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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (34 page)

BOOK: Nubosidad Variable
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Se retiró a la butaca de donde se había levantado y desapareció de mi campo de visión, aunque probablemente yo no del suyo. Me quedé pensando en lo insulso que debe ser abrir un sobre como ése a media mañana y preguntándome cuánto tiempo habrá pasado desde que recibiera la última carta que le hizo latir el corazón, si es que ha llegado a recibir en su vida alguna de ese tipo. Representa cuarenta y cinco. En su juventud todavía se escribían cartas de amor. Querido Daniel, Daniel, mi vida. Por lo que más quieras, Daniel, dime si te acuerdas de mí, dime algo. ¿Por qué no me escribes? Daniel. El nombre se presta. Se me cruzó la tentación como una diablura fugaz que inmediatamente se convirtió en sugerencia literaria. Podría ser un buen comienzo para la novela que ando rumiando y que tiene ya tantos embriones de comienzo. Abrir con un personaje accesorio siempre da juego, ¿verdad, Sofía? Precisamente lo que más me gusta de tus deberes es la aparición casi inmediata de la señora Acosta. Son fascinantes los personajes accesorios, si se saben manejar. Pues bueno, Daniel Rueda puede ser el detonante de mi relato. En el casillero de la 204 aparece un buen día una carta para Daniel Rueda escrita en papel color garbanzo. La recoje la mujer-objeto. Hay una escena violenta entre ellos. En el comedor, por ejemplo, o en su terracita, eso ya se vería. Pero en algún sitio desde donde yo pueda pillar fragmentos de ese altercado. Daniel jura y perjura que no recuerda a esa amante, pero en días posteriores sus miradas hacia mí se vuelven cada vez más inquisitivas, porque empieza a sospechar vehementemente que la carta color garbanzo se la puedo haber mandado yo, sospecha que recojo y me altera, aunque procuro que no se me note mucho. Sin embargo, no sé cómo decirte, tampoco me importa que se me note un poco, ya me conoces, no me disgusta dar pie a trances extremados. Se intensifica entre nosotros el clima de deseo basado en el tira y afloja de las miradas, y todavía más a medida que él se va dando cuenta de que yo pierdo terreno y me siento insegura. Le intriga detectar síntomas de inseguridad en persona de gestos altivos y paso resuelto, y se aplica a acechar esos síntomas. Es decir, en cierta manera se convierte en detective de mi comportamiento. ¿Qué te parece? Podría ser un buen punto de partida para ir cercando poco a poco el núcleo central del argumento: la progresiva desintegración psicológica de Mariana León, aquejada de manía persecutoria. ¿De quién huye? ¿Por qué huye? Y en la lente de Daniel, atraído en principio por el fulgor de lo inaccesible, se van reflejando las deformaciones de esa alma en pena, sus cambios de actitud y de humor. Muy difícil de lograr, desde luego, pero sugerente como idea, ¿no? Todo el acierto dependerá del texto de la carta, la carta es lo que hay que inventar bien. Y de la dosificación de la sospecha. Como adorno argumental, cabe echar mano del recepcionista, cuya intervención para cotejar mi firma con la caligrafía de la amante desconocida tal vez añadiera un matiz policiaco a la pesquisa. Aunque no sé si entraría un poco forzado.

Llevaba un rato acodada en el mostrador, sin hablar. Los ojos del Profidén, divorciados totalmente de su sonrisa, acusaban un vago desconcierto.

—¿Me permite, por favor, ver mi ficha? —le pregunté casi sin darme cuenta, y arrepintiéndome inmediatamente de aquella incontrolada salida de tono.

—¿Qué ficha?

—La que rellené al llegar aquí. Supongo que rellenaría una ficha.

—Sí, claro, por supuesto —dijo el recepcionista, aturdido—. ¿Quiere saber qué día llegó?

(Te conviene abreviar esta escena, que va a emborronar el texto y no lleva a ninguna parte. Es un paso en falso. Tienes que romper cuanto antes el círculo vicioso. Salir del hotel.)

