—No lleva cofre portaesquís —comentó Sejer.
—No, lo han quitado. Se ven las marcas de los soportes.
Abrieron la puerta y entraron. Olía muy parecido a la tienda de lanas de la señora Johnas, con un toque de brea de las vigas del techo. Los estaba enfocando una cámara colocada en un rincón. Sejer se detuvo y miró hacia la lente. Por todas partes había alfombras apiladas y una ancha escalera conducía a las plantas superiores. También se veían alfombras esparcidas por el suelo, o colgando de las redondas vigas del techo. Johnas bajaba por la escalera, vestido de franela y terciopelo, rojo, verde, rosa y negro. Con sus rizos negros encajaba perfectamente en su mansión. Había en él algo suave y delicado. Si realmente poseía un genio fuerte, lo ocultaba muy bien. Pero tenía los ojos oscuros, casi negros, y su manera de ser era inconfundiblemente la de un vendedor: amable, escurridizo y servicial.
—¡Bueno! —dijo cordialmente—. Entren, por favor. Habrán venido a comprar una alfombra, ¿verdad?
Les tendió una mano como si fueran viejos amigos a los que no había visto en mucho tiempo, o tal vez clientes adinerados, que sentían debilidad por ese tipo de artesanía. Los nudos. Los colores. Los dibujos con claves religiosas. Nacimiento, vida, muerte, dolor, victoria y orgullo, una alfombra para poner debajo de la mesa del comedor o delante de la televisión. A prueba de todo; única.
—Tiene mucho espacio —comentó Sejer, mirando a su alrededor.
—Dos plantas enteras, además de un ático. Créanme, esto ha sido una gran inversión. Me he dejado la piel en esta tienda; tenía una pinta horrible cuando me la traspasaron. Llena de humedades y todo gris. La limpié bien y encalé las paredes; no hizo falta más. Antaño fue una vieja mansión. Por favor, síganme —añadió señalando la escalera, que conducía a lo que él llamaba el despacho, pero que en realidad era una espaciosa cocina, con fregadero de acero inoxidable, cocina eléctrica, cafetera y una pequeña nevera. La pared de la encimera tenía bonitos azulejos holandeses que representaban lindas muchachas con tocas, molinos de viento y rollizos gansos. De una viga del techo colgaban antiguos cazos de cobre, convenientemente abollados. La mesa de cocina tenía el canto hacia arriba y se veían guarniciones de latón en las esquinas, como si hubiera formado parte del mobiliario de un viejo barco.
Se sentaron alrededor de la mesa, y, sin preguntar, Johnas sacó de la nevera un mosto de color azul que les sirvió.
—¿Qué tal los cachorros? —preguntó Skarre.
—Dejaré a Hera que se quede con uno, y dos ya están comprometidos. Así que ya pueden arrepentirse. ¿En qué puedo ayudarles? —preguntó, y tomó un sorbo de zumo.
Sejer sabía que esa amabilidad enseguida despegaría y desaparecería volando.
—Solo unas preguntas sobre Annie. Me temo que tenemos que hacer la misma ronda otra vez.
Sejer se limpió discretamente la boca.
—Usted la recogió en la rotonda, ¿no fue así?
Las palabras, el tono, y la ligerísima indicación de que dudara de sus declaraciones anteriores agudizaron la atención de Johnas.
—Eso fue lo que dije y me ratifico en ello.
—Pero lo cierto es que ella quería ir andando, ¿verdad?
—¿Cómo dice?
—Según tengo entendido, usted tuvo que insistirle para que subiera al coche.
Los ojos de Johnas se estrecharon aún más, pero conservó la compostura.
—En realidad quería ir andando —prosiguió Sejer—, y rechazó su oferta de transporte. ¿Me equivoco?
Johnas hizo de repente un gesto afirmativo con la cabeza y sonrió.
—Lo hacía siempre; era muy educada. Pero me sabía mal que tuviera que ir andando hasta Horgen. Es un buen trecho.
