No me iré sin decirte adónde voy (2 page)

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Authors: Laurent Gounelle

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BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Busqué un empleo y obtuve una entrevista con uno de los responsables de Dunker Consulting, una agencia de selección de personal que buscaba ejecutivos contables para grandes empresas. El tipo me dijo que no era apto para el puesto, ya que la contabilidad francesa se regía por reglas extremadamente diferentes de la anglosajona. Nada que ver. «Debería retomar usted sus estudios partiendo de cero», dijo con una ocurrencia que no lo hizo reír sino a él, cada una de sus carcajadas nerviosas provocando pequeños sobresaltos que hacían vibrar los pliegues de su papada. Me quedé de piedra. En cambio, afirmó, mi conocimiento del sector en su conjunto, ligado a mi cultura americana, hacía mi candidatura deseable, en el seno de su propia empresa, para ser consultor de selección. Sus principales clientes eran, en efecto, grandes empresas estadounidenses, y apreciarían que sus contrataciones de contables fuesen confiadas a un norteamericano. «Imposible —repliqué—, la contratación no es mi campo, no sé absolutamente nada al respecto.» Compuso una sonrisa perversa, el viejo acostumbrado al malestar de la joven que confiesa en el último momento que es virgen. «De eso nos encargamos nosotros», declaró con aire cómplice.

Así pues, me reclutaron y me encontré embarcado en dos semanas de formación intensiva, en compañía de otros jóvenes que iban a contribuir al desarrollo constante de la agencia. La media de edad era de treinta años, en mi opinión, extremadamente baja para ejercer esa profesión. Para mí, evaluar las cualidades y aptitudes de un candidato era como juzgar a un ser humano, y estaba angustiado por tener que asumir semejante responsabilidad. Por lo visto, ese miedo no era el de mis colegas de formación: era manifiesto que sentían placer metiéndose en el respetable traje del entrevistador, tomándoselo muy en serio, encarnando ya la función. El sentimiento por todos compartido en el grupo era el de pertenecer a una cierta élite. El orgullo no dejaba sitio a la duda.

Durante quince días se nos enseñaron los secretos del oficio: un método de conducir entrevistas de trabajo, simple pero sensato, así como una retahíla de técnicas milagrosas que hoy considero necedades.

Aprendí que, después de recibir a un candidato, había que quedarse en silencio unos instantes. Si el aspirante tomaba él mismo la palabra, nos veíamos sin duda ante un líder. Si esperaba pacientemente a que se la diésemos, el perfil de seguidor se dibujaba ya tras su actitud reservada.

Teníamos que invitarlo a presentarse de forma muy abierta: «Hábleme de usted», sin hacer preguntas muy precisas de entrada. Si el candidato se embalaba él solo, era alguien autónomo. Si nos preguntaba de antemano nuestras preferencias, por ejemplo, comenzar por sus estudios o más bien remontarse en el tiempo desde su último puesto ocupado, entonces la falta de iniciativa lo caracterizaba. ¡El personaje llevaba un borrego dentro!

Nos ejercitábamos por parejas poniendo en práctica las técnicas enseñadas, con ayuda de los
role-playing:
uno de nosotros ejercía el papel del entrevistador mientras que el otro se metía en la piel del candidato, inventando un guión, una trayectoria profesional, a fin de que el consultor pudiese entrenarse en la conducción de la entrevista y hacer preguntas para poner al desnudo la «verdad» del candidato.

Lo más asombroso, para mí, era sin duda la atmósfera competitiva que reinaba durante los ejercicios. Cada uno trataba de cazar al otro, visto como un mentiroso que desenmascarar o un enemigo que engañar. Lo más divertido era que el formador, el mismo consultor de Dunker Consulting, entraba igualmente en la competición, obteniendo un maligno placer en poner en evidencia los olvidos o las torpezas. «¡Te están ganando!», era su frase favorita, pronunciada con tono burlón, mientras supervisaba los
role-playing
deslizándose entre las parejas que hacían el ejercicio. El sobrentendido era que él habría sabido hacerlo.

