—¡Pero cómo has esponjado, hija mía!
Por su parte, Dafne y Paula secundaron a sus madres y comenzaron a decírselo mutuamente una y otra vez.
—¡Cómo has esponjado, prima!
Y con esa retahila, rieron y lloraron de risa durante toda la comida. Hacía tiempo que Dafne no se reía así con su madre, y mucho más que no compartían una comida las cuatro solas, sin la presencia de Lliure, de Cristina y de Lucía. Le agradaba aquella sensación de que su madre era sólo para ella. Como la madre de Paula era sólo para Paula, como cualquier madre lo es para las hijas únicas. A ella le habría encantado recibir las atenciones que Paula recibía de su madre. Una sola para comprarse ropa, para salir a cenar de vez en cuando al burguer, para la paga de los domingos, para los regalos de Navidad, para las mochilas del colegio... Una sola para cualquier cosa. Sin herencias de libros ni de uniformes de gimnasia. Ella y el cariño de su madre.
Paula, sin embargo, había soñado con tener una hermana toda la vida. Envidiaba las nochebuenas en casa de Dafne, el jaleo del momento de abrir los regalos el día de Reyes, las tardes en que forraban los libros en la cocina antes de la vuelta al colegio, las canciones de los viajes al pueblo y las salidas al parque de atracciones en los cumpleaños. Se habría cambiado por su prima muchas veces si hubiera podido, aunque tuviera que compartir el cariño de su madre.
-oOo-
Después de comer, las mayores se fueron al salón y las niñas al cuarto de Dafne, al que había vuelto por sorpresa el ordenador el día anterior debido a un acto de desesperación de Teresa, preocupada porque los nervios que estaban consumiendo a su hija pudieran terminar convirtiéndose en una especie de síndrome de abstinencia por el internet.
—Puedes utilizarlo una hora diaria —le había dicho la noche anterior, convencida de que su hija no había vuelto a chatear desde que lo guardó en el trastero—, pero sólo una hora. Hay que controlar esas cosas. Que dicen que es más fácil colgarse de esos cacharros que de las drogas.
Dafne se lo agradeció, pero ni siquiera se acercó al aparato. Lo único que le interesaba del ordenador era conectarse a internet, y en aquellos momentos le horrorizaba la idea de iniciar una sesión, no quería encontrarse con sus propias mentiras.
Cuando Paula vio el ordenador, insistió en que no podían presentarse en la plaza sin saber si
El que faltaba por aquí
había escrito algo nuevo.
Desde que Dafne le llamó con el móvil de Teresa, no había vuelto a conectar con él, ni por teléfono, ni por correo electrónico, ni por el chat. De manera que hacía tres días que no sabían nada el uno del otro.
Al encender el aparato, la musiquilla de bienvenida del sistema operativo volvió a pellizcarle en el estómago. Paula se encargó de meterse en el facebook y de activar la charla.
Afortunadamente, en su lista de amigos, el botón que había al lado de
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aparecía en color blanco grisáceo, lo que indicaba que no estaba conectado.
Dafne respiró aliviada. Era la primera vez que había deseado no encontrar coloreado en verde aquel botón.
—No está en línea. Seguro que ahora mismo está en la piscina, tirándose en plancha para llamar la atención.
—¿Y por qué estás tan empeñada en que es uno de ellos? Vamos a repasar los mensajes antiguos, a ver si averiguamos algo.
Paula leyó los comentarios del muro uno por uno, pero no encontró lo que buscaba.
—No sé, tía. No hay nada que lo delate. ¡Qué listo es el cabrón! No ha soltado prenda sobre él. ¡Pero será por poco tiempo! En menos de dos horas lo tendremos a tiro.
—Sí, Paula, pero si no ve a Cristina le va a joder mazo ¿sabes? Estoy segura de que va a llamar a mi madre o a mi hermana Lliure. Se va a liar parda cuando se sepa que me hago pasar por Cristina desde hace meses.
—Pero ¡a ver! Vamos a centrarnos. Tampoco a él le interesa que el Rata sepa que se ha estado haciendo pasar por él. ¡Menuda cagada, tía! Mientras el pibe está en la cama del hospital, su amigo intenta liarse con la chica que le gusta.