—¿De manera que la convenció?
—No, no… —Esta vez negó con la cabeza vehementemente, y cambió de postura en la silla—. Supongo que insistí un poco. Algunas personas necesitan que les insistan una y otra vez. Tienen esa mala costumbre.
—¿De modo que no se debía a que no tuviera ganas de subir a su coche?
Johnas percibió claramente el énfasis que puso al decir «su coche».
—Annie era así. Se hacía de rogar, por así decirlo. ¿Con quién ha hablado usted? —preguntó de repente.
—Con centenares de personas —contestó Sejer—. Y una de ellas la vio entrar en el coche tras una larga discusión. De hecho, es usted la última persona que la vio con vida, y por eso su testimonio es de gran importancia, ¿sabe?
Johnas le devolvió la sonrisa, una sonrisa de complicidad, como si estuvieran jugando a algún juego en el que él participaba con sumo gusto.
—Yo no fui el último —se apresuró a decir—. El último fue el homicida.
—Está resultando un poco difícil encontrarle —apuntó Sejer con falsa ironía—. Y no disponemos de ninguna prueba que nos haga suponer que el hombre de la moto la estuviera realmente esperando. Tan solo podemos atenernos a lo que usted nos dijo.
—Disculpe, pero ¿adónde quiere ir a parar?
—Bueno —contestó Sejer, extendiendo los brazos—, hasta el fondo del caso. En virtud de mi puesto, es mi obligación dudar de la gente.
—¿Se me acusa de haber mentido?
—Necesariamente tengo que pensar así —contestó Sejer, dando un repentino giro—. Espero que me perdone. ¿Por qué no quería subir Annie?
Johnas vaciló.
—¡Claro que quería! —exclamó, mostrando por primera vez ese mal genio y poniéndose rígido—. Ella subió y yo la llevé hasta Horgen.
—¿No más lejos?
—No, como ya le dije, Annie se bajó junto a la tienda. Pensé que iba a comprar algo. Ni siquiera la llevé hasta la puerta, sino que me detuve en la carretera y allí la dejé. Y después de eso… —se levantó y cogió un paquete de cigarrillos de la encimera—, jamás volví a verla.
Sejer decidió conducir la locomotora ruidosamente por una nueva vía.
—Usted ha perdido un hijo, Johnas. Sabe lo que se siente. ¿Ha hablado de ello con Eddie Holland?
Por un instante, Johnas se mostró sorprendido.
—No, no, él es muy introvertido, y yo no quiero meterme. Además, a mí tampoco me resulta fácil hablar de ello.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Ha hablado con Astrid, ¿verdad? Pronto hará ocho meses. No es algo que uno pueda olvidar o superar fácilmente. —Sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió con gestos casi femeninos—. A menudo la gente intenta imaginarse cómo es —explicó mirando a Sejer—. Lo hacen con la mejor intención. Se imaginan la cama del niño vacía, creyendo que uno se queda mirándola así a lo tonto. Yo lo hacía a menudo. Pero la cama vacía no es más que una parte. Me levantaba por las mañanas y entraba en el baño. Allí estaba su cepillo de dientes, debajo del espejo, uno de esos que cambian de color cuando se calientan, el patito de goma en el borde de la bañera, sus zapatillas debajo de la cama. Descubrí que ponía un cubierto de más en la mesa cuando íbamos a comer; lo estuve haciendo durante un montón de tiempo. En el coche estaba su peluche, que había dejado olvidado. Varios meses más tarde encontré un chupete debajo del sofá. —Johnas hablaba con los dientes apretados, como si estuviera diciéndoles algo en contra de su voluntad, algo que ellos no tenían derecho a saber—. Lo fui ordenando y retirando todo poco a poco, siempre con la sensación de estar cometiendo un delito. Era una tortura verse rodeado de sus cosas día tras día, y era horrible quitarlas. Me perseguía cada instante del día y me persigue todavía. ¿Sabe usted cuánto tiempo permanece el olor de una persona en un pijama de algodón?
