—No. Me aseguré de que se quedara aquí.
—¿De veras? —Kirra volvió la mirada, y le sonrió compasivo—. No deberías mimar tanto a Anghara, Fenran. ¡Eso no hará más que causarte problemas más adelante!
Fenran descubrió de repente que tenía que morderse la lengua ya que el implacable tono burlón de Kirra empezaba a crisparle los nervios. Aunque no podía señalar una causa lógica, se sentía preocupado: era un instinto que había surgido en algún lugar indefinido, y había aprendido a confiar en gran medida en tales intuiciones.
—Kirra —dijo, y esta vez el tono de su voz indicaba claramente sus sentimientos—. Creo que deberíamos encontrarla de inmediato.
El joven lo miró fijamente. Por un instante Fenran pensó que el príncipe descartaría sus palabras con otro comentario jocoso; pero Kirra poseía suficiente sensibilidad como para darse cuenta de que esta vez las bromas no tenían razón de ser, y su comportamiento cambió.
—¿Qué sucede, Fenran? —inquirió—. ¿Qué va mal?
Fenran sacudió la cabeza.
—No puedo explicármelo ni a mí mismo, y mucho menos a otra persona. Imyssa lo llama un sexto sentido.
—Imyssa es un pajarraco sabio, a pesar de sus defectos.
—Lo sé. —Fenran vaciló, luego siguió—: Kirra, ¿quieres hacer algo por mí, como amigo?
—Desde luego.
Los ojos de Fenran se encontraron con los suyos en una mirada llena de gratitud.
—Busca a Anghara. Reúne a unos cuantos criados si es necesario, y registra Carn Caille hasta que la encontréis.
Kirra entrecerró los ojos.
—¿No habrás tenido ningún mal presagio, verdad? Después de lo que Anghara hizo anoche...
—No, no, nada de eso. Tal y como te he dicho, no puedo explicarlo. Todo lo que puedo decir es que me complazcas en esto.
Kirra se mostraba más desasosegado con cada minuto que pasaba; sentía un gran respeto por lo sobrenatural, y el pensamiento de que el normalmente práctico Fenran hubiera tenido una visión lo inquietaba.
—Haré lo que pides, Fenran. —Se dirigió hacia la puerta—. Y quizá no estaría de más que avisara a mi padre...
—No —Fenran negó categóricamente con la cabeza—. Aún no; no quiero alarmar al rey sin un buen motivo. Que quede entre nosotros, de momento. —Se obligó a sonreír—. Seguramente me preocupo por nada. Acabaré de vestirme y me reuniré contigo dentro de unos minutos.
—Muy bien. —Kirra continuó mirándolo inquisitivo durante unos instantes, como si esperase encontrar una muda respuesta en su rostro. Luego abrió la puerta, y sus pasos se perdieron por el suelo de piedra del pasillo.
En su habitación, Imyssa dormitaba inquieta en una silla. Uno de los riesgos de la edad era esa tendencia a dormitar en los momentos más improbables; en estos momentos debiera estar ayudando a Anghara a prepararse para la fiesta. Pero Anghara no estaba allí.
Si la anciana nodriza hubiera estado despierta, y hubiera mirado por la ventana en dirección a donde el cielo se teñía lentamente de un vivo tono naranja, habría podido ver al cormorán que sobrevolaba la gran torre del homenaje de Carn Caille. Una solitaria silueta negra recortada contra un cielo en llamas, y un pájaro cuya visión presagiaba acontecimientos siniestros. Si lo hubiera visto, Imyssa habría corrido a sus runas y sus hierbas, y habría conjurado un hechizo para ver y de esa forma determinar el significado de la aparición del cormorán. Pero no lo vio. En lugar de ello, inmersa en su sueño sin forma, se movía espasmódicamente como si fuera víctima de convulsiones, y sus arrugados párpados se agitaban en un inconsciente y temeroso espasmo.
Anghara abrió los ojos y se encontró con un pedazo de esquisto a pocos centímetros de su rostro. Las costillas y el brazo derecho le dolían; cuando, con una acción refleja involuntaria, sus piernas se movieron, descubrió que estaba tumbada boca abajo sobre una tierra seca y marchita, la cabeza torcida en un ángulo imposible. Algo se agitó a su espalda; sobresaltada, hizo un movimiento brusco para alejarse y entonces se dio cuenta de que no era más que un matorral enano, y que uno de sus pies estaba enredado entre sus ramas marchitas y resecas.
El matorral había amortiguado su caída...
Se incorporó apoyándose en los codos, y por un momento pensó que iba a marearse. La cabeza le daba vueltas, y cuando exploró su cráneo con dedos vacilantes, la más leve presión sobre su sien izquierda le produjo un dolor lacerante.
Le dolía todo el cuerpo. Sus ropas estaban rasgadas, había arena en sus cabellos, y las palmas de las manos estaban arañadas; tenía el vago recuerdo de que, en un momento dado, había extendido los brazos en un fútil intento por evitar golpearse demasiado fuerte contra el suelo cuando
Sleeth...
