—¿Y no corrió hasta la cocina?
—Al parecer era un niño que siempre estaba rompiendo cosas.
—¿Quién más había en casa cuando ocurrió?
—Según tengo entendido, solo la madre. El hijo mayor acababa de marcharse en el autocar escolar o algo así, y la madre estaba durmiendo en el piso de arriba.
—¿Y no oyó nada?
—No habría nada que oír, ya que el niño no podía gritar.
—No claro, con dos corazones de gofres en la garganta… Pero luego se despertó. ¿La despertó el marido?
—Puede que él la llamara a gritos. Las personas reaccionamos de manera muy distinta ante ese tipo de situaciones. Algunos gritan sin parar, otros se quedan completamente paralizados.
—Pero ¿ella no acompañó al niño en la ambulancia?
—Llegó más tarde. Fue primero a buscar al hijo mayor al colegio.
—¿Cuánto tardaron en llegar?
—Vamos a ver… alrededor de hora y media, según pone aquí.
—¿Podría decirme en qué estado se encontraba ella? ¿Y el padre?
El médico calló y cerró los ojos, como si de verdad quisiera reproducir en su mente aquella mañana, tal y como había sido.
—Él estaba en estado de shock y no decía gran cosa.
—Es comprensible. Pero ¿se acuerda usted de lo poco que pudo haber dicho? ¿Recuerda algunas de sus palabras?
El médico lo miró con expresión interrogante, y movió la cabeza negativamente.
—Hace bastante tiempo. Casi ocho meses.
—Inténtelo de todos modos.
—Si no recuerdo mal, dijo algo así como: ¡Oh Dios, no! ¡Oh Dios, no!
—¿Fue el padre el que avisó a la ambulancia?
—Eso es lo que pone aquí.
—¿Se tarda realmente veinte minutos en ir de aquí a Lundeby?
—Sí, lamentablemente. Y otros veinte de vuelta. No llevaban personal preparado para realizar una traqueotomía. En ese caso, quizá podrían haberlo salvado.
—¿Qué quiere decir?
—Una traqueotomía es un agujero que se hace en la tráquea desde fuera.
—¿Quiere decir que se abre la garganta?
—Sí; de hecho es una intervención bastante sencilla. Tal vez podría haber salvado al niño. Pero tampoco sabemos con exactitud cuánto tiempo estuvo sentado en la silla antes de que el padre lo encontrara.
—Más o menos lo que se tarda en afeitarse, ¿no cree?
—Pues sí, tal vez.
El médico hojeó los papeles mientras se ajustaba las gafas.
—¿Existe la sospecha de algo… delictivo?
Se había guardado esa pregunta durante mucho tiempo. En ese momento se sintió con cierto derecho a hacerla.
—No creo. ¿Usted qué opina?
—¡Yo no puedo opinar sobre eso!
—Pero usted abrió al niño y lo examinó. ¿Encontró algo anormal en esa muerte?
—¿Anormal? Los niños son así. Se hinchan a comer.
—Pero si tenía un plato delante con varios gofres, estaba solo y no tenía miedo a que nadie se lo quitara, ¿por qué iba a meterse dos corazones en la boca a la vez?
—Dígame una cosa: ¿adónde quiere ir a parar?
—No tengo ni idea.
El médico se quedó absorto en sus propios pensamientos. Volvió a pensar en aquella mañana en que el pequeño Eskil yacía desnudo sobre la mesa de porcelana, abierto en canal desde la garganta. Recordó el momento en que descubrió esa bola en la tráquea y vio que se trataba de gofres. Dos corazones enteros. Una única bola empalagosa de huevos, harina, mantequilla y leche.
—Recuerdo la autopsia —dijo en voz baja—. De hecho, la recuerdo muy bien. Tal vez eso en sí muestra que en realidad estaba intrigado. No, no lo sé, no puedo decir nada. Nunca suelo pensar así. Pero… —dijo de repente— ¿cómo se le ha ocurrido a usted que pudo haber alguna irregularidad?