Dos semanas más tarde fuimos declarados aptos para el servicio.

Me encontré pasando mi jornada detrás de una mesa, escuchando a tímidos hombres de números contarme su trayectoria, la tez encendida por los nervios mientras trataban de hacerme creer que sus tres principales defectos eran el perfeccionismo, un rigor muy acusado y una tendencia al agotamiento. Estaban lejos de creer que yo era todavía más tímido que ellos, que estaba todavía más incómodo. Sólo tenía un poco más de suerte, ya que mi papel me otorgaba una ventaja en absoluto desdeñable: hacer hablar más que hablar. No obstante, temía siempre el momento en que estuviese forzado a anunciarles a nueve candidatos de diez, como un juez sin piedad, que su expediente no se ajustaba al perfil buscado. Me parecía como si estuviera anunciándoles una condena a la esclavitud. Mi malestar aumentaba el suyo, que reforzaba el mío, en un círculo vicioso infernal. Me ahogaba en ese papel, y el ambiente dentro de la agencia no relajaba la atmósfera. Los valores humanos mostrados eran pura fachada. La realidad cotidiana era dura, fría, competitiva.

Fue Audrey quien me permitió sobrevivir un tiempo en ese contexto. La conocí un domingo por la tarde en Mariage Frères, calle de Grands-Augustins. Bastaba que entrase en ese lugar aislado del tiempo para sentirme en paz. Tan pronto como empujaba la puerta, el primer paso sobre el viejo parqué de roble que crujía bajo los pies lo sumía a uno en el ambiente refinado de una tienda de té bajo el imperio colonial francés. Desde la entrada, uno se sentía cautivado por los olores mezclados de cientos de variedades cuidadosamente conservadas en inmensos tarros de época, y esos aromas lo transportaban a uno en un instante al Extremo Oriente del siglo XIX, adonde la mente se evadía en seguida. Bastaba con cerrar los ojos para imaginarse a bordo de un velero cargado de viejas cajas de madera llenas de preciosas hojas antes de atravesar, durante largos meses, los mares y los océanos.

Mientras pedía cien gramos de Sakura 2009 al joven apostado tras el mostrador, ella me susurró al oído que el Sakura Imperial era más fino. Me volví, sorprendido de que una desconocida me dirigiese la palabra en una ciudad en la que cada uno permanece en su burbuja e ignora con soberbia a los demás. Me dijo: «¿No me cree? Venga, voy a dárselo a probar», y, cogiéndome de la mano, me arrastró a través de la sala, colándose entre los clientes y las colecciones de teteras de tierras lejanas, en dirección a la escalera que llevaba al piso en el que se encontraba el salón de degustación. Ambiente íntimo y elegante. Los camareros en traje de lino crudo se deslizaban silenciosamente entre las mesas con actitud ceremoniosa. Con mi ropa informal, tenía la impresión de ser un anacronismo en mí mismo. Nos sentamos en un rincón, frente a una mesita con mantel blanco y servicio de plata y tazas de porcelana con la efigie de la ilustre casa. Audrey pidió los dos tés, unos
scones
muy calientes y una «quemadura», la especialidad que, según ella, era imprescindible que probase. Disfruté en seguida con nuestra conversación. Era estudiante de bellas artes y vivía en una habitación encaramada bajo los tejados, en el barrio. «Ya verás, es muy mona», me dijo, dejándome así saber que nuestra entrevista no se detendría en la puerta de Mariage Frères.