Una sola imagen puso en marcha todas las demás, y una furiosa sensación de contrariedad la invadió. Hacía años que no se caía de un caballo, y el comportamiento de
Sleeth
había sido siempre predecible.
Sólo que
Sleeth
no se había mostrado terca ni temperamental. Se había mostrado
aterrorizada.
Anghara no había tenido más que problemas con la yegua mientras cabalgaba por la llanura.
Sleeth
esquivaba las sombras, veía fantasmas y enemigos detrás de cada nudoso matorral y en los contornos de cada roca. Se movía de lado, resoplaba, sacudía la
cabeza
en un esfuerzo por deshacerse de su
jinete... Había resultado cada vez más ingobernable
con cada metro recorrido. Pero ¡a furia de la princesa se negaba a aplacarse; controlaba a
Sleeth
con ferocidad y la obligaba a seguir adelante, y la reticencia de la yegua sólo servía para reforzar su propia determinación. Por último, empero —y Anghara no podía recordar cuánto tiempo había transcurrido o cuánto camino habían recorrido, antes de que sucediera—,
Sleeth
se había dejado dominar por el pánico. Un relincho agudo, un encabritamiento incontrolable, y la princesa había salido despedida de la silla, pasando ignominiosamente por encima de la cabeza de
Sleeth
para estrellarse, perdiendo el conocimiento, contra el duro suelo.
No hubiera debido de ser tan temeraria. La rabia que la había corroído durante todo el día se había convertido en cenizas ahora, y lamentó con amargura su terquedad.
Olvídalo,
había dicho Imyssa; e Imyssa estaba en lo cierto. Su insistencia por cabalgar hasta aquel abandonado y agreste lugar no le había acarreado más que problemas; ahora con toda seguridad
Sleeth
se habría desbocado y huido a casa, dejándola sola, aturdida y posiblemente perdida en aquella vasta y hostil tierra de nadie.
La princesa se sentó con movimientos lentos y deliberados y se frotó los ojos. Las pestañas estaban incrustadas de arena y todo le parecía borroso. Se preguntó cuánto tiempo había permanecido en el suelo; a través de sus ojos llorosos podía ver que el cielo aún estaba iluminado, pero el calor del día había dado paso a un desagradable y hostil viento helado. Algo se movió a poca distancia, pero no era más que una mancha borrosa: se frotó los ojos otra vez, y por fin el mundo se aclaró ante ellos.
Sleeth
no había huido. En lugar de ello permanecía a unos veinte metros de donde se encontraba Anghara. La yegua tenía la cabeza gacha y mostraba un aspecto deprimido y derrotado; contemplaba a Anghara inquieta, y no hizo la menor intención de acercarse.
—Sleeth.
Acércate, chica. Acércate. —La voz de Anghara sonó temblorosa; la caída le había hecho perder casi por completo el control de sus facultades.
Sleeth
agitó la cabeza nerviosa, pero no se movió.
—
¡
Sleeth!
Sleeth
siguió sin querer obedecer; aunque ahora Anghara se dio cuenta de que la yegua se debatía entre las exigencias conflictivas de las órdenes que se le había enseñado a obedecer y su propio miedo innato. Quería acercarse a su dueña, pero no podía. No se atrevía.
El último sorprendente fragmento de su dispersa memoria encajó en su lugar, y la princesa comprendió por qué estaba tan asustado el animal.
Sleeth
estaba a la luz del sol; pero Anghara estaba en la sombra. Una sombra alargada, angulosa y extraña. Supo lo que era antes de reunir el valor necesario para volver la cabeza: la había visto crecer a partir de un lejano punto mientras forzaba a la poco dispuesta yegua a recorrer la llanura, tomar forma, desarrollar consistencia, convertirse en algo tridimensional, hasta que finalmente ya no era una sombra de su imaginación sino una amenazadora y tangible realidad.
La Torre de los Pesares.
Una sensación de náusea la recorrió y su estómago se contrajo. Reprimió el espasmo tan bien como pudo, en un intento de convencerse de que su terror era irracional. Pero no podía deshacerse de él. La leyenda tenía demasiados años, el lugar había estado abandonado demasiado tiempo; y las palabras de la balada de Cushmagar resonaron como un eco sobrenatural en sus oídos.
Ningún ojo humano se posará sobre su puerta y ningún pie humano mancillará la tierra que la rodea.
Tabú. Un lugar prohibido. Una voz interior le gritó que se levantara y corriera hacia
Sleeth,
cabalgara hacía el norte tan deprisa como le fuera posible a la yegua y no volviera ni una sola vez la vista atrás. Sus dedos escarbaron entre el polvo mientras se ponía en cuclillas, dispuesta a obedecer aquel impulso...
Y antes de que pudiera detenerlo, algo oscuro, primario, más allá de su control, la obligó a volver la cabeza.
