—¿En serio?
—Se está haciendo tarde. Cualquier criatura con un ápice de sentido común está ya en su madriguera o en su guarida a estas horas, y deberíamos ponernos en marcha. Si oscurece mucho más, Imyssa y tu madre empezarán a preocuparse.
Anghara suspiró. No le apetecía en absoluto abandonar el largo y luminoso día por los muros de Carn Caille, y allí arriba, en la escarpadura, había vuelto a adueñarse de ella aquella vieja sensación; la espantosa, excitante, insaciable sensación que la había asaltado tan a menudo desde que era una niña pequeña y había contemplado las llanuras meridionales por primera vez. La imperiosa sensación de querer
saber...
Fenran vio reflejarse algo de aquello en su rostro, y su propia expresión se trocó en una de preocupación. Siguió su mirada hasta la lejana sombra que se alzaba sobre la llanura, y dijo:
—¿No pensarás todavía en la Torre de los Pesares?
Enojada consigo misma por resultar tan transparente, Anghara se encogió de hombros.
—No hay ningún mal en pensar.
—Oh, pero sí lo hay. O podría haberlo, si los pensamientos se apoderan demasiado de uno. —Se inclinó hacia adelante y le oprimió el brazo—. Olvídala, mi pequeña loba; es más seguro. Los caballos están cansados, y tu futuro amo y señor muerto de hambre. Déjalo estar y regresemos a casa.
No estaba en la naturaleza de Anghara el dejarse maniobrar u obedecer a nadie —incluido su padre— por un motivo ajeno al sentido del deber. Pero durante el tiempo que hacía que se conocían, Fenran había aprendido la forma de manejar su vivo temperamento y su tozudez, y algo en su voz la aplacó y convenció. Le dirigió una débil sonrisa y, con sólo una pequeña muestra de desgana, espoleó la yegua hacia adelante para seguirlo ladera abajo.
—¡Vamos ya, hija mía; mira la hora que es! ¡Regresa a la cama, y duérmete!
Anghara se apartó de la ventana para dirigirse a donde Imyssa revoloteaba como una regordeta y mimosa gallina clueca. La anciana nodriza había arreglado las ropas del lecho, alisado la sábana inferior, tirado del edredón relleno de plumas de ganso hasta dejarlo bien recto, y ahuecado las almohadas; ahora, con ninguna otra cosa en qué ocupar las manos, iba y venía de un sitio a otro por detrás de la muchacha.
Anghara suspiró irritada.
—No puedo dormir, Imyssa; no estoy cansada, y no quiero regresar a la cama. Ahora vete, y déjame dormir.
Imyssa la contempló con atención, sus ojos azules llenos de agudeza a pesar de estar rodeados de arrugas.
—Vuelves a estar preocupada; y no pienses que no conozco la razón.
—No la conoces —replicó Anghara—. Puede que seas una bruja, pero no puedes leer mis pensamientos; y no son cosa que te deba importar.
—¡Oh, no lo son! ¿Crees que no te conozco tan bien como a las líneas de mi propia mano, yo que te saqué del cuerpo de tu madre y te cuidé desde que eras una criatura hasta ahora que eres toda una mujer? —Imyssa cruzó los brazos—. ¡No necesito mi Arte para saber qué es lo que no va bien contigo! —Dio un paso en dirección a la princesa—. Sé dónde has estado y sé lo que has visto hoy; y te digo muy seriamente: ¡quítatelo de la cabeza y envíalo lejos, a los lugares oscuros a los que pertenece!
El problema con Imyssa, pensó Anghara, era que sus conocimientos como mujer sabia le permitían
realmente
leer la mente, o al menos las inclinaciones, demasiado bien. Hundió la cabeza entre los hombros, malhumorada, y regresó a la ventana para contemplar el oscuro revoltijo que era Carn Caille. No había luna esa noche, pero en el cielo se reflejaban los apagados resplandores del sol situado apenas a unos pocos grados bajo el horizonte, y el patio y el antiguo torreón que señalaban los límites de la fortaleza estaban claramente visibles. Más allá de Carn Caille, por encima de las colinas llenas de maleza y pasados los amontonados árboles del bosque, estaba la llanura y la tundra y la Torre de los Pesares...
La voz de Imyssa interrumpió de nuevo sus pensamientos.
—Olvídate de ese lugar, niña mía. No es una carga que tú debas soportar jamás; es a tu hermano a quien corresponderá cuando la Tierra, nuestra Madre, se lleve con Ella a tu padre algún día; aunque espero que nos concederá aún muchos años de su compañía. —Había algo más que una ligera reprimenda en su voz, y algo, incluso, que Anghara pensó que olía a temor—. Ten en cuenta mi consejo, porque yo
sé
—añadió Imyssa llena de misterio.
El enojo se apoderó de nuevo de Anghara.
—¿Qué es lo que sabes? —exigió—. Dímelo, Imyssa: ¿qué es lo que sabes exactamente sobre la Torre de los Pesares?
Imyssa apretó los labios.
—Nada, excepto la ley que nadie ha infringido jamás; y no la pongo en duda. ¡Criaturas mejores que tú han obedecido esa ley desde el principio del tiempo, y si deseas ser una persona sensata, seguirás su ejemplo!