—Ya lo sé, pero yo tengo más que perder. Si él lo dice en mi casa, estoy jodida lo mires por donde lo mires.
—Bueno, bueno, no te chines hasta que no sepamos seguro quién es, ¿vale? Como dice mi madre, hay que comerse la merienda antes que la cena.
Dafne la miró y se echó a reír.
—¿Te he dicho alguna vez que me joden los refranes de tu madre?
-oOo-
Llegaron a la plaza un cuarto de hora antes de la cita. Mientras esperaban a
El que faltaba por aquí
, ambas miraban el reloj a cada instante, como si aquellos quince minutos fueran a cambiarles la vida.
Y era verdad, a Dafne se la iban a cambiar. O mejor sería decir que ya se la habían cambiado. En realidad, su vida empezó a ser diferente desde que empezó a contestar los primeros comentarios que aparecieron en el muro de «Gasolina sin plomo», sin saber a quién estaba respondiendo.
Aquellos quince minutos representaban un quiebro en los acontecimientos que hasta ahora creía manejar. A partir de aquella cita, las cosas se precipitarían sin que pudiese ejercer ningún control. Como un torbellino que no la arrastraría únicamente a ella, sino al resto de su familia.
Cuando llegó la hora convenida, en contra de lo que esperaban las dos primas, nadie se presentó en la fuente de la plaza. Ni a las siete, ni a las siete y cuarto, ni a las siete y veinte, ni a las siete y media. Dafne no contaba con ello. Estaba tan segura de que uno de los gemelos era
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, o quizá los dos, o Kiko, o los tres a la vez, y que lo único que buscaban era reírse de ella con aquel juego, que no podía encontrar explicaciones a lo que estaba sucediendo.
Durante casi una hora, vigilaron los movimientos de todos los que pasaban por la plaza o por los soportales. Nadie se detuvo en la fuente.
Seguía haciendo calor. La plaza se había llenado de veraneantes recién llegados de las playas, morenos y sonrientes, que apuraban al sol los últimos días sin horarios y sin rutina.
En contraste con aquellas pieles morenas, Dafne palidecía por momentos. Tanto que Paula temió que terminara en el suelo y la sujetó por un brazo.
—¡Tía! Vámonos ya de aquí. Este pibe no viene.
Dafne asintió y se dispuso a abandonar la plaza detrás de su prima. Pero antes de que llegasen a la calle que conducía a casa de Paula, se oyó un pitido procedente del móvil que indicaba que le había llegado un mensaje.
Dafne sacó el teléfono del bolsillo de su pantalón y presionó la tecla que indicaba «mostrar» sin reparar en que, igual que ella había vigilado la plaza, también a ella la podrían estar vigilando. La cazadora se estaba dejando cazar.
El mensaje llegaba desde un número diferente al que había utilizado hasta entonces el falso Roberto, pero no podía ser de nadie más que de él. Dejaba bien claro que había acudido a la cita y que se encontraba todavía allí.
—Me has fallado. ¿O será que no eres quien dices que eres? Llevo en la plaza más de una hora. Pero no importa, encontraré la forma de hablar contigo tarde o temprano. Lo que tengo que decirte te interesa a ti tanto como a mí, te lo garantizo.
Paula miró a su alrededor, cogió a Dafne de un brazo y la empujó hasta detrás de una columna.
—¡Corre! ¡Marca el número! A ver dónde suena el móvil. Este tío no se nos puede escapar.
Las manos de Dafne temblaban como hojas. Aún tenía en la pantalla de su teléfono el mensaje que acababa de recibir. Pulsó la tecla de opciones, seleccionó la de usar detalles, después la de número, y otra vez la de opciones para poder realizar la llamada. Cuando por fin marcó el número de teléfono desde el que habían enviado el mensaje, habían pasado suficientes segundos como para que al falso Roberto le hubiera dado tiempo a marcharse.
Escuchó el tono de llamada, que demostraba que se había realizado la conexión entre los dos teléfonos, pero en la plaza no sonó el timbre de ningún móvil. Ninguna musiquilla pegadiza, ningún chiste, ninguna voz chillona alertando de una llamada con un nombre propio, ninguna canción del verano. Nada. Ni el eco.
