Compartir el dolor es acercarse un poco al otro, y los tres necesitaban ese acercamiento.
Y así, poco a poco, sin haberlo buscado, en aquella sala de espera fue creciendo entre ellos un sentimiento que se parecía mucho al que los gemelos sentían por Roberto y Roberto por ellos.
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Kiko se parecía mucho a su hermano. Apenas se llevaban diez meses. Cualquiera que los viera podría decir que, al igual que sus amigos, ellos también eran gemelos, o por lo menos mellizos. El mismo pelo negro, casi la misma estatura, la barbilla, la frente y los ojos. Pero no sólo se parecían en el físico, también en el carácter eran muy similares. Cuando eran pequeños no se separaban nunca. Ni siquiera en el colegio, porque al haber nacido los dos en el mismo año natural, les correspondía estudiar en la misma clase. No obstante, cuando se acercaban a la pubertad, Kiko tuvo un tropezón en los estudios y no le quedó otro remedio que repetir curso. Desde entonces, Roberto y él empezaron a distanciarse y a salir con diferentes grupos de amigos. A Roberto le vino muy bien, porque siempre había deseado que le considerasen como al hermano mayor, y disfrutar de las ventajas que supuestamente le correspondían.
Desde que comenzaron en la guardería, los gemelos habían sido amigos de ambos, pero con aquella separación no sólo se produjo un distanciamiento con su hermano, sino también con respecto a ellos.
Hasta que se reencontraron en el hospital, para los gemelos, Kiko había pasado a la categoría de los pipas, y ahí hubiera seguido de no haberse producido el accidente.
Ahora se pasaban tardes enteras en la antesala de la UCI, sentados unos junto a otros, con la misma preocupación.
Y no hay cosa mejor que tiempo por delante para encontrar un punto de encuentro con los demás, por muy diferentes que sean de nosotros.
Los días se hacían muy largos en aquella sala de espera.
Después de reflexionar durante todo un día, tras haberle colgado el teléfono al que había tomado por Roberto, Dafne llamó al móvil de su prima Paula y le dijo que tenía que contarle algo urgentemente. Le temblaba la voz, y se atropellaba al hablar.
—Llámame esta noche, Paula, es muy importante. No sabes lo que te estoy echando de menos.
—¿Y no me lo puedes contar ahora, tía? No sé si podré llamarte luego, no tengo saldo.
—Pues hazme una perdida y te llamo yo. Le cogeré el teléfono a mi madre cuando se haya dormido. Ahora tengo que irme, está a punto de llegar la profesora.
—¿Y vas a dejarme así? ¡Ya te vale! Por lo menos adelántame algo.
—En serio, no puedo hablar ahora, pero no dejes de llamarme. Te lo pido por favor.
—¡Qué favor ni qué favor! ¡Adelántame algo, joder!
—Está bien. Está bien. No te ralles.
—¡Pues venga! Suéltalo.
—Es que no sé cómo empezar y no tengo tiempo ahora...
—¿Es Roberto?
—Sí, es Roberto, pero yo creo que no es Roberto.
—¿Cómo que no es Roberto?
—No lo sé, tía, esta noche te lo cuento.
Aquella noche, Dafne cogió el móvil del bolso de Teresa cuando ésta se había dormido y le contó a Paula, casi sin tomar aliento, todo lo que había pasado en su ausencia. Las broncas con su madre, los mensajes de Roberto, las llamadas telefónicas, las horas muertas en el facebook, lo de la feria, y lo más importante, que Roberto decía que estaba en el pueblo, que había visto a Lliure y que, desde la última conversación que había mantenido con él, ella no sabía si realmente se trataba de Roberto.
Cuando Dafne terminó de hablar, Paula soltó un «ya te lo dije» del que se arrepintió en cuanto se oyó decirlo.
—Perdona, prima, pero es muy fuerte. Eso sí que no me lo veía yo venir. Sabía que esto terminaría mal, pero no peor. ¿Y por qué crees que no es Roberto?
—No sé. Cuando me dijo que estaba en el pueblo me mosqueé. Es demasiada casualidad. Creo que alguien me la está jugando, ¿sabes? No sé qué hacer Paula.
—Bueno, tranquila, déjame que lo piense. ¿No tienes ni idea de quién puede ser?
—Ni la más remota.
—¿Por qué no le citas en la plaza y luego vas y te escondes en los soportales y lo llamas por teléfono? Así lo pillas, cuando se oiga su móvil y conteste la llamada.
—Ya lo había pensado, pero yo sola no me atrevo. Me da mazo de miedo, Paula. No sabes los nervios que tengo. ¿Cuándo vuelves?
—El viernes por la mañana. Sólo faltan tres días. Espérame y voy contigo. De momento, que no note que sospechas. Sigue hablando con él como si no te olieras nada.
—El caso es que él ya se ha debido de dar cuenta de que me pasa algo. Hoy no le he cogido el teléfono en todo el día. Y lo normal es que a estas horas estuviéramos hablando por el facebook.
