No me iré sin decirte adónde voy (34 page)

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Authors: Laurent Gounelle

Tags: #Otros

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Al llegar a casa vi una bolsa de papel colgada del tirador de la puerta de mi apartamento. Entré y la abrí sobre la mesa de la cocina. En el interior, un plato todavía caliente recubierto de papel de aluminio. Encima, un sobrecito azul con la solapa finamente dentada. Lo abrí. Contenía una carta del mismo color, con los bordes igualmente dentados. La escritura era muy regular, trazada con pluma con líneas gruesas y finas como nadie sabe hacerlas en nuestros días.

«Buen provecho. Señora Blanchard.»

Esa noche cené un delicioso pastel de chocolate.

39

A
pesar de mi voluntad de poner todos los medios para tratar de superar mi última prueba, debía rendirme a la evidencia y proteger mi retaguardia. Mis posibilidades de éxito eran tan débiles que debía anticipar el fracaso y prepararme para afrontar sus consecuencias. Era una cuestión de supervivencia.

Decidí por tanto comenzar una investigación pormenorizada sobre el turbio pasado de Igor Dubrovski. Si había obtenido su puesta en libertad hipnotizando al jurado, lo que sin duda nunca sabría con certeza, tal vez quedaran elementos por descubrir que me procurasen un cierto poder de negociación frente a él. Si desenterraba algunos cadáveres, tal vez dispondría de una moneda de cambio. Estaba convencido de que las claves de mi liberación se basaban en su pasado.

Volví a Internet en busca del virulento artículo del periodista de
Le Monde
cuyo nombre había olvidado, el que estaba mucho más documentado que los demás en el asunto del suicidio. Me acordaba de que ofrecía detalles tan precisos sobre Dubrovski y sus métodos como si realmente lo hubiera conocido. Tenía que hablar con él como fuese.

Encontré sin esfuerzo el artículo en línea. El autor se llamaba Jean Calusacq. Acto seguido, descolgué el teléfono.

—Buenos días, estoy tratando de encontrar a un periodista que trabajaba en
Le Monde
en los años setenta, no sé si todavía está con ustedes…

—¿Cómo se llama?

—Jean Calusacq.

—¿Cómo dice?

—Calusacq. Jean Calusacq.

—Nunca he oído hablar de él, y hace ocho años que estoy aquí… Su amigo debe de estar jubilado desde hace mucho tiempo.

—No es mi amigo…, pero debo encontrarlo imperativamente. Es muy importante. ¿Es posible que haya alguien ahí que lo conociera y haya conservado sus señas?

—¿Cómo quiere que lo sepa? ¡No voy a hacer un llamamiento a todas las plantas!

—Bueno, debe de tener usted en algún sitio el nombre del redactor jefe de la época. Él podría informarme.

Oí un suspiro.

—¿Qué año ha dicho?

—1976.

—No cuelgue —Una pieza de jazz interpretada por un saxofón tomó el relevo durante largos minutos. Tan largos que empezaba a preguntarme si no se habían olvidado de mí.

—Le doy el nombre pero no le garantizo nada. Hace mucho tiempo que perdimos el contacto. Raymond Verger, cero, uno, cuarenta y siete, veinte…

—¡Espere, que lo anoto!… Raymond Verger, cero, uno, ¿cuarenta…?

—Cuarenta y siete, veintiocho, once, cero, tres.

—¡Perfecto! ¡Gracias!

Me colgó antes de arriesgarse a que le pidiese otra cosa.

Marqué el número, inquieto ante la idea de que no estuviera ya asignado… Un tono. ¡Uf! Un peso menos… Cuatro tonos, cinco… Nada. Siete, ocho… Había decidido renunciar cuando descolgaron. Un silencio, luego una voz de mujer ligeramente temblorosa. Cruzando los dedos, formulé mi pregunta.

—¿De parte de quién, señor?

—Alan Greenmor.

—¿Lo conoce?

—No, todavía no, pero me gustaría hablar con él acerca de uno de sus antiguos colaboradores.

—¡Muy bien! Eso lo distraerá… Articule bien las palabras si quiere que lo entienda.

Siguió un largo silencio. Esperé pacientemente. Acabé percibiendo unos susurros; luego de nuevo el silencio.

—¿Sí? —dijo por fin una voz cansina.

Seguí el consejo de la mujer, marcando cada sílaba.

—Buenos días, señor Verger. Mi nombre es Alan Greenmor, me han dado su número de teléfono en el periódico
Le Monde
. Lo llamo porque necesito entrevistarme urgentemente con uno de sus antiguos colaboradores. Es muy importante para mí, y en el periódico creen que tal vez usted tenga las señas.

—¿Un antiguo colaborador? Todavía frecuento a algunos, sí. ¿Cómo se llama? Me acuerdo de todos y cada uno de ellos. Mi mujer le puede decir que soy un hacha.

—Jean Calusacq.

—¿Cómo?

—Jean Calusacq.

Un largo silencio.

—Señor Verger, ¿está usted todavía ahí?

—El nombre no me dice nada —confesó.