Dafne cerró la tapa de su teléfono y se mordió las yemas de los dedos. Al cabo de unos segundos, volvió a marcar con el botón de rellamada, pero el teléfono ya había sido desconectado.
Las dos primas continuaron observando quién entraba y salía de la plaza, hasta que comprendieron que resultaría inútil la espera. Dafne no paraba de moverse dando pequeños pasos a derecha e izquierda, como si tuviese necesidad de ir al baño.
—¿Y ahora qué vamos a hacer, Paula? ¡Dios mío! Cristina llega el lunes. Me va a matar si se entera de todo esto.
—Bueno, tranqui, no perdamos la calma. ¡A ver! Tenemos todo el fin de semana para desenmascararle. ¡Pensemos! ¿Tú por qué crees que tienen que ser Kiko o los gemelos?
—Porque yo sólo le he pedido al Rata que sea amiga de «Gasolina sin plomo», y sólo le he dado a él la dirección de «Dafne huele a gasolina». Seguramente ellos usaron su ordenador para algo y lo vieron todo. Está claro que nos han querido gastar una broma pesada.
—¿Y nadie más te ha pedido que le aceptes como amigo?
—No. Sólo los nick que yo me inventé.
—¡Qué raro, tía!
—¡Ya te digo! Pero nadie sabe nada de Dafne. Sólo tú, yo, y el tipo éste. Seguro que son ellos.
—No sé... Yo no estoy tan segura de que sean los gemelos, y mucho menos su hermano Kiko, se le ve bastante formal.
—¡Joder! ¡No me vengas ahora con eso! ¿Quieres decir que puede ser alguien al que no conocemos de nada?
—¡Pues claro, tía! Con lo lista que eres para otras cosas, no sé cómo no se te ha ocurrido que te podrían engañar. Y vete tú a saber si no es uno de esos pervertidos de los que hablan por la tele. Además, él nunca te dijo que se llamase Roberto ¿no?
—La verdad es que no.
—Claro, lo diste por hecho. Pero no te preocupes, lo vamos a averiguar, ya verás como sí. Como dice mi madre...
—¡No, por favor, Paula, no me sueltes ahora uno de los refranes de tu madre!
—¡Vale, vale, tronca, no te chines ahora conmigo, que en este lío te has metido tú sólita! ¡Que yo bien que te dije mazo de veces que no siguieras! ¡A ver! ¡Dame el móvil! Que vamos a empezar a hacer las cosas bien de una vez.
Paula le cogió a Dafne el teléfono de las manos y buscó el número del verdadero Rata. Inmediatamente saltó la voz de la operadora informando de que el teléfono se encontraba apagado o fuera de cobertura, pero aun así, Paula volvió a marcar una y otra vez, hasta realizar una docena de llamadas seguidas.
—Cuando vea tantas llamadas perdidas, se pondrá en contacto con nosotras. Si sus amigos o su hermano tienen algo que ver con esto, él tiene que saberlo. ¿Lo pillas? Y si no, a lo mejor puede ayudarnos.
—¿Tú crees? Me extrañaría mucho que quiera ayudarnos cuando se entere de que también le hemos engañado nosotras a él.
—¡Bueno! Todo puede suceder en la viña del señor. De momento, hay que pensar cómo ponernos en contacto con el otro pibe, a ver si lo pillamos en algún renuncio.
Roberto giró la cabeza hacia el lado derecho de la cama, abrió los ojos y vio a su madre. Hacía casi dos meses que había ingresado en el hospital, pero había perdido la noción del tiempo. Y no sólo del tiempo, también del espacio y de la razón por la que se encontraba tendido en aquella cama.
Trató de incorporarse y comprobó que tenía escayoladas las dos piernas y el brazo derecho, y vendado el tronco desde debajo de los hombros hasta la cintura. Parecía una momia.
Sentía una extraña tirantez en la cara interior de uno de sus muslos. Era la única sensación de dolor que experimentaba, a pesar de lo aparatoso que debía de ser su aspecto.
Su madre le acarició el pelo y le dio un beso en la frente.
—¿Cómo estás, cariño?
Se notaba la boca reseca, con un sabor a metal, dulzón y amargo a la vez, que le recordaba la consulta del dentista. Al otro lado de la cama, se encontraban su padre, sus abuelos y su hermano. Su padre llevaba puesta la bata blanca que a él tanto le fascinaba cuando era pequeño, con su nombre bordado en azul en el bolsillo superior, sobre el anagrama del hospital.