—Bueno, es que soy bastante desmemoriada —contesté con aire ligero—. Ni siquiera sé para qué le estoy pidiendo que busque la ficha, de manera que cómo me voy a acordar del tiempo que ha pasado desde que llegué. Pero da lo mismo. Déjelo. Total, mientras no reciba noticias, mejor olvidar el día en que se vive, disfrutar a gusto de las vacaciones, ¿no le parece?

El recepcionista se había puesto a hurgar en el fichero y levantó unos ojos pasmados. «Con los ojos alzados al aparente vacío» recité mentalmente, dedicándote la frase. Esta vez la sonrisa tardaba en salirle. Paralizó su acción. Creo que estaba pasando del aturdimiento al susto.

—Como mande, señora —dijo—. De todas maneras… Se quedó mirándome como si explorase mis capacidades de comprensión antes de seguir hablando. Sí, al recepcionista hay que meterlo, aunque debe tener un aire más siniestro, vestido tal vez de oscuro, con un atuendo intemporal. Daría un toque kafkiano a la narración. Los personajes accesorios, tú lo decías, son siempre algo kafkianos. Aunque también podría decirse que los personajes kafkianos son siempre algo accesorios. Su nombre ni siquiera se consigna o es una simple inicial. Relativizan nuestra existencia, la hacen más ambigua, la adelgazan. Para ellos, llegar no significa necesariamente llegar a alguna parte.

Ya era de noche cuando K. llegó. La aldea yacía hundida en la nieve. Nada se veía de la colina. Bruma y tiniebla la rodeaban; ni el más leve resplandor revelaba el gran castillo. Durante largo tiempo, K. se detuvo sobre el puente de madera que del camino real conducía a la aldea, con los ojos alzados al aparente vacío.

Nos sabíamos de memoria este comienzo de
El castillo
, y lo habíamos incorporado a nuestra jerga secreta. A veces, cuando yo te preguntaba, al verte distraída, que en qué estabas pensando y por toda respuesta te encogías de hombros, mirando al techo o al cielo, yo te solía decir: «Anda, no te quedes con los ojos alzados al aparente vacío.» Y era como echarte un cabo de cuerda para tirar de ti y que salieras a flote, el salvavidas de la literatura. Y enseguida surgía la risa, aquella risa cómplice que siempre restableció nuestra unión, hasta que yo empecé a tomarme la vida demasiado en serio. «Bueno —contestabas tú—, voy a cruzar el puente de madera y enseguida estoy contigo.» Emecé Editores, Buenos Aires, ¿te acuerdas? El emblema de la editorial era un libro abierto con una E. mayúscula abarcando cada página. ¡Qué poder de evocación tienen las iniciales! Se me ocurre, de paso, que el nombre y el apellido de la amante desconocida pueden llevar mis mismas iniciales, Magdalena Lastra, por ejemplo, o mejor Marta Lucena. Eso sería divertido.

El recepcionista reinició la frase interrumpida, haciendo un visible esfuerzo.

—De todas maneras —insistió—, si prolonga usted su estancia, tal vez tengamos que trasladarla de habitación. A otra del primero. Es lo que quería decirle antes, señora. ¿Me entiende? A otra. Pero tendría que ser individual. Caso de que no esté esperando la visita de alguien, ¿no le importaría que la cambiáramos a una habitación individual?

Articulaba muy despacio las palabras, como si se estuviera dirigiendo a un extranjero o a un deficiente mental.

Yo estaba deseando pasar a otra escena. Le dije que no, que no me importaba absolutamente nada ni estaba esperando la visita de nadie, pero noticias sí. Que me avisara, por favor, en cuanto recibiera alguna carta a mi nombre, paquete o telegrama. Que eso era lo fundamental, lo único verdaderamente urgente.

—Llegue a la hora que llegue, ¿entendido?

Y en mi voz había unos acentos tan veraces de súplica y sobresalto que a mí misma me pusieron sobre aviso. ¡Ojo! M. L. anda rozando los linderos de la demencia.

