Némesis (36 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

BOOK: Némesis
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Su cara estaba blanca y desfigurada, y la tensión sufrida señalaba su rostro como si fuera ácido. Pero sus ojos mostraban la terrible calma de un dolor que puede y debe ser soportado.
Grimya
se puso en pie. Se sentía reacia a hablar, sin embargo deseaba comunicar la piedad que sentía, por si podía servir de algo. Indecisa, dejó que su garganta lanzara un débil sonido, e Índigo bajó los ojos hacia ella.


Grimya...
—Una mano se posó sobre la parte superior de su cabeza, y acarició una de las sedosas orejas—. Yo...

«No sientas que debes decir lo que hay en tu corazón»,
repuso la loba.
«Comprendo. Y las palabras no son suficientes.»

La muchacha asintió. No existían palabras para expresar las emociones que se movían como una marea lenta y poderosa en su interior, lo que sentía era demasiado íntimo, y le afectaba muy profundamente. Sólo podía afligirse, en silencio, en privado, sin esperanza de obtener consuelo.

«Debemos abandonar este lugar. No hay nada más que podamos hacer aquí.»

La loba le hablaba con dulzura, suavemente.

—Irnos...

Índigo paseó la mirada por la sala, como si necesitara de algún tiempo para comprender lo que veía. Su mirada se detuvo en la enorme chimenea con su vacío interior, en las elevadas ventanas cubiertas por cortinas, en los contornos de las vigas y en las paredes. Resultaba familiar; tan familiar... pero no era realmente Carn Caille. Y en un extremo de la sala, en un rincón, había algo que confirmaba sardónicamente la ilusión, algo que parecía un arrugado chal gris que alguien hubiera abandonado en el suelo...

Sí; era hora de marchar. Pero no por el mismo camino por el que habían venido: no quería pasar por entre las altas ventanas, junto a la enorme chimenea, y entre las hileras de fantasmas que guardaba su propia memoria. Se volvió. A su espalda estaba la pequeña puerta, la réplica de la entrada real privada a la gran sala de Carn Caille. Qué habría detrás de ella en este reino inhumano no lo sabía. Pero sea lo que sea que ocultase, podía enfrentarse a ello, su camino la llevaba adelante, no hacia atrás.

Grimya
permaneció pegada a ella mientras se dirigía a la pequeña puerta y colocaba la mano sobre ella. Incluso el pestillo era de mármol, aunque funcionaba perfectamente. Empezó a levantarlo, luego miró sobre su hombro por última vez, y a
Grimya
le pareció que miraba más allá de las dimensiones físicas de la sala, quizás incluso más allá de este mundo, para contemplar algo o a alguien invisible a otros ojos que no fueran los suyos.

—Adiós, amor. —Lo dijo con tanta suavidad que las palabras apenas si resultaron audibles—. Te encontraré de nuevo, no importa lo que deba hacer para ello. Pongo a la Madre Tierra por testigo de que te encontraré. —Y dio la espalda a la sala vacía, y abrió la puerta.

Sus ojos se encontraron con unos suaves copos blancos, que caían en silencio y sin interrupción sobre un telón de fondo de aterciopelada oscuridad. Índigo sintió el gélido y escalofriante soplo del aire húmedo en sus mejillas, saboreó el frío agridulce de la noche, vio el relucir de ramas entrecruzadas, sin hojas y vagamente fosforescentes, más adelante. Y a lo lejos, entre los árboles, alguien aguardaba.

Grimya
preguntó, su voz una extraña mezcla de incertidumbre y temor:

«¿Quién es...?»

Pero Índigo lo sabía, y avanzó; atravesó la puerta y penetró en la oscura región que había tras ella. Sintió sus pies hundirse en la blanda suavidad de la nieve, sintió el aguijoneo de los fríos copos que rozaban su piel, sus cabellos, sus manos; escuchó el profundo, profundísimo silencio del invierno como una lejana canción en sus oídos.

La figura no fue a su encuentro, sino que aguardó allí donde se iniciaba el enrejado que formaban los arbolillos. Su capa era ahora de piel, de un pálido tono leonado como el pelaje de un gran gato montés. Pero la brillante cabellera castaña seguía invariable, y también los ojos dorados, y la triste y enigmática sonrisa.

—Índigo, hija mía —dijo con dulzura el emisario de la Madre Tierra—. Esperaba tu regreso.

18

D
urante un largo y silencioso momento, Índigo contempló sin poder decir nada el rostro sereno y hermoso del ser resplandeciente. Y despacio, tan despacio que resultaba como el despertar de una larga fiebre, la comprensión se hizo en su mente. Los árboles, esta tierra, el olor y el contacto de la nieve que caía en silencio, habían vuelto a cruzar la puerta del mundo diabólico y regresado al reino de la Tierra.

Sintió algo cálido que se apretaba contra sus piernas y comprendió que
Grimya
había ido a reunirse con ella. El animal temblaba, pero no de frío; Índigo se inclinó para posar una mano sobre la cabeza de la loba, deseaba tranquilizarla pero le fue imposible encontrar las palabras adecuadas.


