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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Otros

No me iré sin decirte adónde voy

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Alan es un joven que ha perdido el amor de su vida y las ganas de vivir. Cuando está a punto de saltar de la Torre Eiffel, un desconocido se le acerca para proponerle un experimento: seguir todo lo que le diga para crearse una nueva oportunidad de vida completa. Alan acepta y se embarcará en diferentes pruebas que lo conducirán a ser él mismo y libre en cada situación vital.

Laurent Gounelle

No me iré sin decirte adónde voy

ePUB v1.1

Enylu/Mística
03.06.12

Colabora MayenCM

Título original:
Dieu voyage toujours incognito

Laurent Gounelle, 2010.

Traducción: Juan Camargo

Nº Páginas: 350

Editor original: Enylu/Mística (v1.1)

Corrección de erratas: Enylu, Mística y MayenCM

ePub base v2.0

A Jean-Claude Gounelle (1932-2006).

Te echo de menos, papá.

La vida es un riesgo.

Si no has arriesgado, no has vivido.

Eso es lo que le da… un regusto a

champán

S
OR
E
MMANUELLE

1

L
a noche suave y tibia me envolvía. Me tomaba en sus brazos, me llevaba. Sentía mi cuerpo disiparse en ella. Tenía ya la sensación de flotar por los aires.

«Otro paso…»

No tenía miedo. En absoluto. El miedo me era extraño, y si su nombre me venía a la mente era sólo porque había temido su aparición hasta el punto de obsesionarme con él esos últimos días. No quería que surgiese y me contuviese, que lo estropeara todo.

«Un pasito…»

Había imaginado que oiría el clamor de la ciudad, y estaba sorprendido por la calma. No el silencio, no, la calma. Los sonidos que llegaban a mis oídos eran suaves, lejanos, y me mecían mientras mis ojos se perdían en las luces de la noche.

«Un paso más…»

Avanzaba lentamente, muy lentamente, sobre la vigueta de acero que la particular iluminación había transformado en oro oscuro. Esa noche, la torre Eiffel y yo éramos uno solo. Caminaba sobre el oro, respirando suavemente un aire tibio y húmedo de sabor extraño, atrayente, embriagador. Bajo mis pies, ciento veintitrés metros más abajo, París, recostada, se me entregaba. Sus luces centelleantes eran otros tantos guiños, otras tantas llamadas. Paciente, sabiéndose irresistible, esperaba que mi sangre acudiera a fecundarla.

«Otro paso…»

Había pensado, decidido e incluso preparado detenidamente ese acto. Lo había elegido, aceptado, integrado. Había resuelto serenamente terminar con una vida por completo carente de finalidad y sentido. Una vida —y esa convicción se había inscrito progresiva y terriblemente en mí— que ya no podía aportarme nada que valiese la pena.

«Un paso…»

Mi existencia era una sucesión de fracasos que había comenzado antes incluso de mi nacimiento. Mi padre —si se puede designar así al vulgar progenitor que fue— no me había juzgado digno de conocerlo: había dejado a mi madre en cuanto le anunció el embarazo.

¿Era con la intención de eliminarme por lo que ella iba a ahogar su desesperación en un bar parisino? Las numerosas copas que se bebió con el hombre de negocios norteamericano al que conoció no le hicieron sin embargo perder su lucidez. Él tenía treinta y nueve años, ella, veintiséis; estaba angustiada, y la relajación que mostraba la tranquilizaba. Parecía acomodado; ella, preocupada por su supervivencia. Intencionadamente, así se entregó a él esa misma noche, con cálculo y esperanza. De madrugada se mostró tierna y amorosa, y nunca sabré si fue con sinceridad o simplemente por debilidad que le respondió que sí, que si alguna vez se quedaba embarazada, quería que tuviese al niño y él se quedaría a su lado.