Su habitación era, en efecto, encantadora, minúscula y abuhardillada, con viejas vigas en el techo y un tragaluz que daba sobre una sucesión de tejados grises cuyas vertientes inclinadas parecían salir en todas direcciones. Sólo faltaba una luna creciente y uno habría creído estar en
Los aristogatos.
Audrey se desvistió con una gracia natural, y de inmediato me gustó su cuerpo, de una delicadeza a la que no estaba acostumbrado. Sus hombros y sus brazos eran de una finura exquisita, que no se encuentra en una chica criada con cereales y con deporte intensivo. Su piel divinamente blanca contrastaba con sus cabellos, y sus pechos, Dios mío, sus pechos eran… sublimes, simple y llanamente sublimes. Cincuenta veces durante la noche le agradecí que no llevara perfume, mientras me deleitaba con el olor voluptuoso de su piel en cada punto de su cuerpo, embriagador como una droga. Esa noche permanecerá en mí más allá de mi muerte.

Nos despertamos abrazados a la mañana siguiente. Yo corrí a buscar unos cruasanes y subí sin aliento los seis pisos de su escalera. Me arrojé en sus brazos y volvimos a hacer el amor. Por primera vez en mi vida, experimentaba la felicidad. Era una sensación nueva, extraña. Estaba lejos de temerme que prefigurara la caída de la que no me levantaría nunca.

Durante cuatro meses, mi vida giró en torno a Audrey. Colonizaba mis pensamientos por el día y mis sueños por la noche. Su horario en bellas artes era un gruyer que le dejaba no poca disponibilidad. A menudo llegábamos a vernos en pleno día, entre semana. Pretextaba una cita con un cliente e iba a pasar una hora o dos con ella en una habitación de hotel que alquilábamos en las proximidades. Me sentía un poco culpable. Sólo un poco: la felicidad lo vuelve a uno egoísta. Un día estaba en el despacho cuando Vanessa, la secretaria del área, me llamó para decirme que mi candidata había llegado. No esperaba a nadie pero, como mi organización dejaba mucho que desear, tuve dudas y le pedí que la hiciera subir. Prefería recibir a una candidata para nada antes que suministrarle a Vanessa pruebas de mi desorganización. Le habría bastado menos de media hora para que mi jefe de área lo supiera. Esperé en el umbral de mi puerta y a punto estuve de desmayarme al ver, al otro lado del pasillo, a Vanessa escoltando a Audrey disfrazada de contable, con una coleta, vestida con un traje ceñido y unas gafitas de montura metálica que no le conocía. Le di las gracias a Vanessa con la voz atascada en la laringe y volví a cerrar la puerta de mi despacho tras Audrey. Ella se quitó las gafas con un gesto sugerente y una ligera mueca en los labios, y de inmediato supe sus intenciones. Tragué saliva y sentí una oleada de terror recorrer mi cuerpo. La conocía lo bastante como para saber que nada la detendría.

La mesa de mi despacho se convirtió ese día en un mueble que ya nunca vería con los mismos ojos. Estaba muerto de miedo porque nos sorprendieran. Audrey estaba loca, pero me encantaba.

Cuando me dejó, cuatro meses más tarde, mi vida se detuvo de pronto. Sin que conociese las razones, sin haber tenido la menor sospecha previa, una tarde cogí de mi buzón un sobrecito. En el interior, una palabra, una sola, con su reconocible escritura: «Adiós.» Me quedé paralizado en la entrada de mi edificio, delante de mi buzón todavía abierto. La sangre se coaguló en mis venas. Mi cabeza zumbó. Estuve a punto de vomitar. Me dejé deslizar al viejo ascensor de madera, que me escupió en mi piso, y entré, choqué, en mi apartamento. Todo temblaba a mi alrededor. Me dejé caer sobre el canapé y sollocé. Al cabo de un buen rato, me levanté de repente. Era imposible, simple y llanamente imposible. Debía de ser una broma, u otra cosa, no lo sabía, pero era imposible que fuese cierto. Me abalancé sobre el teléfono y traté de llamarla. Oí cien veces el mensaje de bienvenida de su contestador y, cada vez, su voz me parecía un poco más neutra, más distante, más fría. Le puse fin cuando su aparato, saturado, dejó de admitir mensajes. Lentamente, una sensación lejana pero familiar emergió de lo más profundo de mí, volviendo poco a poco a la superficie. «Es normal, normal —decía esa sensación—, es muy normal que me dejen. Es así. Uno no lucha contra su propio destino, Alan…»

