Nervios (15 page)

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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Nervios
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Dirigió esta última exclamación a uno de los componentes de la cuadrilla de veinte o más hombres que habían empezado a avanzar. El que iba en cabeza subía hacia lo que parecía una posición idónea para contemplar el interior del convertidor, pero el suelo casi se hundió bajo su peso. El hombre tuvo tiempo de pegar un salto y caer sobre otro montículo de ruinas, donde puso firmemente los pies y comenzó a sondear en el magma.

—¡Eh! ¡El de la grúa! ¡Sujétela donde pueda servir de ayuda a los que van detrás! ¡Así!

Doctor, ya sé tan bien como tú que no es nada conveniente que los hombres entren aquí en estas condiciones ni siquiera durante cinco minutos, pero si ayuda a encontrar a Jorgenson no dudaré en hacer entrar a cien hombres más.

El doctor no respondió; sabía que probablemente habría cien o más de aquellos locos que se presentarían voluntarios y comprendía que de todas maneras era una acción totalmente necesaria. Los tanques no podían investigar a fondo aquella masa revuelta de elementos radiactivos, maquinaria, muros derruidos, escombros y destrucción, aparte de ser demasiado lentos en una búsqueda tan delicada como aquella. Era una tarea que sólo podían realizar los hombres, provistos de las largas sondas que portaban. Mientras pensaba en todo ello, la actividad del magma explotó de repente en una erupción, y uno de los hombres perdió su pértiga, se desequilibró y finalmente cayó en la masa radiactiva.

El que estaba a cargo de la grúa llevó el garfio hasta allí con toda rapidez, lo dejó caer sin fortuna a la primera ocasión, lo probó de nuevo y lo levantó con el cuerpo del caído asido por el brazo derecho. Inmediatamente, la grúa volvió sobre sus pasos y salió del campo de visión del doctor en dirección al exterior.

El calor del ambiente se hacía notar a pesar de los muros del tanque y de la protección del traje acorazado. Empezaban a sentir una ligera sensación de ardor en aquellas partes donde el aislamiento de la armadura era menor. El doctor se colocó lo mejor que pudo para evitarlo en el interior de su traje mientras Palmer ajustaba el acondicionador de aire a su potencia máxima; uno de los controles parecía haberse atascado, pero finalmente cedió con un ruido sordo. Ferrel se acomodó en el asiento e intentó no pensar en lo que estarían pasando los hombres que sondeaban el corazón de aquel infierno sólo con sus armaduras. Ni siquiera tenía ganas de ver lo que hacían. Palmer trató de hacer avanzar un poco la máquina, pero los obstáculos le hacían muy difícil la progresión. En dos ocasiones algo golpeó el tanque, pero no produjo ningún daño.

—Ya van cinco minutos —dijo Ferrel a Palmer—. Será mejor que al salir vayan directamente a ver a la doctora Brown, que en estos momentos debe estar ya ahí fuera preparada para someterlos a tratamiento.

Palmer asintió y transmitió las órdenes pertinentes.

—¡Recoja con la grúa a todos los que pueda y sáquelos! Briggs, mande otra tanda.

Maldita sea, doctor; esto puede llevarnos todo el día. Tardaremos una hora en explorar toda esta zona en la que estamos, y luego resultará que Jorgenson estará en otro sitio.

Además, parece que el magma se está poniendo cada vez peor por aquí, por lo que me han contado hace un rato. Me pregunto si se puede echar abajo esa chapa de acero.

Embragó, se apañó para poner el tanque en dirección a la chapa y avanzó con dificultad. Las cadenas del tanque resbalaron un poco quedaron por fin bien apoyadas y a continuación el morro empujó con energía; casi sin esfuerzo, el fragmento de edificación resbaló de su posición inclinada y se deslizó hacia adelante. El tanque gruñó y echó humo, subió encima de la plancha y avanzó por ella otros seis metros hasta donde terminaba. El trozo de acero que los sostenía se iba hundiendo lentamente, pero algo situado debajo lo detuvo y quedaron inmóviles una vez más. Palmer maniobró con el garfio delantero del tanque y apartó un trozo de mampostería para que dos hombres empezaran a sondear aquel punto con las puntas de sus pértigas. Sin resultado alguno.