Grimya.
—Los lechosos ojos dorados se posaron en la loba, y se llenaron de repente de cordialidad y afecto—. No tienes nada que temer.

Grimya
dejó de temblar y lanzó un débil gemido.

—Yo... —La gutural y dolorida voz surgió de su garganta mientras, todavía confusa y atemorizada, se esforzaba por hablar—. Por favor, yo...

—Tranquilízate, hermana. —El emisario extendió la mano, y muy despacio, obligada por algo más allá de su control,
Grimya
se adelantó; la mano acarició su cabeza, y un prolongado estremecimiento recorrió el cuerpo del animal.

—Has encontrado una amiga buena y leal, Índigo —dijo el emisario.

Índigo asintió con gran seriedad.

—Si no hubiera sido por
Grimya
hubiera caído bajo la influencia de Némesis —repuso—. Ella...

—Sé lo que hizo. —También había amabilidad para ella en la sonrisa del ser, y el corazón de Índigo empezó a latir con fuerza—. Y sé que se necesita valor para reconocer que has estado a punto de fracasar.

—¿
A punto?
—Índigo dejó caer los hombros, su voz se volvió aguda de repente—. No. La verdad es que fracasé. Traicioné tu confianza; la confianza de la Madre Tierra. —Levantó los ojos y su mirada desafió al emisario a negarlo—. En esa parodia de Carn Caille habría matado a
Grimya,
si hubiera podido, para recuperar a Fenran. Sólo cuando me provocó para que viera a través de los ojos de un lobo tuve las fuerzas necesarias para luchar contra mi demonio. Se me probó y fallé.

—Tú te probaste a ti misma, Índigo. Y al final, triunfaste. Tu presencia aquí es prueba suficiente, ¿no es así?

Índigo no contestó, sino que miró a su alrededor. A su espalda, con un débil brillo en la difusa luz del cielo que se elevaba sobre sus cabezas, estaba la ladera rocosa con su hendidura natural donde Némesis se había hecho pasar por un duende de la arboleda. La diminuta cascada estaba congelada ahora en una inmóvil catarata de carámbanos, el estanque a sus pies se había convertido en un negro espejo de hielo; recordó cómo la habían engañado, cómo se había abierto la diabólica entrada para arrastrarla al mundo del sol negro. Recordó el abismo, las ilusiones, la burla de Némesis. Y a Fenran. Por encima de todo, a Fenran.

—El precio del éxito fue alto —dijo el emisario con suavidad, conocedor de lo que pensaba—. Pero quizás encontrarás consuelo en el pensamiento de que has aliviado un poco el tormento de tu amado.

Ella levantó la cabeza.

—¿Aliviado...?

El ser asintió.

—Con cada derrota que padecen, el poder de los demonios se debilita de forma proporcional. Le has facilitado a Fenran un pequeño alivio, al menos.

Índigo arrugó la frente, luchando por aceptar aquella idea. ¿Un pequeño alivio? No era nada comparado con lo que pudiera haberle otorgado. Pero sabía en su interior —aunque no era ningún consuelo— que comprar la libertad de Fenran como había estado a punto de hacer hubiera resultado la victoria más amarga de todas.

Miró de nuevo al helado estanque, y repuso:

—Vine aquí buscando una clase de sabiduría. Al parecer no encontré más que mi propia estupidez.

—No —replicó el emisario—. No lo creo. —Y cuando ella le devolvió la mirada, sin comprender, añadió—: Los conocimientos que intentabas encontrar en la arboleda estaban ya en tu interior. Recuerda la prueba por la que pasaste en ese mundo, piensa en lo que hiciste; luego mira en tu propia mente. ¿Qué ves?

Durante un instante estuvo de regreso en aquella réplica de Carn Caille, penetró de nuevo en las sensaciones de aquella conciencia extraña y animal que le había facilitado las fuerzas necesarias para revolverse contra su demonio. Y a medida que el recuerdo tomaba forma sintió que aquella creciente oleada bullía de nuevo en su sangre, en sus huesos; sintió cómo el cambio se iniciaba en su interior...

Loba...

Asustada, intentó controlarse; y ante su sorpresa sintió que las sensaciones se doblegaban ante el control de su mente. Se deslizaron fuera de ella, se desvanecieron, y miró, aturdida, al emisario. El ser resplandeciente sonrió.

—El poder está en ti, Índigo, para que lo utilices.


Grimya...
—Incapaz todavía de creer, de asimilar lo que le decían, Índigo se volvió hacia su amiga.

—«Es
cierto.»

Grimya
le respondió con la mente, e Índigo pudo escuchar su silenciosa voz psíquica con la misma claridad que si la loba hubiera hablado en voz alta.

«Has despertado. Lo veo en tu mente.»

El emisario sonrió a la loba.


Grimya es
más sabia de lo que cree. —Entonces sus ojos se encontraron de nuevo con los de Índigo—. Has obtenido la recompensa de tus recién adquiridas
habilidades,
criatura. Y en consecuencia, la Madre Tierra me ordena que te conceda otro regalo que pueda serte de ayuda en el futuro. —Le tendió una elegante mano—. Ven; sígueme. —Y dio la vuelta y se alejó entre los árboles.

