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Authors: Anthony E. Zuiker,Duane Swierczynski

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

No podrás esconderte (23 page)

BOOK: No podrás esconderte
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¿Por qué castigar a alguien de un modo tan cruel? ¿Qué había hecho Evelyn Barnes para merecer eso?

¿O acaso ese asesinato era como los demás…, terriblemente fortuito?

Riggins había enviado a Constance sola a Wilmington. Al principio, ella había pensado que se trataba de un castigo, pero luego su jefe le había explicado el soplo que había recibido Knack y que quería que su «mejor» elemento estuviera preparado para intervenir si ocurría algo. Eso hizo que se sintiera bien. Cualquier indicio de elogio, por minúsculo que fuera, significaba mucho para ella.

Especialmente cuando debía enfrentarse a una pesadilla de esa magnitud.

Y no había ninguna duda de que se trataba de un nuevo golpe del Asesino de las Cartas del Tarot, apenas un día después del accidente de aviación. Había dejado la carta del Cinco de Oros debajo de la espalda de Barnes, el único lugar de donde no se movería no importaba cuánto golpeara y pateara dentro de su encierro mortal. La logística también había funcionado. No era difícil imaginarlo abandonando el lugar donde había caído el avión para viajar hasta Wilmington. En coche era una distancia que podía recorrerse en unas seis horas.

Constance recordó la ilustración de la carta: dos personas enfermas, una mujer y un niño que avanzan a través de un terreno cubierto por la nieve. Sus cuerpos están vendados y sus ropas no son apropiadas para ese clima. Son personas pobres. El niño anda ayudado por unas muletas. La mujer lleva un chal ceñido al cuerpo y camina delante del niño, ignorándolo a él y su evidente dificultad. Detrás de ambos hay una ventana con vitrales en los que destacan cinco estrellas de cinco puntas, amarillas y brillantes, dispuestas en forma de árbol.

¿Había que suponer entonces que la enfermera —Evelyn Barnes— era la mujer? ¿Quién era el niño, pues? En el hospital no habían denunciado la desaparición de ningún niño. Gracias a Dios.

Al igual que había sucedido con Martin Green, esa víctima había sido torturada. No podía decirse lo mismo de todas las demás. Paulson había sido asesinado rápidamente. Y lo mismo había sucedido con las tres chicas universitarias. Sus cuerpos estaban colocados de manera que representaban una escenografía, pero en ellos no había señales de tortura. En el caso del senador, el asesino lo había torturado apuñalándolo de una forma metódica. Los pasajeros del avión, sin embargo, habían sido narcotizados, asfixiados y quemados. Metódico. Impersonal.

Constance llegó a una conclusión: en algunos de los crímenes, el asesino tenía una implicación personal.

Algunos eran ejemplos, impersonales: Paulson, las estudiantes, los pasajeros del avión.

Pero el asesino tenía una razón personal para odiar a Green, para odiar al senador Garner, para odiar a esa enfermera.

¿Qué era lo que los unía a todos ellos: un experto en economía, un político y una enfermera de un hospital infantil?

Capítulo 49

West Hollywood, California

Dark regresó a California. Finalmente había conseguido una evidencia sólida. Ahora era sólo cuestión de darle sentido.

A lo largo de los años había reunido piezas sueltas de los equipos que utilizaban en los laboratorios forenses de Casos especiales —incubadoras y centrifugadoras anticuadas— y se había construido su propio secuenciador y termociclador con artículos pedidos por correo una vez que había abandonado su trabajo. El montaje casero estaba a años luz del equipamiento que había en algunos laboratorios forenses, pero le proporcionaría lo que necesitaba. No había ningún tribunal de justicia ni ninguna cadena de pruebas que preservar. El ADN simplemente rellenaría otra pieza de la historia.

Una vez aisladas las muestras, incubadas y separado el ADN del material de desecho, Dark las cargó en el secuenciador. Mientras aguardaba a que finalizara el proceso de análisis, reflexionó acerca de los crímenes aparentemente azarosos perpetrados por el asesino.

Ésa era la cuestión: el noventa y nueve coma nueve por ciento de los asesinos no elegían a sus víctimas al azar. Siempre había una razón.

Las películas y las novelas negras siempre mostraban asesinos que te dejaban vivir o morir según el dictado de una moneda o una carta, cara o cruz, negro o rojo. Pero no era así como funcionaban las cosas. Si alguien quiere tomarse el trabajo de asesinarte, deberá tener una buena razón para ello. Deberá tener un plan.

No dejará que lo decida una jodida baraja de cartas del tarot.

¿Verdad?

Sin embargo, Dark no podía quitarse de la cabeza la idea de que allí obraban fuerzas más poderosas. Digamos que el asesino se despertó una mañana y decidió: «Muy bien, voy a hacer una lectura y luego me cargaré a un montón de personas según lo que me haya dicho el tarot. Encontraré a gente que se corresponda con las cartas, será alucinante…».