Lo siguió a Estados Unidos y, en el país de la obesidad, nadie se sorprendió de que yo viniese al mundo a los siete meses y medio pesando ya cerca de tres kilos. Se me dio un nombre de pila local y me convertí en Alan Greenmor, ciudadano norteamericano. Mi madre aprendió inglés y se integró como pudo en su comunidad de adopción. Lo que siguió fue menos glorioso. Mi nuevo padre perdió su empleo cinco años después y, ante la dificultad de encontrar uno en plena crisis económica anterior a Reagan, se dejó caer progresivamente en el alcoholismo. La espiral fue rápida. Se volvió gruñón, taciturno, depresivo. Mi madre estaba hastiada de su falta de entusiasmo y le reprochaba sin cesar su dejadez. Lo odiaba profundamente y buscaba permanentemente provocarlo. El menor de los detalles servía de pretexto para sus reproches. La ausencia de reacción de su cónyuge la llevaba en seguida a ataques cada vez más personales, rayando el insulto. Parecía sentirse satisfecha cuando por fin él montaba en cólera, como si prefiriese su furia a su atonía. Yo estaba aterrorizado por su juego. Quería a mis padres y no soportaba verlos destruirse. Los enfados de mi padre eran escasos pero explosivos, y los temía tanto como mi madre los deseaba con evidencia flagrante. Obtenía, por fin, una reacción por su parte, una mirada a los ojos, una acción. Tenía un adversario que existía, que tenía una réplica. Disponía de una válvula de escape para su rencor acumulado, y se desataba verbalmente. Una tarde, él le pegó y me quedé menos traumatizado por su violencia que por el placer perverso que vi en el rostro de mi madre. Una noche en que su discusión fue particularmente terrible, ella le espetó que su hijo no era su hijo, y yo me enteré al mismo tiempo… Dejó la casa al día siguiente y no volvimos a verlo nunca más. Mi segundo padre acababa de dejarme, él también.

Mi madre luchó por mantenernos. Trabajó interminables horas durante seis días a la semana en una lavandería. Todas las tardes traía consigo olores químicos a casa, unos olores muy característicos que la seguían a todas partes adonde iba. Cuando venía a darme un beso a la cama antes de dormir, ya no reconocía el querido olor de mi madre, ese olor que antes me tranquilizaba y me invitaba al sueño envolviéndome en su ternura.

«Un paso, luego otro…»

Más tarde, pasó de un trabajito a otro creyendo en cada uno poder remontar, ser por fin ascendida, ganarse mejor la vida. Iba de amante en amante con la esperanza de retener a alguno, de refundar un hogar. Creo que un día se dio cuenta de que todas esas esperanzas concernientes a su vida eran vanas, y fue en ese momento cuando se centró en mí. Yo triunfaría allí donde ella había fracasado. Ganaría tanto dinero que ella también se beneficiaría de ello. A partir de ese momento, mi educación se convirtió en su prioridad absoluta. Fui conminado a llevar buenas notas a casa. En la mesa, nuestras conversaciones giraban en torno al colegio, a mis profesores, a mis resultados. Mi madre se convirtió en mi entrenador; yo era su pupilo. Hablando en francés con ella y en inglés con el resto de la gente, era bilingüe de nacimiento. Repetía una y otra vez que disponía por ello de una baza mayor. Era seguro, me convertiría en un hombre de negocios internacional, o en un gran intérprete, ¿y por qué no en la Casa Blanca? No hay más que miserables que no tienen ambición. Un día, incluso me vio como ministro de Asuntos Exteriores. Tenía mucho miedo de decepcionarla, y me aplicaba en clase tanto como podía, obteniendo resultados prometedores que no hacían sino acrecentar sus expectativas y confirmar su estrategia.