Había de repente tanto énfasis en su voz, que Anghara se sintió impresionada. En muy pocas ocasiones había oído a Imyssa hablar con tal fiereza; la naturaleza de la anciana era demasiado apacible y cariñosa para tener tan feo defecto, y su manifestación ahora resultaba inquietante. Un sentimiento de culpabilidad siguió al de disgusto; no había tenido intención de trastornar a Imyssa ni de hacerle pagar su mal humor, y de pronto lamentaba su arrebato.
La nodriza vio cómo la llameante luz de desafío se apagaba poco a poco en el rostro de Anghara y, agradecida por no tener que hacer hincapié en un tema desagradable, se volvió hacia una mesita baja situada cerca de la mesa. Sobre la mesilla había un reloj; un ornamentado y complejo objeto de delicadas ampollas y tubos de cristal soplado en un armazón de filigrana de plata. Un líquido de color corría por el cristal en un intrincado diseño, filtrándose despacio en las pequeñas ampollas y llenándolas, una por cada hora que transcurría. Cuando habían transcurrido doce horas, se hacía girar la estructura en su armazón y todo el proceso se iniciaba de nuevo. El reloj había sido un regalo de cumpleaños hecho a Anghara por la familia de la reina Imogen, quien valoraba en mucho tales invenciones, pero la princesa compartía —aunque en privado— la opinión de Kalig de que era un juguete cursi y que la hora podía saberse mucho más fácilmente y de una forma mucho más conveniente con sólo contemplar el cielo.
Imyssa golpeó la estructura de filigrana con una uña, y el reloj dejó escapar un suave y débil repiqueteo.
—¡Mira la hora! —dijo, agradecida por tener un nuevo tópico con que distraer la atención de ambas—. Mañana habrá una fiesta para celebrar el inicio de la nueva temporada de caza, y tendrás que tocar para los invitados del rey. ¿En qué estado estarás si no duermes?
—Estaré en forma. —Pero el resentimiento de Anghara empezaba a desvanecerse, y había un matiz de afecto en su voz—.
Por favor,
Imyssa querida, déjame ahora.
La anciana arrugó la frente.
—Bueno..., entonces te prepararé una bebida para calmarte. —Miró a su pupila—. Algo para poner fin a esas tempestuosas ideas que tienes en la cabeza.
Resultaría fácil apaciguarla, y quizás incluso la paz artificial de una pócima sería mejor que el tormento de la insatisfacción. Anghara asintió.
—Muy bien.
Satisfecha, Imyssa cruzó deprisa la puerta baja que separaba el dormitorio de Anghara del suyo. Mientras preparaba la poción somnífera de una colección de hierbas que guardaba en un pequeño morral que llevaba siempre con ella a todas partes, su voz, reprendiéndola cariñosamente, atravesó el abierto umbral, entremezclada con el rítmico golpeteo de la mano de mortero en el almirez.
—¡Ya debieras poder hacer esto por ti misma, niña mía, en lugar de confiar en que la vieja Imyssa lo haga por ti! ¡Los huesos y espíritus de mis abuelas saben que he intentado enseñarte mis habilidades desde que apenas andabas, y saben, también, que posees el talento con tanta seguridad como cualquier mujer sabia que jamás haya existido! Pero no; nunca te has aplicado a tus estudios, como una chica obediente. Demasiado ocupada en montar a caballo, cazar y correr con los muchachos... ¡No me asombra que tu pobre madre, la reina, se desespere por ti algunas veces! —Se oyó el sonido del líquido al ser vertido, luego una cuchara de plata que se agitó con rapidez y mucho ruido en una copa de barro.
—Madre no se desespera conmigo —la contradijo Anghara—. Me acepta tal y como soy, querida Imyssa. Además, ¿de qué me servirán los conocimientos de brujería cuando esté casada?
—¿De qué? —la voz de Imyssa aumentó de potencia en el momento en que apareció en la puerta con la poción en la mano—. ¡De todo aquello que se te ocurra, y podría nombrarte unas cien cosas sin detenerme para respirar! Puedes ver más allá, puedes predecir el tiempo, tienes un don con los caballos y los perros que es la envidia de todos los habitantes de Carn Caille; ¡y no creas que no te he visto utilizar esos truquillos que te enseñé para doblegar la voluntad de cualquiera sin que se dé cuenta! Además está...
—Sí, sí —interrumpió Anghara con precipitación, consciente de que Imyssa podía y cumpliría su promesa de nombrar un centenar de diferentes posibilidades si no se lo impedía—. Pero no las
necesito.
—Sonrió—. No hace falta magia para convencer a Fenran de que piense como yo.
La nodriza sonrió burlona pero, dándose cuenta de que Anghara necesitaba más dormir que debatir, no hizo otro comentario y se limitó a entregarle la copa—. Ahí tienes. Bebe, y a la cama. —Y en voz baja masculló—: ¡No los necesita, dice!