Aunque fuera así, el asesino estaba abocado a un proceso de selección. De todos los hombres del mundo a los que querías colgar, ¿por qué a Martin Green en Carolina del Norte?

Y seguramente había elegido a Jeb Paulson porque Paulson se introdujo en el mundo del asesino.

Si Jeb no hubiera aparecido en la escena del crimen, si, pongamos por caso, Riggins hubiera ido en su lugar, ¿qué habría pasado? ¿El asesino habría elegido a Riggins como objetivo de todos modos? No. No podría haber sido Tom Riggins, quien podía ser muchas cosas, pero no era un «loco», en el sentido de las cartas del tarot. No era una alma inocente que esperaba la reencarnación. Joder, no podías volverte más duro aunque lo intentaras.

Se trataba de selección, otra vez. No del azaroso movimiento de una carta.

Pero, entonces, ¿cómo explicar las tres chicas universitarias del bar? Absolutamente al azar, ninguna conexión con Green, aparte de su campo de estudio: los negocios. Igual que las víctimas del accidente aéreo: un grupo de ejecutivos de una compañía hipotecaria. Igual que el senador, quien participaba de actividades bancarias y reguladoras. Tal vez fuera un poco exagerado, pero no demasiado. Se podía trazar una línea muy clara a través de todas las víctimas, excepto en el caso de Paulson.

Un cling digital procedente del secuenciador le indicó que el análisis de las muestras estaba listo.

La sangre era animal.

Ningún vínculo con el asesino.

Capítulo 50

Dark se instaló en el sótano con la vista fija en el techo y en un estado próximo a la amnesia, completamente ajeno al paso del tiempo. En su cabeza había diminutos fragmentos de realidad y su cerebro luchaba por reunir nuevamente todas las piezas. La sólida evidencia que había conseguido no tenía ningún valor, igual que había sucedido con Sqweegel.

El sonido de su ordenador portátil le avisó de que había llegado un correo electrónico. Un informe enviado por Graysmith. Otro asesinato cometido por ACT, sólo un día después del accidente aéreo. Esta vez, la víctima era una enfermera llamada Evelyn Barnes, de Wilmington, Delaware. Abrió el archivo y le bastó con leer unas pocas frases para saber que estaba ante un informe redactado por Constance Brielle. Los informes de su antigua compañera eran claros, precisos e inteligentes. Si tuviera que copiar los deberes de alguien, Dark elegiría a Constance sin pensarlo dos veces.

Constance había identificado de inmediato la carta del tarot de referencia: el Cinco de Oros. Por otra parte, el asesino (o los asesinos, se recordó Dark) no lo había hecho a escondidas. Quienquiera que hubiera metido a Evelyn Barnes dentro de ese cajón helado de la morgue había dejado la carta del Cinco de Oros con ella.

Y, nuevamente, otra carta de la lectura «supuestamente» personal de Dark. ¿Qué era lo que Hilda le había dicho acerca de esa carta?

La carta representaba los tiempos difíciles y la mala salud. Como los tiempos difíciles que habían seguido al brutal asesinato de la familia adoptiva de Dark cuando él le había dicho a Riggins que abandonaba Casos especiales. «Tenías razón —le dijo a Riggins—. Me preocupo demasiado». ¿Acaso era ése el motivo de que aquella enfermera, Barnes, mereciera su castigo? ¿Se preocupaba demasiado por sus pacientes? ¿O, como mostraba la imagen de la mujer en la carta, ignoraba alegremente el dolor de quienes la rodeaban?

«Basta —se dijo Dark—. Concéntrate en el caso. Piensa en el asesino. No en tu propia vida. Ya has pasado por eso». Pero todo seguía remitiéndole a las cartas del tarot. ¿Cómo era posible?

Tal vez la vida no era lo que él pensaba. Tal vez estaba predeterminada y nosotros sólo teníamos la ilusión del libre albedrío. Tal vez la cruz celta no era más que una mirada detrás de la fachada de la maquinaria para obtener una visión fugaz de cómo funcionaba realmente el universo.

Pero, si ése era el caso, ¿qué éramos nosotros sino unos peones indefensos? Apenas unos bichos diminutos atrapados en un vaso de cristal invertido que tratan desesperadamente de trepar por la superficie lisa sólo para volver a deslizarse hacia el fondo. Muy pronto el aire se agotaría. Todos moriríamos. Tenemos la ilusión de un mundo inmenso que se extiende al otro lado del cristal y gastamos hasta el último aliento pensando que seremos los que encontrarán la manera de escapar del vaso. Sin embargo, nadie lo consigue.

Ninguna persona en la historia del mundo ha conseguido derrotar al cristal.

Dark cogió su móvil, tecleó el número y esperó. «Venga, Hilda, responde. Por favor». En cambio, una voz grabada respondió a la llamada.

—Soy madame Hilda, del Psychic Delic. En este momento no puedo atenderle…

Cuando sonó la señal, Dark dejó un mensaje.