—Pues llámalo ahora mismo con el móvil de tu madre y dile que el tuyo está sin batería, y que no te funciona el router. Que no has podido llamarlo hasta que tu madre se ha dormido.
Dafne siguió las indicaciones de su prima, pero el falso Roberto no la creyó. No se enfadó, ni le pidió más explicaciones que las que Dafne le daba, pero le dejó muy claro que no hacía falta seguir insistiendo. Que sabía que se llamaba Cristina, y que a su hermana Lliure también le interesaría lo que tenía que decirle.
—Por cierto, ¿le has dicho alguna vez a tu madre que tú y yo hablamos por teléfono?
—No, no. Claro que no. Ella no tiene por qué saber lo que hago o no hago yo con mi vida. Hoy le he cogido el teléfono porque el mío está estropeado, y porque no he podido meterme en internet por culpa del router.
—Pues si tú no se lo has dicho, a lo mejor podría llamarla yo. Ahora que se me ha quedado grabado su número...
—¿Y para qué la ibas a llamar?
—No sé... Como tú no quieres verme... podría decirle a ella algunas cosas de las que te tengo que decir a ti. ¿Y a tus hermanas? ¿Les has contado algo? Porque también podría hablar con Lliure. Ya sé que tienes otras dos, pero son demasiado pequeñas para entenderlo.
—¡Pues no, claro que no les he contado nada! Y tú no tienes tampoco que contarle nada a nadie, ni a mi madre, ni a Lliure, ni a nadie.
—Bueno, Cristina, no te enfades. No las llamaré de momento. Aunque a ellas también les interesa lo que tengo que decirte a ti, y como a ti no hay manera de verte... ¿O sí la hay?
—Sí la hay.
—¿Ah sí?
—Sí. Te espero en la fuente de la plaza el viernes por la tarde. A las siete en punto.
—¿En la plaza de la foto?
—Sí, en esa plaza.
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Dafne no volvió a conectarse al internet ni a llamar a Roberto.
Los tres días que faltaban para que llegase Paula los pasó mordiéndose las uñas y dando vueltas por la casa como un animal herido. Su estado de nerviosismo era tan evidente que su madre le devolvió las llaves, y la llevó a la piscina municipal para que se tranquilizase.
Nada más entrar en el recinto, su corazón empezó a bombear como un loco, y el estómago se le encogió como si se hubiera subido en una atracción de feria.
No podía creerlo. Roberto y los gemelos estaban jugando al voleibol en el agua.
Dafne se giró para que no pudieran verla y agarró a Teresa de un brazo.
—¡Mamá, vámonos!
—¿Cómo que vámonos? Ahora mismo te metes en el agua y te haces por lo menos dos largos.
—No, de verdad, vámonos, es que creo que me ha venido la regla.
—Me da igual, la regla no es impedimento para nada. ¡Estaría bueno! ¿Qué te crees, que no habrá aquí ahora mismo un montón de mujeres con la regla? ¡Venga, te pones un tampón y al agua!
El corazón volvió a su ritmo cuando volvió a mirar y se dio cuenta de que había cometido un error. Había confundido a Roberto con su hermano. Había visto a Kiko muchas veces por el Barrio, pero no se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que se parecían.
Al cabo de un rato, se tiró de cabeza y nadó hasta el borde en el que las chicas del grupo de mayores gritaban con los pies metidos en el agua, animando a los dos equipos que jugaban a voleibol.
De repente, se dio cuenta de que el falso Roberto no había mencionado nunca a sus amigos cuando hablaba con ella. Ni a los gemelos que siempre andaban con él, ni a ningún otro de su grupo. Si se hubiera fijado antes en este detalle, no habría conseguido engañarla. Él le había dicho que cuando estaba en la ciudad no iba a la piscina municipal porque prefería la de su bloque. Por este motivo, nunca pensó que pudiera encontrarlo allí. De otro modo, se habría tragado su orgullo y habría convencido a su madre para que la dejara ir a bañarse algún día, aunque fuese sólo un rato, después de las clases de matemáticas. Hacía demasiado calor como para que su madre no le hubiera levantado el castigo sobre la piscina. Pero él le había dicho que estaría fuera de la ciudad hasta el final del verano, y ella le había creído sin plantearse que podía ser mentira.
Se sentía tan humillada al pensar que aquel impostor la había tenido engañada durante casi dos meses, que ni siquiera pensó que también ella se estaba haciendo pasar por otra persona.
Los amigos de Roberto vociferaban y se tiraban en plancha sobre el balón, lo que ocasionaba las quejas de las otras personas que se encontraban en el agua, y las llamadas de atención de los socorristas. En la piscina estaban prohibidos los juegos de pelota.
Uno de los gemelos la miró cuando Dafne volvió a tirarse de cabeza al agua. Al salir a la superficie lo tenía a su lado y le guiñó un ojo.
—¡Guapa! Has crecido mucho este verano. ¿No eras tú del grupo de los pequeños?
Dafne no le contestó. Le miró sorprendida de que le hubiese dirigido la palabra, y continuó nadando como si no le hubiese oído.