Hubo un nuevo relevo, y otro más.

Por los cascos escucharon otra vez la voz de Briggs entre las interferencias.

—Palmer, tengo aquí a un loco que pretende montar con un garfio en el extremo del brazo de su tanque.

—¡Que entre inmediatamente!

Palmer empezó a mover otra vez los controles y el tanque se levantó, dio la vuelta, avanzó y volvió a repetir todo el proceso mientras la plancha que lo sostenía se balanceaba de un lado a otro en precario equilibrio.

El doctor contuvo la respiración y empezó a rezar. Su admiración por el valor del hombre que iba a situarse en medio de aquel caos y por la habilidad de Palmer; iba en aumento a pasos agigantados.

El aguilón de la grúa que llevaba en aquel momento al voluntario avanzó en dirección al tanque de Palmer, al tiempo que de éste surgía la pértiga desplegable: pero no alcanzaban a cruzar el espacio que había entre ambos aparatos. El tanque era relativamente ligero y maniobrero, pero Palmer ya lo había llevado hasta el punto más adelantado que podía, y casi se encontraba al borde de la plancha que lo sostenía.

Todavía había un metro entre ambas pértigas.

—¡Maldita sea! —dijo Palmer. Abrió la portezuela del tanque, saltó hacia adelante y echó una ojeada antes de regresar al interior—. ¡No puedo acercarme más! ¡Desde luego, estos hombres se ganan el sueldo!

Sin embargo, el hombre que llevaba la grúa tenía sus propios recursos: empezó a mover hacia arriba y hacia abajo el garfio del que colgaba el voluntario, que iba de un lado a otro como un péndulo, y logró acercar poco a poco el extremo al vértice de la pértiga del tanque. El hombre extendió el brazo, cogió por fin el extremo que le esperaba y se soltó del que le había llevado hasta allí. Durante un segundo quedó suspendido en el aire, al tiempo que balanceaba el cuerpo para colocarse en una posición mejor, hasta lograr montarse sobre el extremo de la pértiga y quedar bien sujeto con las piernas.

El doctor respiró entonces y Palmer hizo girar lentamente el tanque hasta ponerlo frente al punto que deseaba explorar. En aquella posición, el voluntario podía sondear una amplia zona que había frente a ellos, lo que empezó a hacer rápidamente.

—Ganemos o perdamos, ese hombre se merece lo que quiera como premio —murmuró Palmer—. ¡Eh!

La sonda había localizado algo y lo estaba tanteando para determinar su tamaño; el voluntario les miró y señaló el hallazgo frenéticamente. El doctor se abalanzó hacia una ventanilla mientras Palmer alargaba el garfio y empezaba a sumergirlo en el material semiderretido; encontró alguna resistencia, pero al fin los dientes del garfio penetraron en el magma y asieron algo que se negaba a salir. Las manos de Palmer movieron los controles con suavidad, tirando de un lado y otro del objeto; a regañadientes, el objeto cedió y se movió hacia ellos, y al final surgió ante ellos, que al fin pudieron observar su aspecto general. ¡Estaba claro que no era un traje Tomlin!

—Una caja de plomo de tolva. ¡Maldita sea! Aguarda. Jorgenson no es tonto; cuando se dio cuenta de que no iba a llegar a ninguna de las cámaras de seguridad, a lo mejor pensó en… Puede ser…

Palmer dejó caer otra vez el garfio contra la tapa de la caja, que se encontraba cerrada, pero el utensilio resultaba demasiado grande para levantarla. Sin embargo, el voluntario captó la idea y se deslizó hasta la caja. Empezó a limpiar rápidamente una de las esquinas de la tapa. Allí sí pudo asirse el garfio, que alzó el resto del plomo y dejó al descubierto el interior. El hombre intentó levantarse para descubrir lo que había pero le resultó imposible.