Se calló. Su rostro bronceado había adquirido un tono grisáceo. Sejer no dijo nada. Recordó de repente los zuecos de Elise, que siempre dejaba en la puerta para poder ponérselos rápidamente cuando iba a tirar la basura o bajar a por el correo. Haber tenido que abrir la puerta, coger los zapatos blancos y meterlos dentro era algo que recordaba con un agudo dolor.
—Dimos una vuelta por el cementerio —dijo Sejer en voz baja—. ¿Hace tiempo que no va por allí?
—¿A qué viene esa pregunta? —dijo Johnas con voz ronca.
—Solo quiero saber si se ha dado cuenta de que han sustraído algo de la tumba.
—¿Se refiere al pajarito? Sí, desapareció justo después del entierro.
—¿Pensó en adquirir uno nuevo?
—Su curiosidad no tiene límites, por lo que veo. Sí, claro que lo pensé. Pero no soportaba la idea de volver a vivirlo de nuevo, por eso opté por dejarla tal cual.
—¿Sabe usted quién lo cogió?
—¡Pues claro que no! —contestó de repente con dureza—. Si lo hubiera sabido, lo habría denunciado inmediatamente, y si hubiera tenido ocasión, habría dado un escarmiento para toda su vida al culpable.
—¿Una reprimenda, quiere decir?
Johnas sonrió agriamente.
—No, no me refiero a una reprimenda.
—Fue Annie —dijo Sejer.
Johnas abrió los ojos como platos.
—Lo encontramos entre sus cosas. ¿Es este?
Se metió la mano en el bolsillo y sacó el pájaro. A Johnas le temblaban las manos cuando lo cogió.
—Creo que sí. Se parece al que yo compré. Pero ¿por qué…?
—No lo sabemos. Pensamos que a lo mejor usted podía sacarnos de dudas.
—¿Yo? Dios mío, no tengo ni idea. No lo entiendo. ¿Por qué demonios iba a robarlo Annie? No era precisamente una ladrona. No la Annie que yo conocí.
—Por eso tuvo que haber un motivo. Algo que no tiene que ver con robos. ¿Ella estaba enfadada con usted por alguna razón?
Johnas seguía mirando el pájaro, pasmado.
Esto no lo sabía, se dijo Sejer mirando de reojo a Skarre, que con su mirada azul seguía cada gesto del otro.
—¿Sus padres saben que ella lo tenía? —quiso saber por fin Johnas.
—Creemos que no.
—¿Y no sería Sølvi? Sølvi, al fin y al cabo, es algo especial. Exactamente como una urraca, picoteando todo lo que brilla.
—No fue Sølvi.
Sejer cogió la copa y bebió un trago de mosto. Sabía a vino insípido.
—Bueno, supongo que tendría sus secretos, todos los tenemos —dijo Johnas con una sonrisa—. Era bastante misteriosa, sobre todo cuando se hizo mayor.
—¿Le afectó muchísimo lo de Eskil?
—No pudo volver a visitarnos después de aquello. Yo lo entiendo; a mí me resultó imposible relacionarme con la gente durante mucho tiempo. Luego se marcharon Astrid y Magne, y ocurrieron tantas cosas a la vez… Una situación indescriptible —murmuró, palideciendo con solo recordarlo.
—Pero de algo hablarían, ¿no?
—Solo nos saludábamos cuando nos encontrábamos por la calle. Éramos casi vecinos.
—¿Ella se mostraba esquiva en esas ocasiones?
—De alguna manera se sentía incómoda. Era difícil para todos.
—Y además —añadió Sejer, como si se acordara por casualidad—, tuvo usted una bronca con Eskil justo antes de que muriera. Eso le dolería aún más.
—¡Mantenga a Eskil fuera de esto! —gritó Johnas con amargura.
—¿Conoce usted a Raymond Låke?
—¿Ese idiota que vive cerca de la colina?
