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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (23 page)

BOOK: Nueva York
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Dirk Master observó con actitud pensativa a su primo de Boston. Había sentido bastante curiosidad por conocerlo. Con su hijo, él era el único Master varón transmisor del apellido en Nueva York. De la familia Van Dyck había tenido sólo primas que, después de casarse, se habían ido a vivir fuera de la ciudad, de modo que le quedaban pocos parientes. Aquel abogado de Boston era una persona muy distinta, pero no le desagradaba. No era, por lo menos, un mal comienzo del todo. Su hija parecía bastante agradable, además. Reclinado en la silla, meditó su respuesta.

—Hace cuarenta años, mi abuelo holandés se dedicaba a la compraventa de pieles —relató—. Dicho comercio aún persiste, pero ha perdido importancia. Mi otro abuelo, Tom Master, participaba en las actividades comerciales de las Indias Occidentales, las cuales han alcanzado tal envergadura que tres cuartas partes de los negocios que se llevan a cabo en esta ciudad dependen del suministro de las plantaciones de azúcar, que necesitan esclavos. —Hizo una pausa—. En cuanto a la moralidad del tráfico de personas, respeto vuestra opinión, primo. Mi abuelo holandés quiso liberar a los dos únicos esclavos que tuvo.

Eliot asintió con ambiguo ademán, y en los ojos del comerciante asomó un malicioso brillo.

—Aun así, primo —prosiguió—, debéis reconocer que a los británicos también hay que achacarles una tremenda hipocresía en esta cuestión, puesto que si bien afirman que la esclavitud es monstruosa, sólo aplican el criterio en su isla de Europa. En el resto del Imperio británico se permite la esclavitud. El comercio del azúcar, tan rentable para Inglaterra, depende totalmente de los esclavos, y los barcos británicos los transportan por millares cada año.

—No se puede negar —reconoció educadamente Eliot.

—¿Y no os preocupa, señor —planteó entonces Kate— que Nueva York dependa tanto de un solo sector comercial?

El comerciante la observó un momento con un brillo admirativo en los ojos azules.

—No demasiado —respondió—. Sin duda habréis oído hablar del Interés del Azúcar. Los grandes hacendados han formado un grupo destinado a influir en las decisiones del Parlamento de Londres. Como poseen enormes fortunas, se lo pueden permitir. Ellos y sus amigos forman parte de la asamblea legislativa. A otros miembros del Parlamento los convencen con argumentos o con dinero. El sistema deja sentir su influjo hasta en las más altas esferas y su presión ha dado muy buenos resultados. Durante los últimos años, cuando el comercio del azúcar pasaba por una mala racha, el Parlamento británico aprobó dos medidas para protegerlo. La más destacada fue la de la Ración de Ron, por la cual a todos los hombres destacados a bordo de un navío de la Marina británica se les da ahora media pinta de ron al día. No sé a cuánto ascenderá el gasto del gobierno, pero multiplicado por la totalidad de la Marina a lo largo de un año entero representa una asombrosa cantidad de ron, y por lo tanto de melaza proveniente de las plantaciones. —Esbozó una sonrisa—. Y esa Ración de Ron no es sólo una salvación temporal, sino eterna, porque una vez que se ha creado en un marinero la expectativa de recibir ron como algo a lo que tiene derecho, no consentirá que se la quiten. Si paran de repartir ron, habrá motines. Y lo que es más, a medida que crece la Marina se multiplica también la ración de ron y las fortunas de los propietarios de las plantaciones. Como podéis ver pues, señorita Kate, los más seguros pilares en los que se asienta en la actualidad Nueva York son el Interés del Azúcar inglés.

Kate lanzó una ojeada a su padre. Sabía que aquel cínico empleo de palabras de cariz religioso no debía de gustarle nada, pese a que ella apreciaba la ruda franqueza del comerciante.

—Habéis mencionado una segunda medida, señor —le recordó.

—Sí. El Acta de la Melaza, según la cual sólo podemos comprar melaza proveniente de comerciantes y barcos ingleses. Eso mantiene un elevado precio de la melaza y protege a los hacendados ingleses. A mí no me agrada demasiado, porque yo también fabrico ron aquí en Nueva York. Si estuviera permitido compraría a mucho mejor precio la melaza a los vendedores franceses. —Se encogió de hombros.

John Master escogió ese momento para hablar.

—Aunque sí se la compramos. —Se volvió hacia Kate con una sonrisa—. Vamos a buscar la melaza de los franceses fuera del puerto y la entramos de contrabando. No es legal, por supuesto, pero eso es lo que hace papá. Yo participo en esas expediciones —le aseguró, no sin cierto orgullo.

El comerciante dirigió a su hijo una mirada de exasperación.

—Ya basta, John —le ordenó—. Lo que ahora nos gustaría oír a todos es la opinión que tiene mi primo del juicio de mañana —declaró, dedicando una inclinación de cabeza a Eliot.

