ¿Es eso lo que te hace tan triste?»

—Ah,
Grimya...
—No había llorado desde su segunda noche a bordo del
Greymalkin,
pero ahora las lágrimas brotaban, afluían a sus ojos; no podía detenerlas—. No puedo explicártelo, no en palabras. Mira en mi mente, si puedes. Mira en el lugar oscuro. Y quizás entonces no tendrás miedo de que te dé la espalda.

Percibió la vacilación de
Grimya
mientras la curiosidad luchaba contra el tabú de no curiosear en los secretos más íntimos de otra persona. Con cierta tristeza, Índigo proyectó un pensamiento en el que le decía que daba la bienvenida a tal intrusión; que, si
Grimya
quería saber, ella estaba dispuesta a abrirse: y al cabo de un momento percibió la primera y cautelosa tentativa cuando la mente de la loba y la suya empezaron a fusionarse.

Había rostros en su mente; rostros que había luchado por borrar de su memoria pero que persistían escondidos en huecos oscuros, a la espera tan sólo de su oportunidad para alzarse de nuevo en su mente consciente. Fenran, Kirra, su padre, su madre, Imyssa, Cushmagar. Y otros seres; cosas que jamás habían sido humanas, abominaciones, monstruosidades, retorcidas parodias de vida que se arrastraban y tambaleaban por los ardientes paisajes que veía en su interior. Sintió contraerse sus pulmones y su corazón, presa de horribles tormentos mientras su mente se hundía más y más en su pasado. Ahí estaba el emisario de la Madre Tierra, su rostro sereno, clemente, pero sin mostrar piedad por ella. Ahí estaba la carretera polvorienta que se extendía más allá del tiempo y del espacio, y en ella tuvo de nuevo la visión —si es que era una visión— de la criatura maléfica de ojos plateados, y también de Fenran, desgarrado y sangrante, luchando por atravesar un bosque sin límites.

El cuerpo de Índigo empezó a dar sacudidas en sueños mientras unos secos sollozos, sin lágrimas ahora, lo estremecían. Pero había otra presencia en su mente; afectuosa, animal, abierta y sencillamente consoladora, con un fondo de aflicción.

«Empiezo a comprender ahora»,
dijo
Grimya. «Pero ¿por qué hiciste algo así, si sólo te ha acarreado tristeza?»

Era una pregunta tan inocente, hecha sin el menor atisbo de censura, y daba a entender una verdad tan inquebrantable que Índigo deseó que la tierra se abriera y le permitiera arrastrarse a sus más recónditas profundidades.

Le dijo:

—Lo hice porque era una estúpida. —Mucho peor que una estúpida, pero ¿podría
Grimya
comprender el concepto de un crimen perpetrado contra la misma Tierra?—. Yo era ambiciosa y arrogante. Pensaba que sabía más que tocios los bardos
y
sabios del mundo, e intenté demostrar lo que creía sin pensar en las consecuencias.

Grimya
meditó sobre aquello durante un largo rato. Luego, repuso:

«Me parece que no comprendo muy bien a los humanos. ¿Por qué quieren saber tantas cosas? ¿Qué obtienen con ello?»
Se interrumpió.
«Yo también sé cosas. Conozco el día y la noche, el bosque, el llano, el río. Sé cazar, y llamar a la luna, y lo que es agua fresca y lo que es agua mala. Sé que cuando estoy cansada, debo dormir; y que cuando estoy sedienta, debo beber. Sé todas esas cosas, y no necesito nada más.»

—Pero tú sabes más que eso,
Grimya.
La forma en que hablas es prueba de ello. Sabes mucho más que cualquier lobo corriente.

Un sonido suave y melancólico brotó de la garganta de
Grimya.

«Sí. Pero no busqué esas cosas, y me han hecho muy desdichada. Sin embargo, cuando los hombres buscan, y lo que encuentran los hace desdichados, siguen buscando más. No lo comprendo. No creo que nunca lo haga.»

—No debes intentarlo —dijo Índigo a la loba con voz pausada—. Tu filosofía es mucho mejor que la nuestra, por lo que parece.

«Fi-lo-so-fía...» Grimya
tanteó las sílabas con solemne precaución.
«Esa es una palabra nueva. Pero una palabra para los humanos, quizá; no para mí.»

Se hizo el silencio durante un rato. Entonces Índigo habló:


Grimya,
ahora sabes la verdad sobre mí. ¿Todavía quieres ser mi amiga?

«¿Por qué no habría de querer?

—A causa de lo que he hecho. A causa de la maldición que pesa sobre mí.

«Tu maldición no es la mía. La mía es diferente.»

—Pero entre los míos soy una proscrita, una pana.

«No conozco la palabra "pa-ria ". Pero yo también soy una proscrita y eso nos hace iguales. Quiero ser tu amiga.»

Sentir alivio por haber ganado la confianza y la lealtad de un lobo es un concepto extraño, pero la sensación estaba allí y con ella llegó una cálida sensación de gratitud.