El gerente observó sus movimientos, alzó la caja por uno de los extremos con el garfio y la trasladó a un lugar más cercano al tanque; del interior salía magma, pero se veía el brillo de algo más.

—¡Empieza a rezar, doctor! —gritó Palmer. Luego volvió a salir por la portezuela, por la que penetró la radiación y el despiadado calor. Sin embargo, nada de ello preocupaba en aquel instante al doctor, que le siguió hasta la caja de plomo para ayudar a los otros dos a sacar el cuerpo de un hombre enorme encerrado en un traje Tomlin con cinco capas protectoras.

Sin saber cómo, sostuvieron los más de doscientos cincuenta kilos, los sacaron de la caja y los dejaron en el suelo de la plataforma, donde apenas cabían todos. El voluntario se metió en el tanque, cerró la puerta y se dejó caer hacia adelante; se había desvanecido.

—¡Déjelo! ¡Atienda a Jorgenson!

La voz de Palmer sonó pesada a consecuencia de la tensión acumulada, pero dio la vuelta y condujo el tanque hacia la salida a toda velocidad, sin pararse a pensar en lo arriesgado de su actitud. Cruzó la zona de escombros a una velocidad todavía mayor de la que había desarrollado al entrar en la parte ya limpia de cascotes.

Ferrel desatornilló la parte delantera de la armadura de Jorgenson lo más deprisa que pudo, aunque se había dado cuenta ya de que aquel hombre seguía con vida de milagro.

Los cadáveres, pensó, no tenían fuerza suficiente para mover de un modo apreciable un traje de ciento cincuenta kilos con las crispaciones musculares. Una mirada de reojo al pasar frente a las ruinas del edificio de protección del convertidor le hizo fijarse en que los operarios estaban empezando a preparar de nuevo el material necesario para dominar otra vez aquella reacción nuclear, pero por fin la parte delantera del traje de Jorgenson quedó suelta y el doctor volvió los ojos a su trabajo sin poder apreciar los detalles de la acción que transcurría en el exterior. Cortó una parte de las ropas del gigante y dispuso las inyecciones necesarias: primero curare, luego plasma, aminas, paramorfina y otra vez curare, aunque sin atreverse a inyectar la cantidad que parecía necesitar aquel paciente.

Ya no se podía hacer nada más hasta sacar totalmente al individuo del traje Tomlin. Se volvió entonces hacia el voluntario, quien ya estaba sentado y apoyado contra el respaldo del conductor.

—No es nada, doctor —le dijo el hombre—. No tengo espasmos, sólo son unas cuantas quemaduras y ese maldito calor. ¿Y Jorgenson?

—Vivo, al menos —repuso Palmer con un poco de alivio.

El tanque se detuvo y Ferrel vio a Brown que se acercaba presurosa junto al camión.

Luego, dirigiéndose al voluntario, le dijo:

—Bueno, quítese ese traje, cuídese esas quemaduras y suba a mi despacho. Quizá le podamos conseguir un mes de vacaciones pagadas en Hawai o algo parecido.

En el rostro del hombre surgieron la sorpresa y la duda. Luego sonrió y movió la cabeza.

—Si lo dice de verdad, jefe, me complacería mucho más un descuento en la compra de una casa que sea suficiente para todos mis hijos.

—Si eso es lo que quiere, escójala y será suya limpia de polvo y paja. Se la ha ganado usted. Y quizá podamos añadir a eso una medalla o una botella de whisky. ¡Eh, ustedes, vengan a echar una mano!

Ferrel se quitó el traje con la ayuda de la doctora Brown y aspiró una bocanada de aire puro y fresco que le supo a gloria. A continuación se dirigió hacia el camión sanitario.

Jenkins salió a recibirle cuando se aproximó. El joven doctor se dirigió a un grupo de hombres y les pidió que subieran a bordo del camión dos camillas que ocupaban unos obreros heridos. Luego saludó efusivamente a Ferrel.