Recibió un verdadero golpe el día en que se enteró de que en Estados Unidos las universidades eran de pago, y muy costosas además. Era la primera vez que veía a mi madre abatida hasta ese punto. Por un instante creí que iba a tomar el mismo camino que mi padre y se iba a convertir en un vegetal. Todos sus planes se vinieron abajo. Estaba definitivamente maldita. Hizo falta poco tiempo para que su naturaleza la volviera en sí. Obtuvo una cita con el director del instituto para convencerlo de que no se podía dejar a un joven ciudadano norteamericano en la cuneta, cuando sus brillantes resultados eran garantía de su capacidad para servir a su país si lo dejaban acceder a los altos cargos prometidos por la universidad. Debía de tener una solución para ello. ¿Existían becas o alguna otra cosa? Volvió a casa pictórica. Era muy simple, según ella. La solución tenía siete letras:
DEPORTE
. Si era bueno en el deporte, tenía grandes posibilidades de que una universidad me ofreciese los gastos de matrícula simplemente para poder unirme a su equipo y acrecentar así las oportunidades de victoria durante los torneos.

Fui, pues, sometido a una práctica física intensiva, sin que jamás me atreviese a confesarle a mi madre que siempre había odiado el deporte en grado sumo. Ella me exprimía hasta el límite, me estimulaba, me animaba, mientras observaba mis resultados con lupa. No pareció que se inmutara por las notas que había obtenido en el pasado, más bien mediocres. «Cuando se quiere, se puede», repetía cada dos por tres. Finalmente fue en el béisbol en lo que resulté ser menos malo. A partir de ese momento, viví únicamente por el béisbol. Para motivarme, colgó en la pared de mi cuarto pósteres de estrellas del equipo de Detroit, los Tigers. Me tomaba el desayuno en una taza con la imagen de los Tigers. Me los encontraba en todos lados: en mi llavero, mis camisetas, mis calcetines, mi albornoz, mis bolis. Comía con los Tigers, escribía con los Tigers, me lavaba con los Tigers y dormía con los Tigers. En efecto, el béisbol me perseguía incluso en sueños: había llegado a patrocinar mi cerebro, a deslizar carteles en mis pensamientos. Mi madre hizo horas extras para poder pagar mi cuota en el club del barrio, donde me inscribió sin falta. Pasaba allí tres horas al día como mínimo, cinco el fin de semana. Los gritos del entrenador resuenan todavía en mis oídos años después. Me acuerdo también con asco del nauseabundo olor de los vestuarios después del esfuerzo, cuando mis compañeros se desvestían sudorosos. En pocos segundos, los cristales se cubrían de vaho y la atmósfera se volvía irrespirable. Odiaba ese deporte pero quería a mi madre, y habría hecho cualquier cosa para no decepcionarla. Había pasado su vida alimentando esperanzas, y me parecía que dejaría de vivir el día en que ya no esperase nada.

El tiempo me dio la razón: murió pocos años más tarde, el día después de mi entrega de diplomas en la universidad. Volví a encontrarme solo, con un master en administración de empresas en el bolsillo que en realidad no había deseado. Había pasado mi escolaridad frecuentando a jóvenes con los que no compartía ni gustos ni aspiraciones, ni siquiera tenía amigos. Me ofrecieron un puesto de responsable adjunto en el área de contabilidad de proveedores en una gran firma. Si bien el salario era correcto, el trabajo se reveló rápidamente sin interés, pero no estaba decepcionado dado que no tenía ninguna expectativa. La vida de mi madre me había enseñado muy pronto que las esperanzas eran vanas.

«Un paso más…»

Después de unos años de existencia vacía y sin objeto, me mudé a Francia casi sin pensar. ¿Era ése el deseo inconsciente de recuperar el contacto con mis orígenes, o tenía la intención de desandar la vida miserable de mi madre recorriendo el camino inverso? No lo sé. Pero lo cierto es que me encontraba en París y, poco tiempo después, decidí quedarme. La ciudad era bonita, pero ésa no era la razón. Había algo más: una intuición o un presentimiento de que mi destino pasaba por allí. En ese momento no sabía aún que muy pronto querría morir allí.

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