«Irregularidad», esa palabra capciosa en la que cabían tantas posibilidades.
—Bueno —dijo Sejer sin apartar la vista del médico—, el niño tenía una niñera. Digamos que esa chica reaccionó de manera extraña tras la muerte del niño, lo que me ha hecho pensar.
—¿De manera extraña? Puede preguntárselo a ella, ¿no?
—No, no puedo. Es demasiado tarde.
Gofres para desayunar, pensó. Tenían que haber sido del día anterior. Estaba seguro de que Johnas no se había levantado tan temprano por la mañana para hacer la masa. Gofres del día anterior, fríos y viscosos. Sejer se abrochó la chaqueta y se metió en el coche. Nadie sospecharía nada. Los niños siempre se atragantaban. El patólogo lo había expresado así: se hinchan a comer. Arrancó el coche, cruzó la calle de Rosenkrantz y bajó hasta el río, donde se desvió a la izquierda. No tenía hambre, pero se fue a los Juzgados, aparcó, y cogió el ascensor hasta la cantina, donde servían gofres. Pidió una plancha, un platito de mermelada y café, y se sentó junto a la ventana. Esos gofres estaban crujientes y recién hechos. Los dobló una vez y luego otra. Después se quedó mirándolos. Pudo, con algo de esfuerzo, metérselos en la boca, y todavía le quedaba espacio para masticar. Una vez masticados, notó cómo iban bajando por la garganta sin ningún problema. Los gofres recién hechos eran lisos y grasientos. Bebió café y sacudió la cabeza. Analizó desganado esas imágenes que venían empujando en su mente, del niño con la garganta llena. De cómo habría gesticulado y agitado las manos, roto el plato y luchado por su vida sin que nadie lo oyera. Solo el padre había oído romperse el plato. ¿Por qué no fue corriendo a la cocina para ver qué había pasado? Porque el niño siempre estaba rompiendo cosas, había dicho el médico. Pero de todos modos… un niño tan pequeño y un plato hecho añicos. Yo habría acudido inmediatamente, pensó Sejer. Habría pensado que la silla podría haberse volcado y que el niño podría haberse hecho daño. Pero el padre se tomó tiempo hasta acabar de afeitarse. ¿Y si la madre hubiera estado despierta a pesar de todo? ¿Habría oído romperse el plato? Sejer acabó el café y untó el resto de los gofres con mermelada. Luego leyó el informe detenidamente. Por fin se levantó y se fue al coche. Pensó en Astrid Johnas, acostada en el piso de arriba sin saber lo que estaba pasando en la planta baja.
Halvor cogió una rebanada de pan del plato y conectó el ordenador. Le gustaba ese pequeño toque de trompeta y el flujo de luz azul en la habitación cuando el ordenador se ponía en marcha. Cada toque de trompeta era un momento solemne. Para él era como si la máquina diera la bienvenida a una persona importante, como si le hubieran estado esperando. Ese día tenía ideas diferentes. Estaba de un humor endiablado, como Annie había estado muchas veces. Por eso empezó fuerte con «Fuera de aquí», «Prohibido entrar», «Desaparece de mi vista». Esas eran las cosas que Annie solía decirle cuando él le rodeaba los hombros con un brazo cuidadosa y siempre amistosamente. Pero Annie siempre lo decía en un tono cariñoso. Y cuando él se atrevía a pedirle un beso, ella le amenazaba con morderle el gesto malhumorado de la boca. La voz siempre expresaba algo distinto a lo que decían las palabras. Ciertamente las palabras estaban ahí, pero al menos resultaba más llevadero. En realidad, nunca le había permitido llegar hasta ella del todo. Y sin embargo, Annie quería tenerlo consigo. Solían estar acostados muy juntos el uno junto al otro, robarse calor el uno al otro. Tampoco estaba mal hallarse en la oscuridad, debajo del edredón, muy cerca de Annie, escuchando el silencio fuera, libre del terror y de las pesadillas relacionados con su padre, que ya no podía irrumpir en la habitación y arrancarle el edredón, que ya no podía alcanzarle. La seguridad. La costumbre de tener a alguien acostado al lado, como había tenido siempre a su hermano. Oír la respiración del otro, notar su calor en la cara.
