No me iré sin decirte adónde voy (20 page)

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Authors: Laurent Gounelle

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BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—Vale. Lo que usted quiere decir es que no he de intentar interesarme en los números, sino sólo meterme en sus zapatos y preguntarme: «Vaya, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que se siente cuando uno está interesado en los números?» ¿Es eso?

—¡Exactamente! Y disfrutar experimentando lo que en este caso es completamente nuevo para ti… Y es ahí cuando se producirá el milagro en el plano relacional, cuando realmente estaréis en la misma longitud de onda.

Alargué la mano y cogí un canapé. Una fina loncha de salmón delicadamente ahumado sobre pan de molde, aureolado por una punta de nata fresca y rematada por un espárrago en miniatura rociado con limón. Una delicia que se deshacía en la boca…

—Pero hay por lo menos un límite. Eso no funciona con todo el mundo.

—En efecto.

—Si hay que interesarse sinceramente por la otra persona para que funcione, es casi imposible hacerlo con… tus enemigos.

—Al contrario, ¡es el mejor medio para combatirlos! Abrazo a mi rival, pero para asfixiarlo.

—Cuando se odia a alguien o cuando alguien nos ha hecho sufrir, no tenemos en absoluto ganas de meternos en su piel para saber lo que esa persona siente…

—Eso es cierto, y, sin embargo, a menudo es la única manera de comprender lo que la motiva a comportarse de ese modo con nosotros. En tanto que seguimos en nuestro sitio, nos contentamos con sufrir o con rechazar al otro, pero eso no cambia en nada la situación. No tenemos influencia sobre él. Pero si nos ponemos en su lugar, podemos descubrir por qué actúa así. Si es un torturador, entonces observa la escena con sus ojos y comprenderás lo que lo lleva a torturar. Es tu única esperanza de hacer que se detenga. No se cambia a la gente rechazándola.

—Vaya…

—Cuando rechazas a alguien, o incluso simplemente sus ideas, lo empujas a encerrarse en su caparazón y a enrocarse en sus posiciones. ¿Por qué va a interesarse en lo que tú tienes que decir si rechazas su punto de vista?

—Eso es cierto…

—Si haces el esfuerzo, a veces desagradable, de asumir su visión de las cosas, captas lo que lo lleva a pensar lo que piensa, a comportarse como se comporta. Y si se siente comprendido y no juzgado, tal vez escuche lo que tienes que decir para hacer evolucionar su postura.

—Eso no debe de funcionar todas las veces…

—En efecto, pero el enfoque inverso no funciona nunca.

—Ya veo lo que quiere decir.

—De forma general, cuanto más tratas de convencer a alguien, más resistencia generas en él. Cuanto más quieres que cambie de opinión, menos cambia. Por otra parte, los físicos lo saben desde hace mucho tiempo.

—¿Los físicos? Pero ¿cuál es la conexión entre la física y las relaciones humanas?

—La ley de acción y reacción. Isaac Newton demostró que, cuando se ejerce sobre un objeto una fuerza de una cierta intensidad, éste genera una fuerza de igual intensidad y dirección, pero de sentido contrario sobre el cuerpo que la originó.

—Sí, lo recuerdo vagamente…

—Pues bien, en el terreno de las relaciones humanas sucede algo parecido: cuando despliegas energía intentando convencer a alguien es como si ejercieses una fuerza sobre él, que lo empuja. Lo siente, y eso lo lleva a empujar a su vez en sentido contrario. Si empujas, te repele.

—Bueno, ¿y cuál es la solución? Porque, si lo que dice es cierto, cuanto más deseamos convencer, menos lo logramos, ¿no es así? Entonces, ¿qué hacemos exactamente?

—No empujamos, sino que tiramos.

—Vaya… Y concretamente, ¿eso qué significa?

—Empujar es partir de nuestra posición y querer imponerla al otro. Tirar es partir de la posición del otro y, poco a poco, llevarlo hacia ti. ¿Ves?, nos quedamos en la filosofía de la sincronización. Entramos ahí también en el universo del otro, esta vez para permitirle cambiar. Pero el punto de partida es siempre el mismo: ir a buscar al otro donde esté.

—Si empujas, te repele…

Repetí varias veces a media voz la fórmula de Dubreuil, pensando en todas las veces en que, en efecto, me había mostrado convencido de algo.

—Y lo contrario es cierto también, por otra parte. Si tratas de librarte de alguien molesto, cuanto más lo rechaces, más insistirá él.

Eso me recordó mis diálogos con la señora Blanchard: cuanto más intentaba luchar contra sus reproches y su intrusión abusiva en mi vida privada, más pesada se ponía ella. La última vez, cuando monté francamente en cólera y casi le cerré la puerta en las narices, ella empezó a hacerme reproches en un tono más vehemente que nunca.

Le conté la escena a Dubreuil. Él me escuchó atentamente en silencio, luego vi sus ojos brillar. Estaba claro que acababa de tener una idea de la que parecía bastante orgulloso.

—¿Hay solución? —inquirí.

—Vas a hacer lo siguiente…

Me expuso su idea.