Al día siguiente, volvió a la piscina con su madre y colocó la toalla junto a las de los mayores. Aún no habían llegado.
Kiko y sus amigos, pero justo cuando ella se disponía a bañarse, aparecieron dando saltos y gritos de alegría.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ¡Que ya lo van a sacar de la UCI, colega! Que dentro de nada podrían darle el alta.
—¡Cojonudo, tronco! ¡Ya era hora! ¿Y podrá andar bien?
—Eso todavía no se sabe. De momento, tiene escayolada una pierna hasta la ingle, la otra hasta la rodilla, y un brazo.
El gemelo del día anterior volvió a mirarla y a guiñarle un ojo, pero no le dijo nada. Continuó hablando con sus amigos sobre la noticia que tanto les alegraba.
En ningún momento dijeron el nombre de Roberto, pero Dafne supo al instante que hablaban de él. No podía ser de otra forma. Enseguida le vino a la mente el atropello del paso de cebra en el que habían resultado heridos una anciana y un joven a principios del verano. Estaba clarísimo. ¡Roberto estaba en el hospital, por eso no se había puesto en contacto con ella en todo ese tiempo! ¿Cómo había podido ser tan torpe? Su móvil debía de estar apagado desde el accidente, o quizás el coche lo destrozara también y acabó en cualquier contenedor de basuras.
¿Y quién sería el indeseable que le había permitido que lo confundiera con él? Porque, pensándolo bien, nunca dijo que fuera Roberto. Dejó que lo llamara así, eso desde luego, pero siempre que hablaban se dejaba llevar por la conversación. Le tiraba de la lengua, le preguntaba cosas de su vida, de su familia, de sus hermanas, y de todo lo habido y por haber. Pero él de la suya no le contaba nada. Él le hablaba de los países a los que viajarían juntos, de sus monumentos, de sus playas y de todo lo que harían cuando ella se decidiese a concederle una cita. Pero nunca dijo su nombre. Ni siquiera en el nick se podía intuir que se tratase del Rata. Ahora recuerda que le llamó la atención la primera vez que lo leyó,
El que faltaba por aquí
. Le extrañó un apodo tan poco imaginativo, pero sus deseos de que se tratase de él eran tan fuertes que no se le ocurrió la posibilidad de que no lo fuera hasta que habló de ponerse en contacto con su madre o con Lliure.
¿Cómo pudo dejarse engañar? ¿Por qué no se le ocurriría configurar el móvil de su madre como número oculto antes de llamarle?
Sólo quedaban veinticuatro horas para que el reloj marcase las siete de la tarde del viernes. Cuando salió del agua, sintió cómo Kiko y los gemelos la seguían con la mirada hasta la ducha, y escuchó que cuchicheaban entre ellos. Hasta ese momento no había caído en la cuenta, pero si alguien en este mundo podía conocer la historia de Dafne con el Rata tenían que ser ellos. No cabía la menor dura. Ahora sólo faltaba saber cuál de los tres acudiría a la fuente de la plaza.
Al día siguiente, Paula y su madre volvieron de la playa a la hora de comer y se dirigieron a casa de Teresa. La amistad entre las madres era tan estrecha como la que unía a las hijas. Las cuatro se abrazaron como si en lugar de tres semanas sin verse hubieran pasado tres años.
Tenían tantas cosas que contarse.
El tema que centró la conversación de la comida fue la fiesta que su madre organizó en honor de Paula nada más llegar a la playa, porque también ella «se había hecho mujer», por fin. Una fiesta en la piscina del apartamento, a la que acudieron los amigos con los que compartían las vacaciones desde hacía más de diez veranos.
A Paula se la veía feliz. Había crecido por lo menos cinco centímetros, y el pecho se le había desarrollado tal y como ella había deseado desde que cumplió los once años, cuando comenzó a desfilar ante ella el rosario de amigas a las que les iba llegando el periodo.
—¡Ya tengo la talla ochenta y cinco, prima!
Parecía imposible que sólo hubieran pasado tres semanas. No sólo por lo que le había aumentado la talla del sujetador, sino porque toda ella se había transformado. Incluso la cara parecía distinta, más hecha, con los pómulos más marcados y los labios más gruesos. Se había comprado unos pendientes de aro y había aprendido a maquillarse como las niñas del grupo de mayores. Se perfilaba los ojos exageradamente con un lápiz negro y se pintaba las uñas y los labios de rojo, como ellas.
En el pueblo de sus madres solían utilizar una expresión para los bebés que engordaban y crecían muy deprisa, que utilizaba la madre de Paula cada vez que su hija la sorprendía de un día para otro con su estatura, como si hubiera crecido en una noche lo que tenía que haber crecido en varios meses.
—¡Pero cómo has esponjado, hija mía! Si me parece mentira.
Eso mismo fue lo que dijo nada más entrar en casa de Dafne, al comprobar que, en aquellas tres semanas, su sobrina había sufrido la misma transformación que su hija. La madre de Dafne lazó una carcajada y comenzó a repetirle a Paula la misma frase.