¿Por qué había escrito eso Annie? ¿Qué era? ¿Lo entendería cuando por fin lo encontrara? Masticaba pan con paté de hígado y oyó el sonido de la televisión del cuarto de estar. Tenía mala conciencia porque su abuela estaba sola todas las tardes, e iba a seguir sola hasta que él consiguiera encontrar la clave y penetrar en el secreto de Annie. Debe de tratarse de algo oscuro, pensó, por lo inaccesible que es. Algo oscuro y peligroso, algo que no puede decirse en voz alta, solo escribirse y encerrarse, como un asunto de vida o muerte. Lo tecleó: «Vida o muerte». Nada.
La señora Johnas estaba almorzando en la trastienda. Miró a Sejer desde dentro con una rebanada de pan crujiente en la mano, vestida con el mismo traje rojo que la vez anterior. Parecía algo preocupada. Dejó el pan sobre el papel, como si fuera poco decoroso masticar cuando iban a hablar de Annie. En lugar de ello, se centró en el café.
—¿Ha sucedido algo? —preguntó, bebiendo de la taza del termo.
—Hoy no quiero hablar de Annie.
Astrid Johnas levantó la taza y lo miró boquiabierta.
—Hoy quiero hablar de Eskil.
—¿Cómo?
La boca llena se volvió más pequeña y más estrecha.
—Para mí aquello ya es algo acabado, lo he dejado atrás. Y si me permite decirlo, me ha costado mucho.
—Lamento no ser más considerado. Hay algunos detalles relacionados con la muerte del niño que me interesan.
—¿Por qué?
—No tengo que contestar a esa pregunta, señora Johnas —dijo con delicadeza—. Usted limítese a contestar a las mías.
—¿Y si me niego? ¿Y si no tengo fuerzas para volver a enfrentarme con todo eso una vez más?
—En ese caso me marcharé —contestó Sejer tranquilamente—. Dejaré que se lo piense. Ya volveré otro día con las mismas preguntas.
La mujer empujó la taza hacia un lado, colocó las manos sobre su regazo y se enderezó, como si en realidad hubiera estado esperando exactamente aquella respuesta y quisiera armarse de valor.
—Esto no me gusta —dijo con voz tensa—. Vino usted aquí el otro día a hablar de Annie, y no se me habría ocurrido negarme a colaborar. Pero tratándose de Eskil… Acabe enseguida y márchese cuanto antes.
Sus manos se buscaron y se entrelazaron, como si tuviera miedo de algo.
—Justo antes de morir —dijo Sejer mirándola—, el niño dio un golpe al plato y este cayó al suelo y se hizo añicos. ¿Lo oyó usted?
La pregunta la sorprendió. Lo miró extrañada, como si hubiera esperado otra cosa, tal vez algo peor.
—Sí —se apresuró a contestar.
—¿Lo oyó? ¿De manera que estaba usted despierta? —Sejer estudió el rostro de la mujer, tomando nota de esa pequeña sombra que se dibujaba en él, y prosiguió—: ¿Así que no estaba dormida? ¿Oyó la máquina de afeitar?
Ella inclinó la cabeza.
—Oí a mi marido entrar en el baño y cómo la puerta se cerraba de golpe.
—¿Cómo sabe usted que entró en el baño?
—Lo sabía, sin más. Llevábamos mucho tiempo viviendo en esa casa, las puertas tenían cada una su propio sonido.
—¿Y antes de eso? ¿Antes de que se metiera en el baño?
Astrid Johnas volvió a vacilar, mientras indagaba en su memoria.
—Sus voces en la cocina. Estaban desayunando.