Fue en ese instante cuando descubrí que mi muerte era evidente. No fue un impulso. No me arrojaría bajo un tren. No, simplemente era una evidencia que se me imponía. Pasaría al otro lado, y todo iría bien. Me tocaba elegir el lugar, el momento, nada me presionaba. No era un deseo morboso, masoquista. En absoluto. Tampoco era para poner fin a mi sufrimiento, por enorme que éste fuera. El más allá me atraía, suave, irresistiblemente, y tenía el extraño sentimiento de que allí se encontraba mi lugar, de que allí se expandiría mi alma. Mi vida sobre la tierra no tenía razón de ser. Había tenido la intención de aferrarme a ella, de hacer como si nada ocurriera, y la vida me había enviado a Audrey para darme a conocer un dolor insostenible y llevarme así a mirar por fin mi destino de frente, de mirarlo a los ojos.

El lugar me fue sugerido por mi memoria, y sin duda no fue por azar que lo hubiera conservado en ella, en uno de sus misteriosos compartimentos. Había leído poco tiempo antes, en una revista olvidada por Audrey, un artículo objeto de polémica, de un tal Dubrovski o un nombre parecido. El autor exponía su teoría sobre el derecho al suicidio, y su idea según la cual, si hay que suicidarse, mejor hacerlo bien. Además, revelaba un lugar apropiado al que llamaba poéticamente «el vuelo de su vida». La torre Eiffel, explicaba, estaba completamente vigilada salvo en un punto que era bueno conocer. Había que subir a Le Jules Verne, el lujoso restaurante de la segunda planta, dirigirse a los baños de mujeres y luego empujar la pequeña puerta con el cartel de «Privado», situada a la izquierda del lavabo, que se abría a una habitación minúscula que hacía las veces de armario escobero. La ventana no tenía barrotes y daba directamente sobre las viguetas. Me acordaba de esos detalles como si los hubiese leído esa misma mañana. Morir en la torre Eiffel era algo grande. Una revancha contra una vida mediocre.

«Un paso más…»

Tenía que avanzar lo bastante para llegar a un lugar propicio donde el espacio por debajo de mí estuviese por completo libre de toda estructura metálica.

No dejaba nada tras de mí, ni un amigo, ni un pariente, ni una afición, nada que pudiese hacer que me lamentara de mi acto. Estaba listo, en cuerpo y alma.

«Un último paso…»

Ya estaba. El
sitio bueno.
Me quedé inmóvil. El aire que respiraba me parecía… delicioso, un néctar divino. Estaba solo conmigo mismo, y mi conciencia comenzaba ya a abandonarme. Me llegó la inspiración e hice girar lentamente mis pies hacia la derecha, hacia el abismo que no miraba pero del que sentía su presencia, su belleza.

Me hallaba a la altura de la rueda del ascensor privado de Le Jules Verne, que permanecía quieta enfrente de mí. Tres metros de vacío nos separaban. Desde donde me encontraba, no veía más que el corte estriado que sujetaba el cable que la recorría y luego la sumía en el vacío. El vacío… El restaurante daba al otro lado. Nadie podía verme. No me llegaba ningún ruido procedente del salón. Nada más que el suave zumbido del silencio de la noche. Y siempre esas luces vacilantes a lo lejos, atrayentes, hipnóticas…, y ese aire tibio, embriagador, inundándome de un bienestar sobrenatural. La mayor parte de mis pensamientos me habían abandonado, ya no habitaban en mi cuerpo. Ya no era yo. Me fundía con el espacio, con la vida, con la muerte. Ya no existía como ser distinto.
Yo era
la vida. Yo…

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