—He preguntado si le conoce.
—Todo el mundo sabe quién es Raymond.
—Limítese a contestar sí o no.
—No.
—Pero ¿sabe dónde vive?
—Sí, lo sé. En una especie de choza. Al parecer le basta, porque va por ahí con pinta de ser feliz como un idiota.
—¿Feliz como un idiota? —Sejer se levantó y empujó la copa hacia un lado—. Creo que los idiotas dependen tanto de la buena voluntad de la gente como los demás para sentirse felices. Y no olvide nunca lo que voy a decirle: aunque él no sea capaz de interpretar el mundo que le rodea de la misma manera que usted, no le falla en absoluto la vista.
Johnas se puso rígido. No los acompañó hasta la puerta. Al bajar la escalera, Sejer notó la lente de la cámara como un rayo en la nuca.
Luego fueron a buscar a Kollberg al piso y dejaron que se acomodara en el asiento de atrás. El perro pasaba demasiado tiempo solo, por eso se ponía tan imposible, pensó Sejer. Le dio un trozo de pescado seco.
—Aquí huele fatal, ¿no crees?
Skarre hizo un gesto afirmativo.
—Luego tendrás que darle una pastilla de regaliz fuerte.
Se dirigieron a Lundeby, salieron en la rotonda y aparcaron junto a los buzones. Sejer se metió por la calle entre las dos filas de casas, plenamente consciente de que desde las veintiuna casas podían verlo. Todo el mundo pensaría que se dirigía a la de los Holland, pero se detuvo al final de la calle y echó una mirada hacia atrás, hacia la de Johnas. Tenía aspecto de estar medio abandonada, con las cortinas echadas en varias ventanas. Volvió lentamente al principio de la calle.
—El autobús escolar sale todas las mañanas de la rotonda a las siete y diez —dijo por fin—. Todos los chicos de Krystallen que van al colegio o al instituto lo cogen. Eso significa que salen de casa alrededor de las siete.
Soplaba un suave viento, pero no se levantaba ni un pelo de la cabeza de Sejer.
—Magne Johnas acababa de marcharse cuando Eskil se atragantó con la comida.
Skarre esperaba. Una cita bíblica sobre la paciencia le pasó velozmente por la mente.
—Y Annie salió de casa un poco más tarde que los demás. Holland se acordaba de que se habían dormido ese día. Annie pasaría por delante de la casa de Johnas tal vez mientras Eskil estaba desayunando.
—Sí. ¿Y qué?
Skarre estudió la casa de Johnas.
—Las ventanas del salón y de los dormitorios son las únicas que dan a la calle. Ellos estaban en la cocina.
—Sí, lo sé, lo sé —contestó Sejer irritado. Continuaron andando, se acercaron a la casa intentando imaginarse ese día, el siete de noviembre, a las siete de la mañana. A esa hora, en noviembre es de noche, pensó Sejer.
—¿Pudo Annie haber pasado por casa de Johnas?
—No lo sé.
Se detuvieron y miraron un instante la casa, esta vez de cerca. La ventana de la cocina se encontraba en la pared lateral, que daba a la casa del vecino.
—¿Quién vive en la casa roja? —preguntó Skarre.
—Irmak, con su mujer y sus hijos. ¿No hay por allí un sendero entre las casas?
Skarre echó un vistazo.
—Sí. Y por ahí viene alguien.
Un chico apareció de repente entre las dos casas. Andaba cabizbajo y aún no se había percatado de la presencia de los dos hombres en el camino.
—Thorbjørn Haugen. El que participó en la búsqueda de Ragnhild.
Sejer se quedó esperando al chico, que subía la cuesta deprisa. Llevaba una mochila negra colgada del hombro, y en la frente el mismo pañuelo estampado que la última vez. Lo observaron detenidamente en el momento en que pasó por delante de la casa de Johnas. Thorbjørn era alto, y llegaba hasta la mitad de la ventana de la cocina.