—Al ver el camión preparado para cualquier emergencia hemos decidido venir hasta aquí e intentar solventar los problemas que se puedan presentar. Sue y yo estamos trabajando a toda velocidad y tratamos de hacer las curas más urgentes, y ya nos ocuparemos de lo demás cuando dispongamos de más tiempo. Ahora podemos prestarle toda nuestra atención a Jorgenson. ¡Todavía sigue vivo!

—De milagro. Brown, quédese por aquí hasta que terminemos con estos hombres.

Luego intentaremos encontrarle un buen sitio para que descanse un poco.

Los tres operarios que llevaban a Jorgenson lo colocaron sobre la mesa de primeros auxilios y empezaron a regar la voluminosa armadura con una solución de verseno antes de proceder a quitársela. Cuando terminaron, todo el camión se puso en acción. De un pequeño esterilizador surgieron unos guantes nuevos y ambos médicos empezaron a trabajar al unísono en la curación de aquella carne intensamente quemada y en la localización y extracción de los fragmentos más dañinos de material radiactivo.

—No merece la pena —dijo el doctor, al tiempo que se echaba atrás y movía la cabeza en gesto de desaliento—. Lo tiene repartido por todo el cuerpo, y posiblemente en algunos puntos haya penetrado hasta lo más hondo de los huesos. ¡Si quisiéramos quitárselo todo tendríamos que filtrarlo!

Palmer se encontraba en el camión observando aquel montón de carne cruda con la típica reacción de asco de cualquier profano ante semejante visión.

—¿Podrás salvarlo, doctor? —preguntó.

—Vamos a intentarlo, eso es todo. La única explicación lógica que puedo encontrar de que todavía esté vivo es que la caja de plomo debe de haber estado por encima del magma, quizá flotando, hasta muy poco antes de que lo descubriéramos, y que el magma no le ha afectado hasta que se ha hundido. En estos momentos está prácticamente deshidratado, según parece, pero está claro que, aislado o no, no hubiera podido sudar lo suficiente para no morir de calor en el caso de que hubiera estado una hora en estas condiciones.

En los ojos del doctor se reflejaba la admiración cuando dirigía la mirada a aquel enorme hombre.

—Y además es duro de pelar; si no, se hubiera muerto de cansancio cuando se hubiera iniciado el descontrol muscular, aunque hubiera estado en ese traje y dentro de la caja. Y ha estado cerca de que así fuera. Mientras no encontremos un modo de quitarle del cuerpo todo ese material radiactivo que lleva encima no podremos dejar de tenerle totalmente drogado con curare. Jenkins, póngale otra intravenosa de solución salina y glucosa. Aunque logremos salvarlo ahora, Palmer, las posibilidades de que su mente haya quedado afectada son, según mi opinión, de un cincuenta por ciento.

El camión se había detenido y los hombres bajaron la camilla y la llevaron adentro mientras Jenkins terminaba de ponerle la inyección. El joven se fue también hacia la enfermería mientras Ferrel aceptaba un cigarrillo que Palmer le tendía y se quedaba con él al aire libre.

—¡Alegría! —El gerente sacó otro cigarro de la petaca y se encogió de hombros—. He estado repasando mentalmente los nombres de los que podrían ayudarnos en este mal trago, doctor, y no he encontrado ninguno por ninguna parte. Después de lo que he visto, estoy seguro de que Hokusai no podría hacerse cargo de este problema. Kellar sí podría pero está muerto desde hace bastantes años. Kellar era un fenómeno, capaz de sacar una respuesta del sombrero en un par de horas. Tenía un instinto genial en estas cuestiones, y era sin duda el hombre más grande que ha habido jamás en esta ciencia, aunque sus trucos amenazaron con quitar de nuestras manos el control y ponerlo todo en las suyas. Pero ahora tenemos a Jorgenson, tanto si salimos con bien como si no.

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