—Venir con nosotros —ordenó autoritario—. Deja caballo aquí. —Y la sujetó por el brazo, retorciéndoselo para alejarla de allí.
—¡Quítame las manos de encima! —le espetó Índigo, los dientes apretados con una mezcla de furia y de dolor.
El joven la soltó, con un gesto de sumisión que no confirmaron sus ojos, e hizo una sardónica reverencia en dirección a los árboles.
Un hormigueo recorrió la espalda de Índigo mientras penetraba en el bosque con dos hombres a sus flancos y Tarn-Shen justo detrás. Escuchó el apagado golpeteo
de
los cascos de los caballos que el resto de los hombres conducía detrás de ellos, a cierta distancia. Se alzaban extrañas y amenazadoras sombras a la luz de las linternas, desnudos contornos de ramas, masas informes de oscuridad que se contorsionaban como furtivas amenazas y luego quedaban atrás. La maleza crujía bajo sus pies con un chapoteo; las hojas húmedas acariciaban su rostro con un roce que la hacía estremecer. Siguieron internándose en el bosque. Nadie hablaba. En una ocasión, un caballo relinchó inquieto, pero un sonido suave y zalamero hecho por uno de los hombres lo tranquilizó.
Por fin llegaron a un claro. No aquel en el cual Índigo había acampado sino otro más pequeño. Los árboles se amontonaban en un estrecho círculo alrededor de un pedazo de verdes pastos cubiertos de zarzamoras. Tarn-Shen se abrió paso hasta colocarse delante de ellos y avanzó hasta el centro del claro. Tras una rápida evaluación del lugar dijo algo en su propia lengua, y uno de los hombres se adelantó con el arpa y el arco de Índigo y los colocó sobre el suelo húmedo. Otro entregó a Tarn-Shen el cuchillo, el morral y un pequeño paquete de saetas de ballesta; el jefe del grupo examinó los utensilios por encima, para luego entregárselos a Índigo.
—Aquí tú sentar y hacer fuego. —Le dedicó una mueca, mostrando unos dientes torcidos, y la mandíbula de la muchacha se tensó ante la implicación de que ayudarla a encender la hoguera era una tarea indigna de él y de sus hombres—. Luego coger arpa y arco, y esperar. Cuando shafan venir, tú saber qué hacer.
—Sí. —Índigo no disimuló el desprecio que sentía, tanto por Tarn-Shen como por el plan de los het—. Lo sé muy bien. ¡Y si fuera un jugador, no apostaría por sus posibilidades de éxito!
Tarn-Shen le sonrió de nuevo y se encogió de hombros.
—Ese problema ser tuyo.
—Gracias. Aprecio tu preocupación. —Índigo le dio la espalda mientras él se alejaba con paso majestuoso.
Cuando se instaló por fin ante su recién encendida hoguera, la idea de pasar toda la noche en vela no le resultaba nada atrayente. La única leña que pudo encontrar estaba húmeda, y las llamas se negaban a arder con fuerza y eran azuladas y perezosas, proyectando muy poca luz.
Ni siquiera tenía la compañía de la yegua; Tarn-Shen y sus compañeros se la habían llevado con ellos cuando abandonaron el claro y se desperdigaron a sus escondites. El saberlos cerca resultaba un pobre consuelo: la verdad es que se hubiera sentido más segura si hubiera estado realmente sola.
Dirigió una ojeada a su ballesta, que reposaba sobre la hierba a su lado. Estaba cargada, la cuerda tensada, y una de las cinco saetas que sus captores le habían dado relucía con un perverso brillo negro azulado a la luz del fuego. Un disparo. No había tiempo para volver a cargar. Un disparo, y si el shafan no moría entonces ella sería su siguiente víctima, por mucho que Shen-Liv le hubiera asegurado lo contrario. Índigo notó un sabor sulfuroso en su garganta y tragó saliva, obligándose a volver su atención del arco al arpa que reposaba a su otro lado. Nadie la había manoseado; sólo con que calentara un poco la fría madera, y un poco de afinación, la tendría lista para tocar.