—Hilda, me ayudó más de lo que puedo explicarle, pero tengo más preguntas para usted y realmente necesito verla. Mañana por la mañana, si es posible. Estaré en su tienda a las nueve en punto. Por favor, esté allí.

Capítulo 51

Cuartel general de Casos especiales, Quantico, Virginia

—Quiero que me diga que está a punto de arrestar a alguien por este asunto.

Riggins miró fijamente a Norman Wycoff.

—Estamos utilizando todos los recursos disponibles en este caso. Pero tengo seis escenas del crimen con diecisiete víctimas en seis jurisdicciones diferentes. Si quiere proporcionarme más recursos, estaré encantado de aceptarlos.

El secretario de Defensa, no satisfecho con haber llamado o enviado correos electrónicos con millones de signos de admiración rojos junto al asunto, había aparecido de pronto en su oficina. En los programas de televisión, Wycoff parecía el defensor más acérrimo de Estados Unidos. Sus tácticas inflexibles formaban parte supuestamente de su encanto. Pero esas cosas ya estaban quedando un poco anticuadas, y los norteamericanos estaban cansados de oír discursos acerca de rendiciones extraordinarias, torturas por ahogamiento, capuchas, descargas eléctricas, perros y torturas en los genitales de los detenidos. Wycoff parecía agotado por tener que defenderse constantemente, además de dirigir su departamento. A veces descargaba sus frustraciones sobre cualquiera que estuviera cerca.

—¿Sabe que Seguridad Nacional quiere tratar este asunto como un acto terrorista? —preguntó Wycoff.

—Bien —dijo Riggins—. Dejemos que sean ellos quienes se encarguen de encontrar a ese pirado.

Wycoff sonrió con desprecio.

—¿No quiere vengar a su propia gente, Tom? No es propio de usted. Creo que está perdiendo facultades.

—Como si me importara una mierda lo que usted piense.

El rostro de Wycoff adquirió una extraña tonalidad púrpura que Riggins no pudo identificar. Su expresión indicaba claramente que quería devolver el golpe con algo. Cualquier cosa. Incluso habría ido directamente a los testículos. Finalmente, escupió:

—Quizá Steve Dark era el único miembro de Casos especiales que sabía qué coño estaba haciendo.

Riggins acusó el golpe. No pudo evitarlo y se maldijo por eso.

No era por el orgullo herido; Wycoff no sabía un carajo de cómo funcionaba realmente Casos especiales. No, era porque Riggins tenía a Steve Dark en la cabeza. Para alguien como Wycoff, Dark era como la pistola de acero endurecido que un padre de la zona suburbana guarda en el cajón de la mesilla de noche. Uno niega que la tiene. Niega la fantasía de usarla contra alguien que se ha colado en su casa. Les dice a sus amigos liberales que le gustaría poder lanzarla al río. Pero tampoco puede decidirse a hacerlo. En realidad, le encanta tener esa pistola al alcance de la mano. Desde que Dark había dejado Casos especiales, Riggins no había podido disfrutar de una sola noche de sueño apacible.

Wycoff percibió que Riggins estaba tocado. Entornó los ojos.

—¿Está trabajando en este caso para alguna otra agencia? —preguntó.

—No —dijo Riggins.

—¿Qué hace Dark entonces husmeando en las escenas del crimen? Pensé que estaba ocupado dando clases a esos críos consentidos de UCLA.

—Sí, Dark es profesor ahora, pero también ha sido un cazador de hombres durante casi dos décadas. No puedes sacudirte eso de encima de un día para el otro. Me dijo que sólo sentía curiosidad. Le dije que se largara y creo que lo hará. Pero, la última vez que lo comprobé, éste todavía era un país libre. ¿Quiere impedirle que viaje?

Wycoff pareció ignorar la pregunta. Se dirigió hacia la puerta y se detuvo sólo para decir la última palabra acerca de ese asunto.

—Sólo quiero resultados. Y asegúrese de que Dark no mete las narices donde no lo llaman. O me encargaré personalmente de quitarlo de en medio.

El lugar era el preferido de Banner, un restaurante sencillo a las afueras de Washington donde servían las creps más ridículas del mundo. Creps con trozos de caramelo. Creps con jalapeños y pimientos habaneros. La elección de Banner esa mañana eran creps preparadas con pequeños trozos de crep endurecida en su interior. Constance —quien había sido bendecida con el metabolismo de un corredor de maratón— pidió tres huevos fritos, tres salchichas, doble ración de tostadas con mantequilla y tres vasos pequeños de jugo de vegetales. Riggins se limitó a una taza de café negro y una tostada seca. Su estómago era un desastre. Era mejor meter algo básico allí dentro para pasar la mañana.

—Deberías probar un trozo de esto —dijo Banner—. Es como un bucle infinito de crep.

—Necesito vuestra ayuda —dijo Riggins—. Extraoficialmente.

—Ya me parecía que un desayuno gratis era demasiado bueno para ser verdad —dijo Constance.

Riggins se volvió hacia la derecha.

—Eh. ¿Quién ha dicho que fuera gratis?

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