Aspiró con fuerza de forma involuntaria y el sonido fue como un chasquido en medio del silencio que la rodeaba. A menos de treinta metros de ella la Torre de los Pesares se elevaba hacia el cielo, ocultando el sol que empezaba a descender hacia su ocaso. La gran pared que tenía frente a ella estaba de perfil, y desde allí la sombra proyectada por la torre se extendía como un dedo gigantesco y maligno para tocarla. Casi le pareció como si la sombra la hubiera rodeado en un impuro abrazo que, incluso aunque se apartara de sus garras, seguiría llevando su mancha bajo la luz del sol. Clavó los ojos en el enorme monolito, sintiendo como si por su sangre corrieran serpientes, paralizada por la terrible enormidad de su transgresión.
Era una construcción sólida, una estructura rectangular que resultaba extraña a las suaves curvas de la arquitectura de las Islas Meridionales. Y aunque los siglos habían desgastado y suavizado sus contornos, algo en aquella anormal estructura de cantos duros llenó a Anghara de repugnancia. Era fría, anónima, su fachada de lisa e imponente piedra carecía por completo de ventanas y del más mínimo adorno. Anghara se sentía empequeñecida. La torre, como un gigantesco animal de presa, parecía absorber la vida y la fuerza de su cuerpo, y tuvo la terrible sensación —ilusión, se dijo,
ilusión
— de que si no escapaba de su influencia rápidamente se quedaría paralizada allí mismo y echaría raíces como los retorcidos matorrales en aquel horrible lugar.
Sleeth
lanzó un agudo relincho. El hechizo de la torre se hizo añicos, y Anghara giró la cabeza con rapidez. Vio que la yegua parecía alerta, la cabeza levantada ahora como si hubiera escuchado un sonido que estuviera fuera del alcance de los oídos de la muchacha. Percibió el temor de la yegua, y de nuevo se apoderó de ella el impulso de huir.
Pero no podía. No ahora que estaba tan cerca. Muy despacio, se volvió para mirar de nuevo a la Torre de los Pesares, y consiguió controlar su desbocada imaginación. Era una torre, nada más; un edificio construido por manos tan humanas como las de los artesanos que habían levantado Carn Caille. Piedra y mortero, vulnerable a los elementos. No poseía ningún poder sobrenatural, no alojaba ningún demonio excepto aquellos que sus propias pesadillas habían creado. Y deseaba exorcizar a esos demonios, de una vez por todas.
Sin darse cuenta ya había dado un paso en dirección a la torre, y tan sólo el agudo y asustado relincho de
Sleeth
la hizo detenerse de nuevo.
—No —dijo en voz alta, sin saber si le hablaba a la yegua o a sí misma.
La palabra se perdió en la vacía planicie sin levantar un solo eco. No se atrevía a acercarse. No
debía
acercarse: estaba mal, prohibido...
Pero si no lo descubría, averiguaba, comprendía, los demonios de sus sueños la perseguirían por el resto de su vida. Jamás se le presentaría una oportunidad semejante!
Las formas de Kalig, Imogen, Imyssa, Cushmagar, incluso la de Fenran, se alzaron acusadoras en su interior.
Deja tranquilas a esas viejas piedras.
La leyenda no debe ser mancillada. No hay que defraudar la confianza de la Madre Tierra. La larga sucesión de antepasados la habían mantenido; ella debía seguir su ejemplo, mantenerlo para salvaguardar su vida...
Y la Torre de los Pesares la llamaba, como si hubiera esperado, durante todos aquellos siglos, su llegada.
Anghara se llevó el dorso de la mano a la boca y dejó escapar un sonido casi inaudible e inarticulado. Le pareció como si la torre poseyera una sensibilidad independiente y hubiera extendido una mano para tocarla, para aprisionarla... Dio un traspié hacia adelante al tiempo que la idea pasaba por su mente con un estremecimiento, y ahora la gran pared lisa se alzaba justo frente a ella; no estaba ni a diez pasos del muro.
Veía la puerta; un bajo y modesto rectángulo en la pared de la torre. El Hombre de las Islas, cuya mano la había colocado en la piedra, no había sido alto. Un minuto, pensó Anghara; un minuto nada más, y vería lo que él había visto, sabría lo que él había sabido. Y los fantasmas que la habían perseguido desde la infancia quedarían destruidos para siempre. Un minuto. Nada más. No cruzaría el umbral. Miraría, una vez, y luego abandonaría aquel lugar para no regresar jamás. Tan sólo un minuto. Tan sólo una mirada.
El sol llameaba en el horizonte arrojando titánicas y furiosas lanzas color carmesí hacia las alturas. En menos de una hora estaría oscuro, pero Anghara ni se daba cuenta ni le importaba. El muro vertical de la Torre de los Pesares estaba ante ella, aunque no recordaba haber andado aquellos pocos y cruciales pasos. La puerta era, exactamente, de su misma altura.
Extendió el brazo, y posó la mano sobre la antigua y petrificada madera.
—La fiesta está a punto de empezar —dijo Kirra—. No podemos retrasarlo mucho más, Fenran: tendremos que decírselo a mi padre.
Fenran asintió con tristeza. Estaban sobre la muralla que flanqueaba la gran torre del homenaje de Carn Caille. El sol, justo en la línea del horizonte ahora, teñía sus rostros y los viejos bloques de piedra de un crudo tono rojizo. Fenran intentaba no ver malos presagios en la siniestra luz.