No había motivo para retrasarlo más de lo necesario. Apoyó el arpa sobre su regazo y pasó sus dedos sobre las cuerdas de forma experimental. El murmullo que obtuvo como respuesta sonó como una cascada, con tan sólo unas pocas notas fuera de tono. Índigo pasó algunos minutos —más tiempo, era consciente de ello, del realmente necesario— perfeccionando la afinación, luego ahogó las últimas vibraciones con la palma de la mano y aspiró con fuerza varias veces.
No tocaría esta noche ni la danza del Mes del Espino ni la Canción de la Cosecha. Eran demasiado alegres, demasiado evocadoras de luminosidad y celebraciones. Pulsó un acorde de modo experimental el cual, a causa de una subconsciente combinación de recuerdo e instinto, se convirtió en las primeras notas del Lamento de la Esposa de Amberland. Ésta era adecuada. El fluido y melodioso estribillo con su fondo de tristeza resultaba perfecto en el océano negro y verde del bosque. Obsesivo, tierno, solitario... Índigo cerró los ojos y una imagen de un mar oscuro e interminable llenó su mente mientras el lamento surgía de las cuerdas como un murmullo. Casi podía sentir el lento e inexorable fluir de sus corrientes dentro de sus venas, escuchar el apagado bramido de las olas que seguían el ritmo de sus dedos, sentir el frío contacto de unas aguas profundas. El bosque desapareció para ella, era como si Tarn-Shen y los cazadores no hubieran existido nunca. No había más que la noche y la música.
Una parte de su cerebro intentó advertirle que estaba abandonando la realidad para sumergirse en una especie de trance ensoñador, pero la voz de alarma era demasiado débil y distante para que le prestara atención. Índigo siguió tocando; escuchaba cómo la melodía cambiaba pero sin saber ya lo que interpretaba o por qué. Todo sentido de lugar y tiempo había desaparecido, y la conciencia se desvanecía, de modo que en un momento dado parecía como si estuviese sentada con las piernas cruzadas sobre la hierba húmeda ante las perezosas ascuas del fuego, y al siguiente flotaba sobre un enorme almohadón de oscuridad; subía y bajaba, subía y bajaba...
El arpa se interrumpió con una horrible disonancia que la despertó de golpe. Sintió una repentina sensación de calor en el rostro y, parpadeando a toda velocidad, mientras el mundo volvía a aparecer con nitidez ante ella, descubrió que se había dormido, doblándose en dirección al fuego, y que su muñeca había quedado trabada entre las cuerdas del arpa cuando ésta resbaló de su regazo. Silenció los últimos ecos desagradables de aquella nota y movió su agarrotado cuerpo, al tiempo que se frotaba los ojos y sacudía la cabeza en un esfuerzo por aclarar su mente.
No se veía el menor movimiento entre los árboles que la rodeaban. ¿Cuánto tiempo había estado en aquel trance, medio despierta y medio dormida? Sentía la cabeza embotada, los ojos cansados, y sus pensamientos no querían ordenarse adecuadamente; el único concepto claro que penetró en su mente fue el de que aún estaba sola frente al fuego. El shafan no había venido.
«No soy un demonio.»
Pero era un demonio; al menos según los hombres de...
Su mente dio un brinco que la sacudió hasta lo más profundo. Todavía medio dormida, había contestado mentalmente a un pensamiento..., pero el pensamiento había surgido de fuera de su cerebro.
Le pareció que sus propios huesos se estremecían en su interior y se enfrentó ferozmente consigo misma, negando aquella espantosa noción en el mismo instante en que se alzaba en su interior. La voz que había parecido hablar en su cerebro de una forma tan íntima había sido producto de un momentáneo retroceso a un estado de somnolencia. Había experimentado el fenómeno muy a menudo cuando estaba a punto de dormirse; no era nada de lo que asustarse. Una breve alucinación...