Sentí que me ponía cada vez más lívido. Cuanto más avanzaba en su explicación, más expeditivo se volvía acerca de la forma en que debía comportarme, sintiendo tal vez que debía paliar mi incredulidad con consignas precisas. Lo que me pedía era simplemente i-na-cep-ta-ble. Había cumplido a regañadientes varias tareas en el pasado, siempre había terminado cediendo. Pero lo que ahora quería que hiciera era simple y llanamente imposible. Sólo de imaginar lo que me pedía, me sentía desfallecer.

—No, pare. Sabe que soy incapaz de hacer eso.

Eché una ojeada en dirección a Catherine buscando su apoyo. Efectivamente, parecía tan avergonzada como yo.

—Sabes que no tienes elección.

—Usted no aplica sus principios. Cuanto más me resisto, más fuerza ejerce usted…

—Es cierto.

—¿Y le da igual? Haga lo que digo, no lo que hago…

—Tengo una buena razón para ello.

—¿Cuál?

—Tengo el poder, amigo mío. El poder. ¿Para qué molestarme, entonces?

Lo había dicho con aire satisfecho, sonriendo. Se llevó a los labios su copa de vino blanco, tan fresco que una fina capa de vaho se había formado en las paredes. Volví a beber de mi zumo de naranja. Me arrepentía de haberle confiado mis problemas con los vecinos. Lo había incitado al crimen, y después de ello me lamentaba de que me impusiera sus soluciones. Tal vez yo era un poco masoquista, al fin y al cabo.

Las ramas del gran cedro, majestuosas, estaban perfectamente inmóviles, como si contuviesen el aliento. La suavidad de la noche nos envolvía. Los plátanos nos dominaban desde su altura protectora. Mi mirada se posó indolentemente en Catherine y se paralizó de pronto. Allí estaba, puesta sobre sus rodillas. La sostenía con una sola mano, la otra sujetaba un lápiz. La libreta…

No sé si se sorprendió tal vez con mi mirada o si lo sintió de manera inconsciente, pero el caso es que puso su otra mano encima, como para taparla.

Un pensamiento cruzó por mi mente. ¿Y si simple y llanamente le pedía consultarla? Después de todo, tal vez accediera. Quizá me había montado la película yo solo por nada.

Me aseguré de fingir un tono de indiferencia.

—Veo que mi nombre está escrito en esa libreta. ¿Puedo echarle una ojeada? —le dije a Catherine tendiendo la mano en su dirección—. Soy curioso por naturaleza…

Se puso tensa, no respondió, y buscó a Dubreuil con la mirada.

—¡Ni hablar! —le espetó él en un tono inapelable.

Insistí. Era ahora o nunca. No debía bajar los brazos.

—Si lo que está escrito ahí me concierne, lo normal es que pudiera leerlo…

—¿Acaso un cineasta muestra a los espectadores el guión de su película durante la proyección de la misma?

—No soy sólo un espectador en este asunto. Soy incluso uno de los actores principales, me parece a mí…

—¡Pues sí, justamente! ¡Un actor actúa mejor cuando se le comunica en el último momento la escena que va a representar! Es más espontáneo.

—Yo soy mejor cuando puedo prepararme de antemano.

—El guión de tu vida no está escrito de antemano, Alan.

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire. Catherine se miró los pies.

No me gustaba esa respuesta ambigua. ¿Qué significaba? ¿Que nadie puede conocer de antemano su destino? ¿O que él, Dubreuil, estaba escribiendo el guión de
mi
vida? Un escalofrío me recorrió la espalda.

Volví la mirada instintivamente hacia la fachada del palacete. La ventana del despacho, en la primera planta, estaba abierta de par en par. Por debajo, una cornisa esculpida corría a lo largo de todo el edificio. En la esquina, un canalón de piedra iba hasta el suelo. Sería muy fácil trepar por él hasta la cornisa y, desde allí, alcanzar la ventana del despacho…

Cogí otro canapé de salmón.

—A propósito de las relaciones de poder: tuve una movida horrible en el despacho.

Le conté la reunión del día anterior con Marc Dunker y su test de cálculo mental y él me escuchó atentamente. Sabía que me arriesgaba a que me asignase nuevamente una tarea penosa, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de castigar a mi jefe, y necesitaba de la creatividad de Dubreuil. Tenía la fuerza de Dunker, además del talento.

—Quiero vengarme.

—Pero ¿con quién estás enfadado en esta historia?

—Es evidente, ¿no?

—Responde.

—¿Según usted?

—Es a ti a quien estoy haciéndole la pregunta.

—Con Dunker, ¡por supuesto!

Se inclinó lentamente hacia mí, sumiendo mis ojos en su penetrante mirada. Una mirada que habría hipnotizado a un hiperactivo.

—Alan, ¿con quién estás enfadado realmente?

Sentía como si estuviera en una trampa, obligado a desviar mi atención de una respuesta demasiado fácil para orientarla al interior de mí mismo y cuestionar mis emociones. ¿Cuál podía ser el verdadero objeto de mi ira, si no era Dunker? Dubreuil seguía mirándome fijamente, inmóvil. Sus ojos eran… un espejo de mi alma. Vi en ellos la respuesta, de pronto evidente.

