Némesis (32 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

BOOK: Némesis
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Grimya
vaciló sin dejar de olfatear. Luego dio la vuelta y regresó junto a la muchacha. La excitación brillaba en sus ojos, y dijo:

«¡No es agua!»

Índigo arrugó la frente, perpleja.

—¿Qué quieres decir?

«¡Exactamente lo que digo! No huelo agua. Humedad, sí, pero no agua. Hay una diferencia. Y ninguna agua que yo haya visto es blanca y nebulosa como ésta. ¿Esto no es un lago?"
Ácido, pensó Índigo. Había visto los líquidos opacos y mortíferos que utilizaban a veces los boticarios de la corte de su padre, y se estremeció interiormente ante la idea de lo que un lago de tal materia podría hacer a la carne y los huesos. ¿Pero seguramente el agudo sentido del olfato de
Grimya
podría percibir un cóctel tan letal? Humedad, había dicho. Sólo humedad...

«Mira la forma en que se mueve»,
dijo Grimya.
«No como el agua. Más bien como la niebla.»

¡Niebla! Una esperanza irracional brotó en Índigo cuando recordó la forma en que las nieblas otoñales se reunían en el fondo de los valles de las Islas Meridionales, tomando todo el aspecto de enormes y tranquilas extensiones de agua. Dirigió una rápida mirada a
Grimya.

—Sólo existe una forma de asegurarse.

«Si.»

Grimya
empezaba ya a bajar de nuevo por la ladera, moviéndose muy despacio a la manera de un cangrejo, e Índigo la siguió. La pendiente era lo bastante accidentada como para evitar resbalones, y había muy pocas piedrecillas sueltas que hicieran peligrosa la bajada; a unos pocos centímetros de la inmóvil y blanca superficie se detuvieron, y
Grimya
se inclinó hacia adelante para probar el lago con el hocico.

—Espera —le avisó Índigo—. Déjame. Si es algo mortífero, mi bota me facilitará algo de protección.

Estiró un pie. La bota se perdió en la blancura, que onduló y se agitó perezosa. No se produjo ningún chapoteo, sólo el silencioso movimiento de la masa brumosa.

—Niebla. —Intentó reprimir la excitación de su voz—. No es un líquido; niebla. Si es aire respirable, y no alguna especie de veneno...

Grimya
se inclinó y olfateó.

«Podemos respirarlo. Es seguro.»
Levantó la vista.
«Pero ¿a qué distancia está el fondo?»

—Tendremos que averiguarlo. —Índigo tanteó con su pie, dejándose resbalar un poco más por la ladera—. Todavía noto roca sólida. Si vamos con cuidado, no creo que nos hagamos daño.

Con gran cautela, se introdujeron en la densa niebla.

Resultó una experiencia muy particular, como hundirse despacio en un mar en calma; a medida que descendían, la bruma se elevó y chocó suavemente contra sus piernas, sus cuerpos, sus barbillas, hasta que por último quedaron sumergidos en un extraño y embozado mundo blanco. Gotitas de humedad se pegaron a sus cabellos y a las ropas de Índigo; en cuestión de segundos las ropas de la muchacha quedaron heladas y pegadas a su piel, pero después de la aridez del cañón agradeció aquella sensación.
Grimya
se dedicó a lamer la niebla encantada, calmando de esta manera su garganta reseca; el animal tenía un aspecto formidable medio difuminado por las oscilantes capas de niebla, con el pelaje pegado, y la lengua dando continuos lametazos en el aire.

La inclinación de la ladera empezó a decrecer, y de repente Índigo sintió algo debajo de sus dedos que no era piedra. Miró al suelo, y distinguió una espesa almohada de lo que parecía hierba bajo sus manos; cerró una de ellas y arrancó unas pocas briznas que examinó más de cerca. Hierba, sí; o algo parecido a la hierba: pero
azul.
Sus ojos contemplaron la borrosa figura de
Grimya
por entre la niebla.

—Creo que estamos cerca del fondo.

Su voz sonó extrañamente uniforme; la niebla no devolvía ningún eco. Ahora podía ponerse en pie, ya, sin temor a caer. Tres pasos más, y la ladera se allanó hasta convertirse en terreno liso cubierto por aquella misma extraña hierba azul.

Grimya
se dejó resbalar por el resto de la pendiente para reunirse con ella, y juntas examinaron lo que las rodeaba. La neblina se trasladaba en un lento desfile de zarcillos pálidos y retorcidos, creando sombras y fantasmas; si en el interior del valle existían estructuras sólidas, éstas quedaban ocultas.

«¿Adonde ahora?»,
preguntó
Grimya.

No parecía importar demasiado; lo más probable era que, cualquiera que fuese la dirección que tomaran, su ruta serpenteara. Y eso en sí mismo podría ser un peligro, ya que si perdían el contacto con las laderas del valle podían encontrarse vagando para siempre en este mundo blanco sin encontrar la salida jamás.

Índigo se volvió hacia la izquierda, y señaló al interior de la niebla.