Eliot Master posó la mirada en la mesa. Lo cierto era que experimentaba una sensación de alivio. Si antes de llegar a la casa había abrigado el secreto temor de que su hija se prendara de su guapo primo, una vez dentro de ella, viendo al joven aseado y teniendo en cuenta que era el heredero de una fortuna superior a la que él poseía en Boston, se encontró frente a una incómoda disyuntiva: pese a lo que él pensara de aquellos neoyorquinos y sus negocios, ¿tenía realmente el derecho de responder con una negativa si Kate deseara casarse con un pariente tan rico? Hasta ese momento se había debatido en la duda, pero ahora, con su imprudente intervención, aquel muchacho acababa de exponer a la luz lo que eran él mismo y su familia. No sólo eran esclavistas, sino además contrabandistas; así se explicaba que fueran mucho más ricos que él. Pensaba ser educado con ellos, naturalmente, pero en su fuero interno los situaba a la misma altura que los delincuentes. Su deber como padre le exigía por lo tanto procurar que su hija percibiera la clase de sabandija que era aquel joven.

Satisfecho con el desarrollo de las cosas, pasó pues a concentrarse en el juicio contra John Peter Zenger.

Aquel juicio iba a tener una gran repercusión para las colonias americanas, pese a que tenía su origen en Inglaterra. Los acontecimientos políticos que se producían en Londres no tardaban mucho en dejar sentir sus efectos en Boston y en Nueva York. Dirk Master lo expresaba de ese modo: «Londres nos da leyes, guerras y prostitutas». Con lo de prostitutas se refería a los gobernadores reales.

Aun habiendo honrosas excepciones, como la del gobernador Hunter, la mayoría de aquellos hombres acudían a América con la intención exclusiva de llenarse los bolsillos, y la gente de las colonias lo sabía. El gobernador que tenían por aquel entonces, Cosby, era uno de los peores, corrupto a más no poder. En poco tiempo había realizado toda clase de operaciones para embolsarse dinero, había manipulado jurados, amañado elecciones y destituido a los jueces que no obedecían a sus deseos. Dado que el único periódico de la ciudad estaba controlado por él, algunos comerciantes habían fundado otro con el fin de atacar a Cosby y denunciar sus abusos, y habían contratado a un impresor para hacerse cargo de la publicación. Decidido desde el principio a cerrarla, el gobernador había acabado por mandar a la cárcel a Zenger, que debía comparecer a juicio para responder a los cargos de libelo y sedición.

Eliot Master juntó los dedos y pasó a detallar los distintos aspectos legales del asunto.

—Mi primera objeción se basa en la manera como se llevó a cabo la detención de Zenger —comenzó a exponer—. Según tengo entendido, no es un hombre rico.

—Es un pobre emigrante llegado del Palatinado alemán —concretó el comerciante—. Aquí aprendió el oficio de impresor, aunque ha revelado un considerable talento para escribir.

—Al detenerlo, el gobernador hizo que se le exigiera una fianza astronómica que Zenger jamás habría podido pagar. Como consecuencia de ello, lleva ocho meses pudriéndose en la cárcel, ¿no es así?

—En efecto.

—En ese caso aquí hay una cuestión de principio —declaró el abogado de Boston—, en lo referente a la fianza excesiva, que no se debería consentir. La cuestión de base, no obstante, es que el gobernador real ha sido objeto de ofensa.

—Todos estamos dispuestos a ofender a ese gobernador real —señaló su anfitrión—, pero como el pobre Zenger lo imprimió en papel, lo están utilizando como chivo expiatorio. Nuestro pueblo está decidido a proporcionarle una buena defensa, y los integrantes del nuevo jurado son personas bastante honradas. Creo que incluso siete de ellos son holandeses, y por lo tanto poco sospechosos de tener tratos amistosos con el gobernador. ¿Tiene con ello alguna oportunidad el acusado?

—Me parece que no —repuso Eliot—. Si se puede demostrar que Zenger imprimió realmente los artículos ofensivos, la ley exige que el jurado lo declare culpable.

—No existen apenas dudas de que imprimiera el artículo —afirmó el comerciante—. Además, ha seguido proporcionando más material al periódico entregándole nuevos textos a su esposa por debajo de la puerta de su celda. Pero ¿no se toma en consideración el hecho de que todas las afirmaciones que efectuó sobre el gobernador Cosby son ciertas? ¿No debería tenerse eso en cuenta?

—La ley británica en materia de libelos afirma que eso no sirve como defensa —respondió el abogado—. Y si las afirmaciones son un insulto contra el representante del Rey, son libelo sedicioso. Que sean verdaderas o falsas, da lo mismo.

—Eso es monstruoso —se escandalizó el comerciante.

—Puede —concedió Eliot—. Mi preocupación actual es que se haga un mal uso de la ley, y por eso es para mí tan importante asistir a este juicio.

—Para haber hecho el viaje desde Boston, debe de serlo.