—Conmigo mismo —susurré—. Por haber cedido a su odiosa presión… Y por no haber sabido superar su infame test.

El silencio en el jardín me parecía opresivo. Era cierto: estaba enfadado conmigo mismo, enfadado por haber dejado desarrollarse una situación profundamente humillante. Pero eso no me impedía odiar también a Dunker por haber estado en el origen de todo. Lo odiaba a muerte.

—Es culpa suya —añadí—. La idea partió de él. Quiero vengarme, como sea. Estoy obsesionado con ello…

—¡Ah! ¡La venganza, la venganza…! ¡Desde que se cruzaron en mi camino, no pensé en otra cosa durante décadas! ¡Cuántas veces me he vengado! ¡Cuántas veces me he emocionado viendo sufrir a mis adversarios! Cuántas veces me he sentido exultante haciéndoles pagar por sus actos… Y luego, un día, me di cuenta de que todo eso era en vano, de que no servía para nada y, sobre todo…, de que con ello me hacía daño a mí mismo.

—¿Daño a sí mismo?

—Cuando uno rumia su venganza, ¿sabes?, siente una energía ciertamente muy estimulante, pero es una energía negativa, destructiva, que nos corrompe. No salimos de ella más fuertes… Y además, hay otra cosa…

—¿Sí?

—Cuando uno quiere vengarse de alguien es porque esa persona le ha hecho daño. Mediante la venganza, uno trata de hacerle daño a su vez, ¿no es así? Finalmente hacemos lo mismo que él, adoptamos su modo de actuar…

—En efecto.

—Así pues, es él quien gana: habrá conseguido imponernos su modelo, aunque no lo haya hecho intencionadamente. Nos habrá empujado a unirnos a él en el mal…

Nunca antes había pensado en ello. Era un análisis más bien… perturbador. Si lograba hacerle daño a Dunker —cosa con la que yo evidentemente soñaba—, eso significaría que el tipo habría influido sobre mí… ¡Qué horror! Sin embargo, no iba a quedarme de brazos cruzados…

—¿Sabes? —añadió Dubreuil—, habrá muchas menos guerras en este mundo el día en que los hombres dejen de querer vengarse. Mira el conflicto entre Palestina e Israel. Mientras los habitantes de cada país quieran vengar al hermano, la prima o el tío asesinado por el enemigo, la guerra seguirá, produciendo cada día más muertos… que vengar. Eso no acabará nunca mientras no se ayude a esos hombres y a esas mujeres que sufren a hacer el duelo, no de sus muertos, sino… de su venganza.

Era raro, casi incongruente, evocar guerras en ese remanso de paz que era el jardín de la finca, con sus olores apaciguadores, sus altos árboles relajantes, y esa calma tan cautivadora que uno se olvidaba de la ciudad cercana.

No obstante, lo que puede parecer evidente cuando uno observa los conflictos de los demás adquiere una dimensión muy distinta cuando se trata de los suyos propios. La necesidad del perdón en Oriente Medio me parecía evidente; perdonar a Dunker, en cambio, no era ni siquiera factible.

—Dice usted que uno se hace daño a sí mismo cuando piensa en la venganza. Acepto la idea, ¡pero tengo la sensación de que tragarme mi ira me haría al menos el mismo daño!

—Tu ira produce una energía, una fuerza, y esa fuerza puede ser canalizada y empleada para actuar y servir a tus intereses, mientras que la venganza no te aporta nada en absoluto, no hace más que destruir.

—Todo eso suena muy bien pero, concretamente, ¿cómo lo hago?

—En primer lugar debes expresar lo que albergas en tu corazón, ya sea diciéndole simplemente a ese tipo lo que piensas sobre lo que ha hecho, ya sea haciéndolo de manera simbólica.

—¿De manera simbólica?

—Sí, puedes, por ejemplo, escribirle una carta en la que te desahogues y expreses todo tu rencor y luego tirar esa carta al Sena o quemarla.

Tenía la sensación de que se me escapaba algo…

—Y ¿de qué servirá eso?

—Para purgar el odio acumulado en ti, que te hace daño. Es necesario que salga, ¿comprendes? Eso te permitirá pasar a la segunda fase. Mientras la ira te domina, tu mente está obnubilada por el deseo de revancha y eso te impide actuar por ti mismo: rumias, das vueltas a tus reproches y no avanzas. Tus emociones te bloquean, hay que liberarlas. Y eso puede lograrse con un acto simbólico.

—¿Y la segunda fase?

—La segunda fase consiste en utilizar la energía extraída de la ira para actuar, por ejemplo, para llevar a cabo algo que nunca te habrías atrevido a hacer. Algo constructivo que sirva realmente a tus intereses.

La imagen que se me representó era bastante ambiciosa. Soñaba con cambiar las cosas en mi empresa, convertirme en una fuente de propuestas más que seguir lamentándome por la situación y quejarme de continuo con Alice.

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