Estiró la mano para tomar el arpa.
«Sí; por favor toca de nuevo. No hay nada que temer. Mis intenciones son buenas.»
El arpa volvió a caer al suelo con un ruido sordo e Índigo lanzó una maldición en voz alta, y giró a toda velocidad para asir su ballesta mientras el pánico borraba los últimos rastros de letargo.
La lisa madera del arco, el contacto de la cuerda tensada, el frío metal de la saeta... Se concentró en cada matiz del arma que tenía en las manos, intentando con ello hacer retroceder la oscuridad y el horror que se arrastraban sobre su piel como arañas invisibles. No podía hablar —los músculos de su garganta estaban bloqueados— y sus ojos se clavaron en la oscuridad situada más allá del pequeño círculo iluminado por el fuego, esforzándose por descubrir cualquier movimiento extraño entre las sombras.
La oscuridad permanecía totalmente inmóvil. Aguantó la respiración, retuvo el aire en sus pulmones mientras escuchaba, llena de perplejidad, consciente de que la noche estaba
demasiado
tranquila,
demasiado
vacía. Entonces, un pedazo del negro vórtice situado debajo de los árboles se separó de ellos, tomó forma y perfil, y pudo ver lo que había salido con sigilo de las profundidades del bosque para acercarse a su campamento.
Era excesivamente grande para ser un lobo corriente. Un lomo enorme cubierto de una piel espesa doblado detrás de una cabeza ancha y manchada que terminaba en un hocico casi blanco; las copetudas orejas estaban echadas hacia atrás, pero si era en señal de ataque o de defensa era algo que Índigo no podía ni se atrevía a preguntarse. Y los ojos eran como turbias lámparas ambarinas, extraños e inhumanos pero sin embargo llenos de una inteligencia pura y triste. Avanzó tres pasos fuera de la oscuridad hasta donde la luz de las llamas podía apenas iluminarlo, y se detuvo, mirando fijamente a la muchacha como si mirara en el interior de su alma.
Índigo sintió cómo sus manos apretaban con fuerza la ballesta, sintió el peso cuando la empezó a levantar muy despacio. Apuntó a la criatura, al habitante imposible, al shafan que había venido a matar. Pero justo cuando sus dedos de blancos nudillos se cerraban sobre el percutor de la ballesta un instinto que le fue imposible definir la hizo detenerse. Los pálidos ojos del shafan seguían clavados en ella, y mezclada con su triste expresión de inteligencia había otra de esperanza, de súplica...
Índigo no quería matarlo. Algo más allá de su voluntad impulsaba a la mano que debía disparar a relajarse, y ese mismo impulso le decía que dañar a la criatura no estaría bien, sería injusto...
El tiempo pareció detenerse mientras ella y el shafan continuaban mirándose. Índigo se sentía como una mosca atrapada en aquel brillo ambarino; aunque luchó contra aquella fuerza notó cómo sus manos se movían para depositar la ballesta en el suelo. Ahora estaba indefensa, desarmada. Sólo el fuego se interponía entre ella y el demonio...
Los músculos de la garganta del lobo empezaron a funcionar espasmódicamente y jadeó, con la lengua colgando. Entonces, cada una de las fibras del cuerpo de Índigo cobró vida con una sacudida cuando una voz áspera y opaca surgió con un doloroso esfuerzo de la boca del animal.
—No... demonio. A... A... Amigo. —No le era posible pronunciar bien; la "A" tartamudeada brotó como un jadeo gutural.
Las mandíbulas de Índigo se movieron y su boca se llenó de saliva. Le fue imposible tragarla de nuevo, y sintió cómo le resbalaba por la barbilla mientras contemplaba al lobo boquiabierta, incapaz de creer lo que acababa de oír.
La enorme cabeza peluda se balanceó a un lado y a otro, luego la garganta vibró de nuevo.