—Estamos hablando de hace más de treinta años…

—¡No, no! Ése no es el problema. Me acordaría… Sin duda se trata de un seudónimo.

—¿Un seudónimo?

—Sí, los periodistas los utilizan a menudo para firmar artículos de un tipo distinto de los que escriben habitualmente.

—Y… ¿podría encontrar su verdadero nombre?

—Sí. Tengo la lista de mis colaboradores y de cada uno de sus seudónimos. Lo he conservado todo, ¿sabe? Llámeme dentro de treinta minutos y se lo diré.

Media hora más tarde, la mujer me lo pasó de nuevo, no sin haberme aconsejado antes que fuese breve para no robarle la hora de su siesta.

—No hay ningún Calusacq en mi lista —me dijo—. ¿Está seguro del nombre?

—Sí, absolutamente.

—Entonces, sin duda era alguien famoso. En ese caso, no anotábamos nada para conservar su anonimato.

¿Alguien famoso? ¿Por qué iba a interesarse por el suicidio de un desconocido?

—Lo lamento —agregó claramente decepcionado—. No voy a poder ayudarlo. Déjeme de todos modos sus señas, por si me vuelve a la memoria.

40

S
e dice que la suerte sonríe a los valientes. En mi caso, sin embargo, se hacía esperar. Iba de mal en peor. Trataba de afrontar un increíble desafío, luchando solo contra un loco genial y poderoso. Pero los astros no estaban claramente de mi lado.

Esa mañana llegué tarde a la oficina. Los primeros candidatos de la jornada se congregaban ya en la recepción de la planta baja, sobriamente vestidos, sin una arruga en sus pantalones o sus faldas. Crucé rápidamente el vestíbulo, donde flotaban en algunos puntos efluvios de perfume y loción para después del afeitado, y subí por la escalera para no encontrarme en el mismo ascensor que mi jefe de área, ahorrándonos así a ambos el incómodo silencio que nos habría acompañado planta a planta.

Apenas había tenido tiempo de instalarme en mi despacho, cuando Alice entró y cerró cuidadosamente la puerta tras de sí.

—Mira esto —dijo tendiéndome dos hojas.

Cogí los documentos. Uno procedía de administración. Reconocí la lista negra de sociedades con dificultades financieras que habían solicitado los servicios de nuestra compañía. Era editada todos los meses por los jefes de área, quienes habitualmente nos la transmitían. Ese mes, sin embargo, no nos la habían proporcionado.

La otra hoja era el reparto por consultor de los nuevos clientes con los que contactar o perseguir esa semana, que nos pasaban todos los lunes. Una ojeada bastaba para darse cuenta de que la mayoría de los nombres de las sociedades figuraban en las dos páginas. La lista negra estaba fechada el 1 de agosto. La de los clientes, el 5…

—¿Te das cuenta? —dijo Alice, ofuscada—. ¿Entiendes lo que significa eso? ¡Nos obligan a hacer negocios con clientes de los que saben que una buena parte de ellos no nos pagará! ¡Es de locos! ¡La dirección toma cada vez más decisiones contrarias a la sensatez! Ya no comprendo cómo funciona esta empresa. No sé si entiendes lo que supone eso para nosotros, ¡Si el cliente no paga, no cobramos nuestras comisiones! Vamos a currar por cuatro duros, vamos…

Ya no la escuchaba. Mi mente había partido a la deriva, absorta por una idea que acababa de nacer y que tomaba forma lentamente, como una imagen todavía difusa en el visor de la máquina de fotos antes de enfocar, pero de la que ya sabemos que se volverá clara, precisa, luminosa…

—¿Por qué sonríes? —preguntó, contrariada porque no compartía su indignación.

—Alice… ¿Puedo quedarme con esos documentos?

—Sí, por supuesto, pero…

—Gracias. Mil veces gracias, Alice. Acabas de salvarme la vida…

—Digamos sólo que esto te ahorrará trabajar a cambio de nada…

—Alice, tengo que irme, perdóname.

Descolgué mi teléfono, llamé a Vanessa y le pedí que cambiase todas mis citas. Necesitaba tomarme el día libre. Eso iba a dar que hablar pero, de todas formas, mi porvenir como empleado estaba comprometido, pasara lo que pasase.

La asamblea general de accionistas debía reunirse el 28 de agosto. Igor Dubrovski me había dado cita el 29. Estaba, por tanto, bien informado y no había elegido la fecha por casualidad. Yo que pensaba que la idea de esta última prueba se le había ocurrido en el fragor de la batalla, durante nuestra entrevista… Todo estaba premeditado.

De vuelta en mi casa, llamé a mi banco y ordené la compra de una acción de Dunker Consulting, condición necesaria para poder aspirar a la presidencia. Los estatutos recogían que no era necesario anunciar la candidatura de antemano, sino sólo al comienzo de la asamblea general. Podía, pues, mantenerme en la sombra hasta el último momento.

