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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (39 page)

BOOK: Nueva York
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A lo largo de los dos años precedentes Charlie había sentido rabia a veces y otras tan sólo desánimo. Su inquina contra John Master no había disminuido, aunque ahora se mezclaba con un sentimiento de indignación y dolor más generalizados.

Él conocía los apuros de los pobres porque su familia a menudo los padecía. Tenía la impresión de que debía de haber una forma mejor de distribuir las cosas en el mundo. Con todo aquel vasto y fértil continente que se extendía por el oeste, por el sur y por el norte, no había derecho a que los trabajadores de Nueva York pasaran hambre. No había derecho a que los ricos como Master, apoyados por la Iglesia anglicana y el Ejército británico, obtuvieran enormes beneficios cuando la gente de a pie no podía encontrar trabajo. Algo tenía que haber malo en ese sistema. Algo tenía que cambiar.

Seguro que si los hombres libres como él estuvieran al frente de la ciudad, en lugar de los ricos, y si sus representantes electos gobernaran el territorio, en lugar de los gobernadores reales que no tenían en cuenta los deseos de los colonos, la vida sería mejor.

Las protestas contra la Ley del Papel Sellado habían dado resultado. El nuevo primer ministro, lord North, había eliminado los impuestos dictados por Townshend con la excepción del gravamen sobre el té, que había conservado por consideración a él. En opinión de Charlie, aquél era el momento propicio para que los Hijos de la Libertad prosiguieran con su lucha, pero, bajo la influencia de las personas de la vieja guardia como John Master, las autoridades de la ciudad les habían dado la espalda. En el Bowling Green habían puesto una estatua del rey Jorge. «Dios salve al Rey», decían todos. Ahora había un nuevo gobernador inglés bastante duro y más soldados capitaneados por el general Gage. Las cosas volvían a ser como antes. Si hasta Montayne había prohibido reunirse en su taberna a los Chicos de la Libertad…

Al demonio con Montayne, pues. Los chicos ya tenían otro sitio donde reunirse. Le habían puesto el nombre de Hampden Hall en honor al héroe que había plantado cara al tirano Carlos I en el Parlamento inglés. En cuanto a John Master y los de su especie, y Tryon y el general Gage… más les convenía recordar lo que le había pasado al rey Carlos. Aunque las calles estuvieran tranquilas, Sears y los Hijos de la Libertad disponían ahora de una amplia facción en la asamblea que les prestaba oídos.

—El cambio va llegar —aseguraba con determinación Charlie a sus amigos, mientras tomaba una copa en la taberna—. Y cuando llegue…

Aquel invierno no iba a llegar, sin embargo. El año anterior se había producido un desplome de los créditos financieros en Londres. Pronto todas las colonias padecieron las consecuencias… y eso fue antes de que sobreviniera aquel terrible invierno. Los más pobres pasaban hambre. Las autoridades municipales hacían lo posible para darles de comer, pero era difícil atender a tanto necesitado.

Charlie acababa de llegar al extremo meridional del terreno comunal, en su límite con Broadway, cuando vio a una mujer que salía con su hija del sórdido y viejo asilo para pobres. La mujer se detuvo un momento, elevando con inquietud la mirada hacia el sombrío cielo. Debía de haberse demorado más de lo previsto en el asilo y la había sorprendido la oscuridad. Luego se quitó el chal y envolvió con él a su hija, para protegerla del gélido viento.

La calle estaba casi vacía. Cuando llegó a su altura, ella lo miró.

—¿Vais a bajar por Broadway? —le preguntó, pese a que ignoraba por completo quién era él. Charlie no respondió—. ¿Nos podríais llevar a la otra punta de Broadway? Os pagaré con gusto. Es que voy con mi hija…

Tenía razón, por supuesto. Con los tiempos tan duros que corrían, las calles se habían vuelto inseguras. Conocía a más de una mujer que había recurrido a vender su cuerpo para ganar algo de dinero. También sabía de hombres a quienes habían atracado. No era aconsejable que la mujer y la niña caminaran solas cuando se hacía de noche.

—¿Cómo sabéis que no os voy a robar? —murmuró a través del tejido de la bufanda.

La mujer lo miró, aunque sólo podía verle los ojos. Tenía una expresión bondadosa.

—Vos no nos haríais ningún daño, señor, estoy segura.

—Mejor será que subáis —aceptó Charlie con un gruñido. Luego indicó el espacio que había a su lado en el pescante y señaló con la cabeza la carreta—. La señorita puede sentarse en el saco.