—Iremos por aquí —dijo—, pero nos mantendremos en la zona en la que el terreno empieza a alzarse, de modo que si queremos trepar para salir de aquí encontremos la ladera con facilidad.

La cola de
Grimya
se balanceó en señal de aprobación.

«Eso
es sensato. ¿Qué crees que podemos encontrar aquí?»

—¿Quién sabe? —Índigo sonrió con tristeza—. Hemos de esperar y ver.

Índigo empezó pronto a preguntarse si no estaría dormida y soñando, en lugar de despierta. El tiempo y las dimensiones no tenían un significado distinguible en aquel fantasmal mundo de oscilante blancura; parecía como si llevaran una eternidad por entre inmutables velos de húmeda nada, avanzando como nadadores a la deriva, por una corriente perezosa e interminable. La niebla creaba extraños fantasmas, formas que se estremecían en los límites de lo visible para luego disolverse de nuevo en la nada; imágenes que se alzaban informes, luego se desvanecían y se fundían en aquella incómoda penumbra. Sólo la sensación de la omnipresente humedad sobre su piel y las suaves pisadas de las patas de
Grimya
a su espalda mantenían la mente de Índigo en contacto con una cierta apariencia de realidad. No sabía cuánto habían andado, o lo lejos que debían ir hasta circunnavegar todo el valle.

Y entonces, entre las alucinaciones y los espectros nebulosos, hizo su aparición una forma que no volvió a fundirse en la niebla y a desaparecer. Una mancha de una solidez más opaca en medio de la niebla, inmóvil ante ellas —pero ¿a qué distancia?, no podía decirlo— y, le pareció a su desorientado cerebro, esperándolas.


Grimya...
—susurró el aviso, y el sonido quedó absorbido por la niebla.

Grimya
no contestó.

—¿
Grimya?

Índigo se volvió y miró atrás. No había ninguna forma oscura que se moviese detrás de ella, ningún sonido de pasos.
Grimya
no estaba allí.

Su corazón empezó a latir de forma irregular. ¿Dónde estaba
Grimya?
Un momento antes —¿hacía sólo un momento, o su trastornado sentido del tiempo la había engañado?— la loba estaba justo detrás de ella. Ahora, había desaparecido, como si la niebla la hubiera rodeado
y
disuelto como a uno de sus propios fantasmas.


Grimya...

Una risita apagada y malévola la hizo girar en redondo. La blanca niebla que tenía ante ella se agitó, los velos se apartaron por un breve instante para permitirle una visión totalmente nítida, y a menos de cinco pasos de ella vio la figura de una criatura, sus cabellos plateados relucientes y suaves, sus ojos de plata contemplándola con una fría y maliciosa expresión de reconocimiento, y con una cruel sonrisita de bienvenida en su rostro felino.

16

N
émesis dijo:

—Bienvenida.

E Índigo sintió que se apoderaba de ella una múltiple sensación de náusea, de repugnancia y de temor al darse cuenta de que la voz del demonio era idéntica a la suya.

—¿Dónde está
Grimya?
—Las palabras surgieron como un áspero gruñido—. ¿Qué le has hecho?

Némesis sonrió mostrando sus afilados dientes felinos.

—No siento el menor interés por ese animal amigo tuyo. Sin duda regresará cuando le parezca. —La sonrisa se ensanchó—. Eres tú quién me interesa.

Índigo flexionó su mano derecha, e hizo intención de sacar su cuchillo cuando recordó que éste, junto con su ballesta y su arpa, estaba a un mundo de distancia, más allá de los límites de la arboleda sagrada en el bosque del País de los Caballos. Némesis rió.

—Las armas te servirían de muy poco aquí, Índigo.

—Quizá. ¡Pero de todas formas descubrirás que no soy una presa fácil de matar!

—¿Matar? —La criatura enarcó las pálidas cejas con fingida contrariedad—. Oh, no. Tú me diste vida; nuestros destinos están inextricablemente unidos. No tengo el menor deseo de hacerte daño.

—¡Mentirosa! Ya has intentado destruirme...

—No destruirte. —Una lengua de serpiente apareció por un breve instante por entre sus dientes—. A lo mejor te asusté un poco, pero no has sufrido ningún daño a mis manos. Sencillamente pretendía mostrarte algo de lo que puedo hacer. —Se interrumpió, luego lanzó una nueva risita—. ¿O debería decir, lo que

puedes hacer? Es lo mismo, ¿no es así?

Una nauseabunda sensación hueca se extendió por el estómago de Índigo al darse cuenta de lo que Némesis insinuaba y replicó con ferocidad:

—¡No intentes convencerme de que acepte tu retorcida lógica! No eres más que un desecho, corrupción, porquería...

—Palabras muy duras, viniendo de mi progenitora.

—¡Maldita seas! —Se abalanzó hacia adelante, con la intención de golpearla, y su puño se hundió en una cortina de brumas vacías mientras la figura de Némesis parpadeaba y se desvanecía—. ¡Maldita seas!

Una voz burlona a su derecha dijo:

—¡Ten cuidado de a quién maldices, Índigo, no sea que te condenes a ti misma!