—¿Entonces me contarás tu historia? —preguntó Índigo—. Por favor,
Grimya.
Has hecho mucho por ayudarme, ahora quiero yo ayudarte a mi vez.

Todavía existía vacilación, pero se había convertido en sólo una vieja reluctancia a hablar de algo que le producía dolor a la loba. Por fin,
Grimya
dijo:

«Te mostraré las imágenes de mi memoria, Índigo, si puedo. Observa ahora, y escucha...»

Una verde oscuridad, el verde brillante del musgo del bosque, apareció en la mente de Índigo. Sintió el contacto de algo cálido y peludo, y aunque el contacto debiera haberle resultado extraño, en cierto modo no lo era. Un pájaro, en algún lugar por encima de su cabeza, lanzó una veloz cascada de notas que tanto podrían haber sido una llamada de amor como una sencilla expresión de alegría por estar vivo. Y de repente ya no era Índigo, ni tampoco humana...

La madriguera era un oscuro lugar seguro, y sus ojos, que sólo hacía un día o dos que se habían abierto por primera vez, aún no podían enfocar correctamente el peludo —y para los cachorros— enorme costado de la madre loba que la amamantaba a ella y a sus tres hermanos. El mundo consistía en el lecho de hojas secas y crujientes, los chillidos de sus hermanos, el cálido cuerpo y la áspera y rasposa lengua que lavaba su suave pelo, y un al parecer interminable suministro de leche. Pero su recién formada mente era consciente de la existencia de otro mundo más allá de la madriguera; un mundo que, en sus sueños infantiles, parecía a veces tan real como cuando estaba despierta, y que le parecía ver y oír de una forma diferente a la normal.

La cálida presencia y los grititos se desvanecieron entonces, y de repente el otro mundo se tradujo en realidad ante sus ojos; ojos que ahora eran agudos y alerta y ávidos de nueva información. Unas patas cortas y robustas la trasladaban de un lado a otra en misiones de exploración que se volvían más arriesgadas con cada día que pasaba; aunque al final de ellas estaba siempre el regreso a la madriguera y a la cálida presencia. Algunas veces se sentaba en la entrada de la guarida y observaba cómo jugaban sus hermanos en la maleza a pocos pasos de distancia. Con
la cabeza
inclinada hacia un lado escuchaba sus gañidos y gruñidos y ansiaba tomar parte en sus juegos; pero cuando empezaba a menear la cola a modo de tanteo sobre el suelo polvoriento, o se acercaba a ellos con un gañido lleno de esperanza, ellos siempre la echaban. Otras experiencias siguieron a aquélla: escenas del bosque, que cada vez resultaba más familiar y menos atemorizador, de su propio crecimiento reflejado en el de sus hermanos, de la primera vez que probó la carne, de la creciente inquietud de su madre a medida que los cachorros se acercaban a la edad adulta. Y con el tapiz de estas experiencias, que parecían desplegarse ante ella cada vez más deprisa, llegó una mayor conciencia de que algo no estaba del todo bien. Una sensación de no pertenecer, de ser
diferente.
Pero ¿qué clase de diferencia? No lo comprendía. Todo lo que sabía era que los ataques fingidos que sus hermanos le infligían se volvían cada vez más frecuentes y serios. Ya no se le daba la bienvenida en la guarida, se la toleraba, pero no se la quería. Y poco a poco se encontró con que el único refugio a su tormento lo hallaba en la soledad.

Hasta que llegó el día en que de forma definitiva e irrevocable los suyos se volvieron contra ella, y por primera vez
Grimya
descubrió el auténtico significado de su
diferencia.

Siempre había sabido que podía «escuchar» los pensamientos de otras criaturas, pero no lo había considerado nada extraño; ni tampoco se le había ocurrido preguntarse por qué ni su madre ni sus hermanos parecían ser capaces de contestarle cuando intentaba hablarles de aquella otra forma. Y por eso no estaba preparada para los acontecimientos de aquella mañana de finales de otoño.

Los cachorros, casi adultos ahora, estaban en el claro, justo frente a la madriguera. Su madre no había salido a reunirse con ellos, y
Grimya
había estado pensando en formas de calmar su sed cuando el ataque se produjo. Sus hermanos saltaron sobre ella tan deprisa que no tuvo tiempo de reaccionar, y mucho menos defenderse: en un momento dado el claro estaba totalmente en silencio, y al siguiente
Grimya
fue derribada por tres cuerpos que gruñían y mordían. Esto no era un juego: iban por su garganta, su rostro, sus dientes se clavaban en su pellejo, le arrancaban la piel; y en sus toscas y aún medio formadas mentes
Grimya
vio su propia muerte.

Luchó contra ellos, el instinto vino en su ayuda cuando, en medio de su pánico, le era imposible recordar de forma consciente las lecciones de autodefensa aprendidas. Entre gañidos, mordiscos y revolcones, consiguió defenderse, y sintió una vaga sensación de alivio cuando su madre, alertada por el ruido, apareció en la entrada de la madriguera.

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