Tomó la dirección de Broadway.

De modo que aquélla era la esposa de John Master. La había reconocido de inmediato, por supuesto, aunque ella no lo conocía a él. Y ella pensaba que no le haría ningún daño. «Bueno, no os haría nada —pensó—, después de haberos quemado la casa».

Mientras circulaban por Broadway, le dirigió una penetrante mirada.

—No parece que seáis una persona que necesite acudir al asilo para pobres —señaló con un tono más bien desabrido.

—Voy todos los días —explicó simplemente ella.

—¿Y qué hacéis allí?

—Si tenemos provisiones disponibles, las llevamos con nuestro carro. A veces son mantas, u otras cosas. También damos dinero para comprar comida. —Se volvió para mirar el saco de harina—. Hacemos lo que podemos.

—¿Y lleváis a vuestra hija?

—Sí. Debe saber en qué clase de ciudad vivimos. Aquí hay mucho que hacer para todo buen cristiano.

Pasaban justo delante de la iglesia Trinity, a la que dedicó una mirada de encono.

—¿Y sería, en este caso, una cristiana de la Trinity?

—Cualquier cristiano, espero. Mi padre era cuáquero. —Charlie lo sabía, pero no dijo nada—. Mi hija habla con los ancianos —prosiguió tranquilamente la mujer—. A ellos les gusta charlar con los niños; les aporta consuelo. ¿Habéis estado en el asilo para pobres?

—No, no.

—Hay muchos niños, y algunos están enfermos. Hoy he cuidado a uno. Ése es mi gran temor ahora. Algunos han muerto a causa del frío, pero la mayoría recibirán comida. Lo malo es que están débiles; los viejos y los niños empiezan a caer enfermos. Será la enfermedad la que dé cuenta de ellos.

—Vos misma podríais enfermar yendo allí —murmuró.

—Sólo si Dios lo quiere. De todas formas, yo no padezco un estado de debilidad como el suyo. Además, no pienso en eso.

Habían recorrido otros cien metros cuando vieron un carro conducido por un negro que se acercaba a toda prisa.

—Vaya, allí está Hudson —comentó—. ¡Eh, Hudson! —lo llamó.

Cuando se encontraron los dos carros, Hudson puso cara de alivio.

—El amo me ha mandado a buscaros para que no os ocurriera nada —dijo.

—Este amable señor nos ha traído, como ves. Pero ahora iremos contigo. —Se volvió hacia Charlie—. No conozco vuestro nombre —señaló.

—Da igual —dijo Charlie.

—Permitidme que os dé algo para compensaros la molestia.

—No —rehusó—. Vos estabais haciendo una labor para el Señor.

—En ese caso, que Dios os bendiga, señor —le deseó, mientras se bajaban de carro.

—Que Dios os bendiga también a vos —contestó.

Volvía a pasar delante de la Trinity cuando se arrepintió de sus palabras. «Maldita sea ¿por qué he tenido que decir eso?».

Si John Master no salió a buscar personalmente a Mercy fue porque recibió una visita imprevista. El capitán Rivers había ido a verlo. Había llegado en barco desde Carolina esa misma mañana y ya había buscado alojamiento en la ciudad. Estaba envejecido, canoso. John admiró, no obstante, la manera directa y sin empacho con que Rivers expuso el motivo de su visita; a saber, que estaba arruinado.

Bueno, no del todo. A lo largo del último decenio, muchos hacendados sureños se habían visto en aprietos con sus acreedores londinenses y el reciente hundimiento de los mercados financieros de la capital no había hecho más que empeorar las cosas. El propio capitán Rivers siempre había mantenido tratos con Albion, y no le debía nada. El caso de su esposa, sin embargo, era otro cantar.

—Ella realizó transacciones con otros negociantes londinenses que se remontan a la época anterior a nuestro matrimonio. Yo ni siquiera tenía una idea de su alcance hasta hace poco. Por lo visto, debemos mucho más de lo que sospechaba.

—¿Y no podéis reducir gastos? —preguntó Master.

—Ya lo hemos hecho, y las plantaciones todavía procuran una buena entrada de dinero. Pero los acreedores de Londres nos presionan, y como están lejos, no tienen manera de ver cómo gestionamos los recursos. Para ellos, sólo somos otra maldita plantación más en situación de apuro. Lo que yo quiero es liquidarlo todo y contraer una nueva deuda con alguien de aquí de las colonias. Las plantaciones sirven de garantía suficiente. Si vinierais a Carolina, veríais por vos mismo que somos solventes. Podríais poner un empleado a trabajar con nosotros, si queréis. No tengo nada que ocultar.