Giró sobre sí misma. A cuatro pasos de distancia, Némesis la observaba sonriente. Contuvo el impulso de lanzarse contra ella de nuevo, y dijo entre dientes:

—¿Qué quieres de mí?

La lengua de serpiente se balanceó de nuevo.

—Hazte a ti misma esa pregunta. Pregunta a tu corazón, pregunta a tu alma: ¿qué es aquello con lo que realmente sueñas? —El demonio hizo un amplio gesto con la mano, indicándole que mirara a su izquierda—. ¿Esto, quizá?

Índigo volvió la cabeza; y un espantoso sonido chirrió en su garganta. Envuelto en la niebla, encorvado y torturado, como un lúgubre fantasma entre los blancos velos, estaba Fenran. Permanecía con un brazo extendido como para
rechazar
algún horror invisible, y su boca estaba abierta en un silencioso grito; pero no se movió. Era como si presenciara un único y congelado momento de su horrible existencia.

Índigo aspiró con fuerza, y le espetó:

—¡Es una ilusión!

—Sí —respondió Némesis—. Ilusión. —La torturada figura desapareció—. Pero podría ser de otra forma.

Sintió como si unos dedos helados se aferraran a su cerebro al recordar lo que había visto en el abismo, lo que había deseado, lo que había querido creer.

—La elección es sólo tuya —añadió Némesis con indulgente regocijo—. Pero mi paciencia no es infinita. —Su figura vaciló en el aire, de modo que por un instante pudo ver los zarcillos de niebla a través de su cuerpo translúcido—. Y si me pierdes ahora, puede que no me encuentres de nuevo.

Por un breve instante, los plateados ojos centellearon salvajes... y Némesis desapareció.

—¡No! —El grito de protesta de Índigo se perdió en la niebla—. ¡Regresa!

Una carcajada resonó en la distancia como una lluvia de pedazos de cristal.

—¡Encuéntrame, Índigo! Por el bien de Fenran, encuéntrame. ¡Si puedes!

Se arrojó tambaleante a la niebla y tanteó con los brazos extendidos delante de ella.

—¡Maldita seas! ¡Te lo ordeno,
regresa!

—Contrólate, hermana. —Algo relució entre la blancura delante de ella e Índigo salió corriendo hacia ello—. ¡Corre! —Toda apariencia de bondad había desaparecido ahora de la lejana voz; era un desafío burlón y perverso—. ¡Corre!

Corrió, cegada por lágrimas de rabia. La risa de Némesis la incitaba, en un momento dado la oía atormentadoramente cerca, al siguiente le resultaba tan lejana que tenía que redoblar sus esfuerzos para alcanzarla, mientras sus pies resbalaban en la extraña hierba empapada de rocío. Al tiempo que corría, maldecía, juraba, sollozaba, y tan absorta estaba en su afán por alcanzar a su presa que no escuchó el ruido de algo que corría a cortarle el paso, ni vio la vaga forma oscura que corría como un rayo pegada al suelo.

«¡Índigo!»

Grimya
surgió de la niebla a toda velocidad, calculó mal la distancia, y ambas chocaron. Índigo perdió el equilibrio y cayó al suelo; cuando consiguió incorporarse, aturdida, sus ojos estaban vidriosos por la desdicha y la conmoción sufrida.

«¡Te perdí! La niebla se espesó de repente y no se te veía por ninguna parte. Busqué y busqué... Índigo, ¿qué te ha sucedido?» Grimya
estaba jadeante.

El frío y húmedo aire le irritaba la garganta, y durante algunos segundos le fue imposible hablar. Por fin las palabras surgieron, entrecortadas, ahogadas.

—Némesis: ¡estaba aquí, atormentándome! Vi... —Sacudió la cabeza.

«¿Te ha hecho daño?»

—No..., no quiere matarme,
Grimya.
Quiere... —Y se interrumpió cuando de las cambiantes brumas surgió de nuevo aquella risa cristalina.

Grimya
lanzó un grito cuando Índigo se puso en pie de un salto, pero su grito no fue escuchado. Índigo corría ya, hundida entre las brumas, y la loba salió en su persecución, temerosa de perderla de vista por segunda vez. Índigo se desplazaba sobre la hierba zigzagueando como si estuviera bebida; de repente, con un grito de sorpresa que encontró eco en el gañido asustado de
Grimya,
se desvió a un lado al tiempo que lo que hasta aquel momento había parecido una blanca sábana de niebla demostró ser un enorme y sólido muro que bloqueaba el camino. La muchacha retrocedió sobresaltada y estuvo a punto de dar un traspié;
Grimya
resbaló sobre el suelo hasta detenerse junto a ella, y ambas se quedaron contemplando la lisa superficie de mármol blanco veteado que se extendía entre la niebla hasta donde alcanzaba la vista en cualquier dirección.

Índigo extendió la mano y tocó la pared, no muy convencida de que no fuera a desvanecerse en el aire como había sucedido con tantas otras cosas. Pero era real... y su suavidad era demasiado completa, demasiado uniforme para ser natural.

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