Grimya
permaneció pegada a Índigo mientras el ser resplandeciente las guiaba por entre las tupidas ramas. Un vaho blanco escapaba de sus bocas y se mezclaba con el aire helado; la nieve caía incesante para cubrir los dos juegos de pisadas que dejaban tras ellas.
Grimya
no dejaba de mirar a su alrededor, los ojos bien abiertos e inquisitivos, e Índigo leyó los pensamientos a medio formar de la mente de la loba.

«Invierno.»

Cuando penetraron en el mundo demoníaco estaban a principios de primavera; ahora el año había avanzado a través de la madurez del verano hasta el mes de la escarcha o tal vez más allá. Recordó lo que el emisario le dijera en su primer encuentro, acerca de que las corrientes del tiempo se movían por rutas extrañas y diferentes en los mundos situados más allá de la Tierra; y con suavidad, en silencio, intentó transmitir a
Grimya
que no había necesidad de dudar o asustarse.

Llegaron a un lugar donde los árboles parecían ser menos abundantes, y el ser resplandeciente se detuvo. Al mirar a su alrededor, Índigo tuvo la impresión de que era el mismo lugar desde el que había partido sola en busca de la magia de la arboleda; aunque la llegada del invierno lo había cambiado por completo, le resultaba vagamente familiar.

El emisario aguardó hasta que estuvieron todos juntos, luego indicó el suelo. Y allí, sobre la capa de nieve, intactos y sin haber sufrido el menor daño, estaban el arpa, el arco y el cuchillo de Índigo. Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.

—Los hemos guardado para ti —dijo el emisario—. Eso sí nos era posible.

La muchacha se arrodilló sobre el suelo, sin importarle la nieve húmeda, y tomó sus valiosas pertenencias entre sus brazos mientras tartamudeaba unas sinceras palabras de agradecimiento. Luego calló y levantó la vista.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

Hizo la pregunta vacilante; y de repente lamentó haberla hecho, no fuera que no pudiera soportar la respuesta.

—Las estaciones han recorrido un círculo completo, y se han movido de nuevo hasta llegar al invierno.

Un año y medio...

Índigo pensó en las Islas Meridionales, y sintió una débil punzada de dolor. Para ella no habían transcurrido más que unos pocos días desde que dejara su país; sin embargo, entre las paredes de Carn Caille se habían celebrado ya dos primaveras, dos cosechas, dos banquetes de invierno. Pensó en los viejos amigos, y se preguntó cuántos de los que había conocido se habrían marchado ya para siempre.

—Hay paz en tu país —le informó el emisario con suavidad—. Y hay muchos que aún recuerdan con cariño a Kalig y a su familia en sus plegarias.

Índigo parpadeó para librarse de las lágrimas que se helaban en sus pestañas.

—Un día regresaré —susurró; levantó los ojos e insufló a su voz de un ligero tono de desafío—: Lo haré.

El ser avanzó hacia ella y posó las manos sobre sus hombros, para mirarla fijo a los ojos.

—La Madre Tierra comparte tu esperanza —anunció con voz grave—. Sea lo que sea lo que te aguarde, no lo olvides jamás.

—No..., no lo olvidaré...

El emisario retiró las manos.

—Y ahora, ha llegado el momento de que nuestros caminos se separen. Pero antes de despedirnos, tengo unos regalos para ambas. Índigo, este regalo te lo has ganado para que te ayude en tu camino.

El emisario alargó una mano hacia ella, e Índigo vio en la palma un pequeño guijarro marrón veteado de verde y oro. Vacilante extendió la suya y tomó el regalo; tenía un tacto extrañamente cálido y, cuando lo contempló con más atención, le pareció vislumbrar una puntita de luz dorada que se movía en el interior de la piedra como una diminuta luciérnaga cautiva.

—Ésta es tu piedra-imán, Índigo —dijo el ser resplandeciente—. Te guiará con fidelidad en tu búsqueda de los demonios que te has comprometido a destruir. No tienes más que sostener la piedra en tu mano, y la luz de su interior te mostrará qué camino debes tomar. Jamás te fallará.

Los dedos de Índigo se cerraron alrededor de la piedra; parecía palpitar en su mano, como si un corazón diminuto latiera en sus profundidades, y era una sensación reconfortante aunque en una forma que no podía definir. Levantó la vista.

—Gracias... —dijo en voz baja.

—Se te da de buena gana. Y ahora,
Grimya.
—El ser se inclinó para acariciar a la loba, que había asistido a la conversación con una vaga expresión de melancolía—. Hermanita, posees un corazón afectuoso y leal digno de los de tu clase. Sin embargo padeces una aflicción, y ésta te ha convertido en una proscrita. ¿Te gustaría librarte de este estigma,
Grimya?
¿Ser libre para reunirte con los tuyos, para vivir con tus parientes y tus amigos en el bosque y no volver a estar sola jamás?

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