—Para seros franco —prosiguió Eliot Master—, yo creo que este caso es de gran trascendencia. En mi opinión, el juicio contra Zenger socava los fundamentos de nuestras libertades inglesas. —Abrió una pausa—. Hace un siglo, nuestros antepasados abandonaron Inglaterra porque el rey Carlos I estaba instaurando una tiranía. Cuando los miembros del Parlamento cuestionaron su derecho a hacerlo, intentó arrestarlos; cuando los honrados puritanos imprimieron quejas sobre sus pecados, les cortó las orejas, los marcó con hierro y los arrojó a la cárcel, valiéndose, no hay que olvidarlo, de la misma acusación de libelo sedicioso. Hace ochenta y cinco años, el Parlamento puso fin a la tiranía del rey Carlos I con su decapitación, pero con ello no se acabaron, sin embargo, todos los abusos. Y ahora, a menor escala, con la tiránica actuación de este gobernador, se vuelve a reproducir el mismo proceso. Yo creo que este juicio nos ha sido enviado como una prueba en la que podemos manifestar el grado en que valoramos nuestra libertad. —A lo largo de aquella exposición, había ido elevando de manera considerable la voz.

—Vaya, primo, veo que tenéis madera de orador —observó, con renovado respeto, el comerciante.

Eran escasas las ocasiones en que Kate oía hablar a su padre con tanta pasión. Orgullosa de él y pensando granjearse su aprobación, se decidió a intervenir en el debate.

—Cuando Locke habla de la ley natural y del derecho natural a la vida y a la libertad, ¿no incluye en ello la libertad a expresar lo que uno piensa? —planteó.

—Yo diría que sí —contestó su padre.

—¿Locke? —inquirió, desconcertada, la señora Master.

—Sí, Locke —dijo su anfitrión—. Un filósofo —informó a su esposa, mientras trataba de recordar algo sobre aquel pensador cuya doctrina servía de fuente de inspiración para los amantes de la libertad en ambos lados del Atlántico.

—¿Leéis filosofía? —preguntó, algo perpleja, la señora Master a Kate.

—Sólo los textos más famosos —respondió alegremente Kate, al tiempo que dispensaba una sonrisa al muchacho, suponiendo que él también lo había leído.

John Master agachó, sin embargo, la mirada, sacudiendo la cabeza.

En ese momento Kate sospechó que tal vez el dios griego que tenía al lado era tímido, lo cual no hizo más que acrecentar su interés. Entonces se preguntó de qué manera podía alentarlo a hablar, pero habiéndose criado en el instruido ambiente bostoniano de la casa de su padre, aún no comprendía que se hallaba en un territorio muy distinto.

—El verano pasado vimos la representación de un acto del
Catón
de Addison que dieron algunos miembros de Harvard —le comentó—. He oído que hacia finales de año se va a poder ver la obra entera en nuestras colonias americanas. ¿Sabíais que la van a dar en Nueva York?

La pregunta guardaba relación con el juicio de Zenger, puesto que Addison, fundador de la revista
Spectator
de Inglaterra y modelo para todo caballero civilizado inglés, había obtenido un enorme éxito exponiendo la resistencia presentada por el noble republicano romano a la tiranía de César. Puesto que la fama de la obra había atravesado hacía tiempo el Atlántico, estaba convencida de que su acompañante habría leído algo al respecto en los periódicos.

—No sé —obtuvo como respuesta.

—Deberéis disculparnos, señorita Kate, si en esta casa nos preocupamos más por el comercio que por la literatura —intervino el comerciante—. Me parece, John —se sintió de todas maneras obligado a añadir, con un asomo de reproche—, que debes de haber oído hablar del
Catón
de Addison.

—El comercio es la clave de la libertad —sentenció con firmeza el abogado bostoniano, acudiendo en su ayuda—. El comercio propaga la riqueza, y con ello promueve la libertad y la igualdad. Eso es lo que dice Daniel Defoe.

Por fin el joven John levantó la cabeza con un ápice de esperanza.

—¿El hombre que escribió
Robinson Crusoe
?

—El mismo.

—Lo he leído.

—Ah bueno —dijo el abogado—, no está mal.

Evitando toda tentativa de discusión literaria, concentraron la atención en las tres espléndidas tartas de fruta que acababan de servirles. Eliot Master no se hallaba del todo insatisfecho, no obstante. Había quedado bastante complacido con su pequeña demostración oratoria, y había sido completamente sincero del principio al final. Su primo no se había equivocado al observar que no habría efectuado el viaje desde Boston si no le hubiera apasionado el asunto. En cuanto a su primo Dirk, tal vez era un bribón, pero estaba claro que no era tonto. A su esposa la descartó en su evaluación, para pasar al muchacho.

Saltaba a la vista que, por más bien parecido que fuera, aquel chico era persona de pocos alcances. Era un zopenco, apto sólo para el trato con rudos marineros y contrabandistas. No había la menor posibilidad, estaba seguro, de que su Kate, que había tenido tan buen papel en la conversación, pudiera interesarse en lo más mínimo por un individuo así. Definitivamente tranquilizado, aceptó una segunda porción de pastel de manzana.

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