Mi idea sólo tenía una posibilidad entre mil de saldarse con éxito. Y, en ese caso, podría presentarme ante los accionistas para intentar convencerlos. Santo Dios, la sola perspectiva me provocaba escalofríos. Yo, que ya me ponía nervioso cuando debía hablar en una reunión delante de diez o quince colegas…

Sólo de pensarlo, tenía la garganta seca y las manos temblorosas. Debía hacer algo. No podía malgastar mis oportunidades únicamente por una cuestión de nervios. Debía de haber algún método para aprender a hablar serenamente en público…

Hice algunas búsquedas en Internet. Varios centros proponían cursos o seminarios. Sólo conseguí apuntarme a uno por teléfono, pues todos los demás estaban cerrados durante el mes de agosto. El nombre prometía: Speech-Masters
[3]
. La persona que descolgó me propuso ir a conocer la asociación antes de inscribirme. Cogí cita.

Luego llamé a Alice a la oficina.

—¿Te dije que Dunker publicaba ofertas de empleo falsas en la prensa?

—Sí, Alan. Todavía no me he recuperado del
shock
.

—Escucha, te necesito. ¿Podrías confeccionar una lista?

—¿De las de falsas ofertas?

—Sí, eso es.

Silencio.

—Me llevará algún tiempo. ¿Hasta cuánto quieres remontarte?

—No lo sé… Pongamos los tres últimos meses.

—Tendría que anotar uno por uno todos los anuncios publicados en cada uno de los periódicos y cotejar la información con nuestras listas internas…

—¿Podrías hacerlo por mí? Es… super importante.

—Estás un poco misterioso hoy.

—Por favor, Alice.

41

Y
a que no conseguía encontrar el rastro del antiguo periodista de
Le Monde
, decidí ir a buscar la información a la fuente. Era delicado, difícil en el plano emocional, pero sin duda podría averiguar mucho más de esa manera.

La casa no me resultó difícil de localizar. Los periódicos de la época habían descrito suficientemente el lugar. No había nadie más con el mismo nombre en el barrio, y encontré con facilidad la dirección en la guía en línea.

Fui hasta allí en coche, ya que Vitry-sur-Seine estaba a varios kilómetros al sureste de París. Sabiéndome seguido, conduje con los ojos puestos en el retrovisor. No me percaté de nada en particular, pero no podía correr riesgos. Igor no debía saber que yo había ido allí en ningún caso. Cogí por tanto la autopista del sur en la Puerta de Orleans y me desvié al arcén unos kilómetros más allá. Di entonces marcha atrás hasta una vía de acceso a la autopista. La maniobra era peligrosa, pero infalible.

Siempre es difícil orientarse en las afueras de París. En cada semáforo en rojo, me sumergía en el plano que había desplegado en el asiento del pasajero a mi lado.

Llegué a Vitry por el bulevar Máximo Gorki, pasé por delante del colegio Makárenko, luego me metí por la avenida Yuri Gagarin y el bulevar de Stalingrado. ¿Dónde demonios estaba? Creía que la URSS se había disuelto veinte años antes… Volví la cabeza a la derecha y vi el ayuntamiento. Para mi sorpresa, a punto estuve de chocar contra el vehículo que tenía delante: ¡era una especie de Kremlin en miniatura!

Bueno, todo aquello era muy divertido, pero debía encontrar mi camino. A ver, ¿dónde estaba ahora? Avenida Robespierre, calle Marat…, hum…, nada más que grandes demócratas… Estaba realmente perdido. Puse las luces de emergencia y me detuve en doble fila para intentar localizar mi posición en el plano. Ah, sí, de acuerdo, bastaba con coger la avenida de la Insurrección, enlazar con la avenida del Paredón y tomar por el puente de los Fusilados. Todo muy agradable…

Acabé desembocando en una calle muy tranquila, bordeada por casas de extrarradio, construcciones muy modestas pero conmovedoras en su simplicidad. Aparqué y continué a pie. En el número 19 había una casita de ladrillo pintada de blanco, estrecha y alta. Debía de haber sido encantadora en su momento, antes de que el tiempo dejara su huella deprimente color polución. La pintura estaba desconchada en varios sitios, dejando parcialmente al descubierto los ladrillos. Unas manchas marrones en una piel enferma.

Me acerqué a la puerta de madera. El jardín, si es que podía llamarse así al escaso espacio que separaba la casa de la calle, estaba abandonado, las malas hierbas abriéndose paso a través de la gravilla mal repartida por el suelo.

El número 19 estaba pintado sobre una plaquita de chapa esmaltada bien perfilada, justo debajo de un buzón sin nombre.

Me armé de valor y pulsé brevemente el timbre.

No sucedió nada durante largo rato; luego la puerta se entreabrió y apareció el rostro apagado de un anciano, los rasgos hundidos por el tiempo. Se percibía que la tristeza había sido su principal escultor. De inmediato supe que no me había equivocado de dirección.

—¿Señor Littrec?

—Buenos días.

—Mi nombre es Alan Greenmor, y vengo a verlo porque necesito hacerle algunas preguntas. Le ruego de antemano que perdone que avive tan malos recuerdos, pero tendría que hablar con usted de su hijo.

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