—Descuide, señora, la tendré al tanto. Pero ya sabe, la hora de llegar el correo es siempre la misma.

Crucé el vestíbulo en dirección a la puerta principal. Una mirada de soslayo me bastó para comprobar que Daniel Rueda, o sea D. R., seguía pendiente de mis movimientos, pero yo ya no pensaba en la carta que le tengo que escribir, sino en la que yo no recibo. La certidumbre de que va a aparecer en el casillero una carta a mi nombre el día menos pensado me asalta intempestivamente, como la sonrisa del monstruo en las películas de terror. Tengo que estar preparada. Nadie debe notar signos de alteración en mi gesto cuando la recoja. Pero significará, ni más ni menos, que me han descubierto. Lo mejor sería no abrirla siquiera. Tomarla, eso sí, como señal de alarma para iniciar una huida más concienzuda, en la que no queden cabos sueltos. Por ejemplo, al taxista que me trajo desde Puerto Real (porque finalmente vine en taxi) no debía haberle dado tanta conversación.

Hacía una mañana fresca de sol, cubierto de vez en cuando por rachas de nubes veloces y caprichosas, nubes sin rumbo fijo, desflecándose al pairo de la misma brisa que rige y atenúa nuestros ardores, nuestros altibajos de humor. Respiré hondo y me sosegué pensando que por ahora no ha pasado nada que me obligue a tomar una determinación. Llevaba un calzado muy cómodo y, a medida que avanzaba por el camino levemente empinado que aleja del hotel, la respiración se iba armonizando con la ligereza de los pasos, nutriéndose de aire libre, como una mariposa que aletease tras haber estado a punto de perecer ahogada en los remolinos de un río.

Ahora oriéntate, Mariana, toma tierra y goza de lo que ves; pero, sobre todo, de poder vivir para verlo. Tus fantasías están llegando demasiado lejos, a un sitio donde casi no hay aire, donde se pierde el sentido de las distancias. No dejes que te perturben el presente, cuyo disfrute consiste, como muy bien sabes, en el ajuste del pensamiento, en revisar cómo anda de maquinaria antes de echarlo al mar de los sueños. La fantasía y la lógica tienen que ir cogidas de la mano como dos hermanas, para que el universo no se trague su barca. Siempre juntas, siempre de la mano, tú misma has dado muchas veces ese consejo. Tal vez precisamente ha dejado de valerte de tanto como lo has repetido. Pero prueba a escucharlo por primera vez, como si te lo dijera alguien a quien quieres mucho, inyéctatelo en vena. ¿Quién te va a escribir ahora una carta, di, si nadie sabe dónde te has metido?

Y sin embargo, la espero. Puede llegar en cualquier momento. Porque sé que me están buscando, Sofía. Eso lo sé seguro. Y nunca, ni en los casos de crimen perfecto, hay huida que no deje alguna huella comprometedora. Por la noche me atiborro de novelas policiacas, y el rostro del detective, más tarde o más temprano, acaba por adquirir los rasgos angulosos de Josefina Carreras.

La última vez que hablé con ella fue desde la calle de la Amargura. No parece haber, de momento, ningún problema profesional grave que requiera mi vuelta a Madrid, pero en la voz de Josefina se acusaban vibraciones de alarma. ¿Qué me había pasado? Era como un cambio de personalidad, no podía entender aquella espantada, aquella desaparición insólita y repentina, sin avisar, dejándole, por todo dejar, una breve nota encima de su mesa de despacho. «Espero que no te moleste seguir supliéndome por unos días. Mi amigo ya está fuera de peligro. Tengo que salir de viaje. Te llamaré.»

—Menos mal que me llamas —me dijo—. Me tenías en ascuas, Mariana, compréndelo. No es tu estilo. Ni siquiera dejarme un teléfono, unas señas, algo.

No puedo soportar las fiscalizaciones. Por eso estuve seca.