—Po... por favor. A... Amiga... Mú...sica...
Y una horrible sensación de dolor y compasión se apoderó de Índigo, ahogando sus temores y liberándola del encantamiento. Sus manos se cerraron con fuerza, una protesta involuntaria contra algo tan imposible, y por fin consiguió tragar saliva con un esfuerzo, capaz de obligar ahora a su lengua a formar palabras.
—¿Qué eres? —Hizo la pregunta en un susurro, temor e incertidumbre presentes en su voz.
La cosa jadeó con voz chirriante:
—Loooba... No-no haré daño. No matar... intención... buena. —Balanceó la cabeza afligido.
Un nuevo amigo digno de confianza, aunque las apariencias puedan sugerir lo contrario al principio...
Las palabras surgieron de su memoria sin previo aviso. Pero no era posible; no esto, no era posible un amigo como éste...
Índigo recordó su misión, y la amenaza sobreentendida de lo que le sucedería si fracasaba. Pero no podía matar a esta criatura. Animal o algo del más allá, no lo sabía; pero su instinto le aseguraba que era cualquier cosa menos un demonio.
Y en algún lugar del bosque a su espalda, Tarn-Shen y sus cazadores aguardaban...
La loba se irguió de repente y los pelos del lomo se le erizaron. Índigo se sobresaltó, hizo intención de volverse para mirar sobre su hombro, y entonces se dio cuenta de que el animal seguía con los ojos clavados en ella. Sus ojos ambarinos tenían una expresión intensa, como si viera en su mente y leyera sus pensamientos, y con una discordante exhalación dijo:
—¡Pe-li-gro!
—¿Qué...? —Empezó a decir Índigo, pero un gruñido la silenció.
Durante algunos segundos que parecieron durar una eternidad ambos permanecieron inmóviles, escuchando con atención; pero ella no oía nada aparte del débil susurro de la brisa entre las hojas. Entonces, entremezclado en el aire, le llegó el sonido de la rápida respiración jadeante de la loba.
—¡Fuera! —La voz gutural sonó apremiante, y los cuartos traseros de la criatura se tensaron como si fuera a saltar—. Rápido. ¡Rápido!
La muchacha intentó responder, empezó a ponerse en pie, pero su reacción llegó demasiado tarde. En un movimiento confuso, vio cómo la loba saltaba, retorciéndose en el aire, escuchó la vibración de la cuerda de un arco y se balanceó perdiendo el equilibrio cuando un dardo plateado pasó rozándole la cabeza.
—¡No! —Índigo protestó furiosa y giró en redondo hacia el enemigo que tenía a su espalda.
Algo oscuro y enorme surgió de la noche y recibió un golpe aturdidor que iba dirigido a su cabeza pero la alcanzó en la sien. Unas luces escarlata estallaron en su cabeza y cayó con un aullido, mientras aquella forma oscura caía del cielo en dirección a ella. Entonces algo la sujetó por los cortados cabellos y tiró de ellos como si fuera a arrancarlos de raíz mientras la levantaba y la sacudía de un lado a otro hasta que quedó tendida cuan larga era sobre la mojada hierba, revolviéndose en su lucha por controlar la sensación de vértigo.
Ante sus ojos desenfocados y sobre la hierba había unos pies calzados con botas de fino cuero. Y sintió el calor, la masa y la cercanía de alguien que se cernía sobre ella y la contemplaba de la misma forma que un amo enojado contemplaría a un siervo arrepentido que se arrastrara a sus pies. Despacio, y con un esfuerzo que destrozó los últimos restos de su dignidad, Índigo encogió los brazos hasta que fue capaz de incorporarse primero sobre sus codos y luego sobre sus rodillas. La cabeza le daba vueltas; mareada, levantó los ojos. Y se encontró con los ojillos, rojos a la luz del fuego y llenos de odio y venganza, de Tarn-Shen.