—Eskil comió gofres —dijo él con cautela—. ¿Era costumbre en su casa? ¿Gofres para el desayuno? —preguntó sonriendo.
—Supongo que los pediría a gritos hasta que su padre acabó dándoselos —dijo ella con voz cansada—. Siempre se salía con la suya. No era fácil negar algo a Eskil. Las negativas provocaban en él enormes rabietas. No soportaba que se le opusiera resistencia. Era como soplar las brasas. Y Henning no era muy paciente. No aguantaba los gritos del niño.
—¿De modo que usted le oyó gritar?
Astrid Johnas separó una mano de la otra y agarró de nuevo la taza.
—Se pasaba el día gritando —dijo, dirigiéndose al vapor que subía del café.
—¿Hubo entre ellos algún conflicto, señora Johnas?
Sonrió levemente.
—Siempre los tenían. El niño se puso pesado para que le diera gofres. Henning le había preparado una rebanada de pan que no quiso comer. Y ya sabe usted lo que pasa: hacemos cualquier cosa para que nuestros hijos coman, así que le buscaría esos dichosos gofres, o tal vez Eskil los viera. Estaban sobre la encimera cubiertos con un plástico, desde la noche anterior.
—¿Oyó usted alguna palabra?
—¿Adónde quiere ir a parar? —quiso saber de repente la señora Johnas. Sus ojos cambiaron de color—. Eso tendrá que hablarlo con Henning, yo no estuve presente. Estaba en el piso de arriba.
—¿Cree que él tiene algo que contarme?
Silencio. Ella cruzó los brazos, como a la defensiva. El miedo iba en aumento.
—No quiero hablar por Henning. Ya no es mi esposo.
—¿La pérdida del niño fue la causante de que se rompiera su matrimonio?
—En realidad no. Se habría roto de todos modos. Nos costaba demasiados esfuerzos llevarlo adelante.
—¿Fue usted la que tomó la decisión de dejarlo?
—¿Qué importancia tiene eso? —preguntó ella suspicaz.
—Seguramente nada. Solo pregunto.
Sejer puso las dos manos sobre la mesa, con las palmas hacia arriba.
—¿Qué hizo su marido al encontrar a Eskil sobre la mesa? ¿La llamó?
—Solo abrió la puerta del dormitorio y se quedó mirándome. De repente me di cuenta de lo silencioso que estaba todo; no se oía ni un ruido en la cocina. Me senté en la cama y grité.
—¿Hay algo en la muerte de su hijo que le parezca poco claro?
—¿Cómo?
—¿Su marido y usted han repasado juntos todo lo que sucedió? ¿Usted se lo preguntó?
Sejer volvió a ver miedo en los ojos de la mujer.
—Me lo contó todo —contestó—. Estaba tremendamente afligido. Tenía remordimientos de conciencia, decía que él tuvo la culpa de lo que había sucedido, que no había cuidado lo suficiente al niño… Es demasiado duro tener que convivir con algo así. Él no lo logró, yo no lo logré. Tuvimos que tirar cada uno por nuestro lado.
—Pero ¿hay algo en la muerte de su hijo que le resulte extraño o que no le hayan aclarado?
Los grandes ojos de color pizarra de Sejer eran en ese momento indulgentes, porque ella estaba a punto de estallar, y tal vez, con un poco de suerte, explotaría.
Le empezaron a temblar los hombros. Sejer permanecía sentado, esperando pacientemente, pensando que no debía moverse, no romper el silencio ni distraerla. Ella estaba a punto de confesar algo. Sejer lo sabía por experiencia; era una sensación que conocía muy bien y que ahora impregnaba el aire que los rodeaba. Había algo que la atormentaba, algo en lo que no se atrevía a pensar.
—Los oí gritar —susurró—. Henning estaba furioso; tenía un genio muy fuerte. Yo me tapé la cabeza con la almohada porque no soportaba oírlos.
—Continúe.