—No te preocupes, el teléfono ahora te lo dejo. Pero no se lo des a nadie, ¿entendido? Yo volveré pronto. ¿Ha habido algo urgente?

Me contestó que no, que no se trataba de eso, sino de saber lo que me estaba pasando. Para ella lo único urgente era saber lo que me estaba pasando, o lo que me había pasado.

—Porque no me dirás que no te ha pasado algo —insistió, ante mi silencio—. ¿Estás con tu amigo?

Le hice un resumen incompleto y desganado de la situación. Ella de Raimundo sólo tiene referencias indirectas, pero no le cae bien. Dice que me está arruinando la vida. Yo traté de excluir a Raimundo como desencadenante de mi viaje, motivado en parte —le dije— porque me apetecía cambiar de aires, después de tantos días de hospital, pero sobre todo por razones profesionales. Me sentía responsable de una antigua paciente que me necesitaba mucho y en cuya casa me estaba albergando. Dado que Silvia acababa de notificarme su llegada desde Carmona, no sentí estar mintiendo mucho. De todas maneras, a Josefina siempre le miento algo porque es muy agobiante, y tiende a tomarse mis asuntos demasiado a pecho, a vivirlos como suyos.

—Eres incorregible, Mariana —dijo—. Te entregas exageradamente a los demás. No sé cómo das abasto. Y ya ves, para el pago que recibes.

Me sentí incómoda al calor de aquel halago. El contraste con la imagen despiadada de mí misma que Silvia me había transmitido por teléfono era demasiado estridente. Pero casi prefiero sus insultos a la devoción perruna de Josefina. Aunque lo que prefiero, naturalmente, es que me dejen en paz.

—No digas tonterías, por favor —repliqué impaciente—. A veces hablas como una señora de mesa camilla. Yo no me siento víctima de nada ni de nadie. Te lo he dicho mil veces. Y si me meto en algún lío, soy yo quien tiene la culpa y nadie más.

Luego sentí haberle hablado en ese tono y le pedí perdón. Pero es que a veces me saca de quicio con sus juicios totalitarios y su absoluta carencia de sentido del humor. Dirás que cómo me puedo entender con ella, y no te sabría contestar. Fue alumna mía, tuvo una infancia muy desgraciada y llevamos ocho años juntas; se trata de una colaboración, en fin, de las que ya no tienen remedio. Yo reconozco sus méritos de lealtad, honradez y competencia. Pero, para que nos entendamos, Sofía, linda un poco con la especie de los copiomanuenses. Supongo que no te habrás olvidado de los copiomanuenses. Como casi todos ellos, es nerviosa, no bebe y lleva gafas. Estatura mediana.

Le dejé el teléfono de Silvia en plan
top secret
, y quedamos en que, si no podía estar en Madrid a principios de la semana siguiente, la avisaría. No quiero ponerme a echar las cuentas de dónde ha ido a parar esa semana. Repitió que me notaba rara y que se quedaba intranquila. Ahora debe estarlo mucho más, ya que no he vuelto a dar señales de vida y que Silvia, con la que sin la menor duda habrá entrado en contacto, no tiene más pistas sobre mi paradero que las que pueden encerrarse en un poema de Pessoa. Hasta ahora Josefina y Silvia no sabían nada una de otra, pero no me resulta difícil imaginar las chispas que estarán surgiendo de su reciente alianza ni el embrollo alarmista que pueden haber montado entre ellas dos y Raimundo. Porque a Raimundo lo han metido en el ajo, eso seguro. Los tres indagan. Los tres se han lanzado a buscarme, andan merodeando por las cercanías. «No puede estar muy lejos», murmuran. Acabarán dando conmigo.

Iba tan abstraída en mis cavilaciones que me sobrecogí cuando un coche se detuvo a mi lado. Al volante iba D. R. Yo me había apartado bruscamente hacia la cuneta. Bajó la ventanilla y asomó un rostro que de repente me pareció absolutamente vulgar e inexpresivo.

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