Anghara se tomó la poción, que estaba mezclada con zumo de manzana endulzado con miel y tenía un sabor delicioso, y no protestó cuando Imyssa corrió el tapiz-cortina sobre su ventana y bajó la mecha de su lámpara hasta dejarla en una punta apenas resplandeciente. Dejó que la vieja nodriza la empujara hasta la cama, y, mientras la cubría con la colcha hasta los hombros, Imyssa le dijo, con más dulzura:
—No te preocupes, pequeña. Tienes cosas más alegres en las que pensar que antiguas leyendas. Buenas noches, mi niña.
Imyssa despedía un agradable perfume a hojas frescas y a miel y al aroma prensado de las flores de las tierras bajas; aromas que transportaban recuerdos de la infancia; y Anghara extendió su brazo y con la suya apretó la mano arrugada de la mujer antes de que ésta apagara la lámpara y la habitación se sumiera en la reluciente semioscuridad de una noche de verano meridional.
P
ara demostrar su alegría ante el inminente matrimonio, el rey Kalig había concedido a Fenran y a Anghara el excepcional honor de iniciar el baile en la fiesta de apertura de la temporada de caza. Al contemplarlos, mientras se dirigían al centro de la habitación ante el aplauso de todos los reunidos, Kalig se recostó en su asiento y sonrió, orgulloso de la imagen que ofrecían y muy satisfecho de la vida en general.
El baile de etiqueta era otra de las innovaciones que la reina Imogen había traído a la ignorante corte de Carn Caille. Se contaba entre sus entretenimientos favoritos, y al casarse había estado decidida a no verse privada de él. Le había costado mucha paciencia y tenacidad influir en Kalig y sus nobles para que refinaran el caótico y bullicioso retozar que acompañaba a veces las más embriagadas celebraciones de la corte; por último se llegó a un feliz compromiso al introducir algunos pasos fijos y un cierto elemento de gracia en las más bellas danzas populares antiguas. El «nuevo entretenimiento» alcanzó una sorprendente popularidad, e Imogen había descubierto un inesperado aliado en Fenran, que había disfrutado mucho de la música y el baile en casa de su propio padre.
Mientras contemplaba cómo la pareja se movía y giraba por todo el enorme salón cuyo techo cruzaban grandes vigas, Imogen pensó en la espléndida pareja que hacían. Anghara desdeñaba el convencionalismo de llevar el pelo trenzado y lo lucía tal y como le sentaba mejor: suelto y cayéndole sobre los hombros en una catarata cobriza que realzaba las sencillas líneas de su ajustado vestido verde. Era alta y delgada, elegante como un joven sauce; hacía honor a su sangre real. Y Fenran resultaba el complemento perfecto, la imagen de la elegante sobriedad en negro y gris, pero con una inteligencia en la mirada y una expresión resuelta, obstinada —quizás incluso ligeramente imprudente— en su rostro moreno que compensaban su aparente austeridad. El matrimonio entre aquellos dos jóvenes prometía un resultado mejor de lo que Imogen había esperado en un principio, ya que bajo el tórrido fuego de la pasión que ardía en ellos, existía ahora un firme núcleo de compatibilidad e igualdad de ideas que mantendría la llama encendida aun cuando la edad convirtiera la pasión en un agradable recuerdo.
Es curioso, pensó Imogen, cómo un acontecimiento tan insignificante como la llegada de Fenran a Carn Caille hacía poco más de dos años, había florecido hasta convertirse, contra toda probabilidad, en algo que cambiaría sus vidas. Aunque se sentía reacio entonces a hablar de su antigua vida, Fenran era el segundo hijo —o tercero, Imogen no podía recordar cuál— del conde Bray de El Reducto, una gran isla justo al otro extremo del mundo, en el lejano norte. Una disputa familiar había dado como resultado el que Fenran abandonara su país a la edad de dieciocho años, momento desde el cual había vagado por el mundo vendiendo su cerebro o su vigor a cualquiera que quisiera emplearlo. Había llegado a las Islas Meridionales como miembro temporal de la tripulación de un carguero procedente del este,
y un
capricho de la suerte lo
había
conducido a Carn Caille cuando un capataz de la comitiva destinada a llevar la carga desde el Puerto de Ranna a la corte de Kalig contrajo unas fiebres y Fenran ocupó su lugar. Como le gustó lo que vio del intransigente pero generoso sur, Fenran se propuso congraciarse con él y demostrarse digno del servicio al rey. No tardó mucho en convertirse en guarda de los inmensos bosques de caza que lindaban con la fortaleza de Kalig.
Kalig sujetaba con fuerza el timón de su reino y pocas cosas escapaban a su atención, de modo que la diplomacia especial con que su nuevo guarda dirimía las disputas territoriales entre sus guardabosques no tardó en llegar a su conocimiento. Tras entrevistarse con Fenran, se sintió impresionado por la franqueza e inteligencia del joven, y éste se vio ascendido al servicio directo del rey, con su propio alojamiento en Carn Caille y un lugar a la mesa de la familia real. Anghara, al encontrarse por primera vez con el nuevo brazo derecho de su padre, había reconocido en él una mente aguda, un ingenio vivo, y un sentido de la independencia y del valor que se avenían mucho al suyo.