—¿Qué pasa, machote? ¿Has visto qué pedazo de suite te hemos reservado? ¡Mira qué vistas hemos encargado para ti!
Roberto recorrió con la mirada la habitación a la que le habían trasladado desde la Unidad de Cuidados Intensivos, y miró hacia el ventanal. Debían de estar en un piso muy alto, porque desde la cama únicamente podía ver el cielo. Sin nubes, de un azul tan brillante que casi parecía blanco. Ese cielo típico de los meses de verano, que abrasa con sólo mirarlo.
—¿Dónde estamos? ¿Qué hago aquí?
Le picaba la garganta, y la sequedad de la boca se convirtió de repente en una quemazón que le subía hacia la nariz y le bajaba hacia el estómago.
—Tengo sed. Me duele la garganta.
Su padre le acercó un vaso de agua y le incorporó levemente la cabeza para ayudarle a mojarse los labios.
—Te acaban de desentubar. Es normal que sientas una pequeña irritación. Se te pasará enseguida. Bebe despacito.
—Me duele mucho el muslo. ¿Qué me ha pasado?
—No te preocupes, no tiene importancia. Hubo que hacerte un injerto y te extrajeron un poco de piel. ¿No recuerdas nada del accidente?
—¿Accidente? Sí... Claro... Hubo un accidente... Claro...
—No importa. No pasa nada si no lo recuerdas. Llevas muchos días sedado. Ahora estás aturdido. No te esfuerces. Puede ser que tengas una pequeña amnesia postraumática. Te atropelló un coche y te lanzó contra una farola. El golpe fue tremendo. Pero afortunadamente ya ha pasado todo. Ahora sólo tienes que pensar en recuperarte.
Roberto miró a sus abuelos e intentó sonreírles. Tenían la misma mirada que sus padres, una chispa de alegría mezclada con una sombra de cansancio que ninguno podía ocultar. Su hermano Kiko también parecía contento. Roberto le tendió la mano del brazo sin escayolar y trató de estrecharle la suya, pero apenas tenía fuerzas para nada. Tampoco para hablar. Aun así trató de dirigirse de nuevo a su padre. Apenas se le entendía.
—¿Una farola?
—No te preocupes, machote, no hace falta que lo recuerdes.
No recordaba la farola, pero sí el coche rojo que se acercaba a toda velocidad hacia el paso de cebra que él se empeñó en cruzar. Recordaba a la señora que esperaba a su lado, los gritos de los gemelos que trataban de detenerlos, y su pie en la calzada, convencido de que el duelo con aquella maravilla de deportivo sólo podía tener un vencedor. Recordaba el otro pie todavía en la acera, su cuerpo inclinado hacia delante y el chirrido del frenazo. Lo demás se movía en una nebulosa en la que no podía distinguir el sueño de la realidad. La sirena de la ambulancia. Los tubos de la Unidad de Cuidados Intensivos. Las enfermeras. Su madre. Su padre. Los abuelos asomados a un cristal y saludándole con la mano. Los ojos de Dafne. Los gemelos. La señora que esperaba a su lado para cruzar. Los mensajes del móvil. Los monitores de los otros enfermos. El olor a medicina. El miedo. Su hermano Kiko llorando a los pies de la cama. Los médicos. Las batas blancas. La cancha de baloncesto donde esperó a Dafne sin resultado. El chasquido de sus piernas. La gente arremolinándose a su alrededor. El deportivo rojo. Dafne subida a la grupa de una moto que debería haber conducido él. Un ardor en la garganta con olor a hospital. Dafne en la fuente de la plaza porticada. El dolor en el muslo derecho. Dafne callada. La boca seca. Dafne en el deportivo rojo. Su madre diciéndole cariño. Dafne que no acude a una cita. Ni a otra. Ni a otra. Su padre repitiéndole «tranquilo, machote» una y otra vez, su hermano llorando en el cristal de la UVI, Dafne con la mirada esquiva, sus abuelos, su madre con el gesto triste, el olor a hospital, Dafne en el Chino, su madre, su padre, los gemelos gritando cuidado, la señora que cruza, el rojo de la sangre...