John estaba bien dispuesto a tomar en serio la propuesta. Su instinto le decía que Rivers cumpliría con el compromiso.

—Antes de aceptar, me gustaría ir a ver la finca, tal como sugerís —dijo. En ese mismo instante oyó que llegaban su mujer y su hija—. Cenaremos enseguida —anunció—. Espero que nos acompañéis.

La cena fue muy agradable. Nadie sacó a colación los negocios de Rivers. Mercy, que siempre le había tenido simpatía, se alegró de verlo. Él, por su parte, era ducho en entablar conversación y supo hacer intervenir a Abigail en ella. A los trece años, ésta comenzaba a transformarse en una mujercita. Observándola enfrascada en un animado diálogo con el inglés, Master pensó con satisfacción que se estaba poniendo preciosa.

Aparte, aprovechó la ocasión para sondear a Rivers sobre otra cuestión.

James escribía con regularidad desde que se casó. Tenía un hijo llamado Weston, de dos años, y Albion lo había tomado como socio. En su última carta les informaba de que había nacido una niña, pero que murió de inmediato. En las misivas hablaba de su esposa Vanessa, y de vez en cuando les mandaba saludos de su parte.

—Pero lo cierto es que sabemos muy poco de vuestra prima —confesó John al capitán Rivers—. ¿Podríais explicarnos algo de ella?

Rivers titubeó, un instante tan sólo.

—¿Vanessa? La conozco desde que era una niña, por supuesto, y ya entonces era muy guapa. Después de la muerte de sus padres, la crio, por así decirlo, un tío suyo. Como no tiene hermanos, ha heredado una considerable fortuna. —Abrió una pausa—. Aunque nunca se perdería la temporada de recepciones londinenses, le encanta el campo. Apuesto a que convertirá a James en un terrateniente rural —añadió, riendo—. Tendrá que aprender a cazar.

—¿Es una mujer piadosa? —inquirió Mercy.

—¿Piadosa? —El capitán Rivers se contuvo a tiempo para no exteriorizar su estupefacción—. Desde luego. Es una firme partidaria de la iglesia, sin duda.

—Bueno, espero que James no tarde mucho en traérnosla —dijo Mercy.

—Sí —contestó con ambigüedad Rivers.

Master esperó a encontrarse a solas con el capitán, después de que se hubieran retirado las damas, para volver a sacar a colación el tema de Vanessa y su hijo.

—Estaba pensando en lo que habéis dicho de vuestra prima y recordando el tiempo que pasé en Londres —comentó—. Supongo que ella querrá que su marido siga los dictados de la moda.

—Probablemente —respondió Rivers.

—En ese caso no debe de gustarle que se dedique al comercio.

—No sabría deciros.

—Por lo que vi en Londres —prosiguió Master—, los ingleses no consideran a un hombre como un caballero si trabaja en el comercio. Es posible que alguien salido de la nobleza adopte esa actividad porque se ve obligado a ello… como nuestro amigo Albion. Sin embargo, una vez que un inglés se ha labrado una fortuna en el comercio, lo más probable es que venda el negocio, se compre una finca en el campo y se instale allí como un caballero. El comercio y la nobleza no se mezclan. ¿A qué creéis que se debe eso?

—Es cierto —reconoció Rivers— que en Inglaterra los caballeros van al Parlamento, o al ejército, pero evitan las actividades contables si pueden. Se supone que son la vieja aristocracia guerrera —bromeó—; guerreros en armadura, ya sabéis, como mínimo en teoría.

—En América es diferente.

—Un hombre como Washington, que vive en Virginia, un oficial del Ejército con una casa de campo y una extensa propiedad, se consideraría un caballero en Inglaterra, sin duda. Incluso Benjamin Franklin —añadió con una sonrisa— está completamente retirado del comercio hoy en día. Corresponde más bien al prototipo de caballero inglés.

—Y entonces, ¿dónde encajo yo? —preguntó Master con ironía.

Por un momento advirtió una expresión de preocupación en la cara del aristócrata. «Dios mío —cayó en la cuenta Master—, está pensando que quizá me he sentido insultado y le voy a negar el préstamo».

—En Carolina —repuso llanamente Rivers—, yo trabajo en mi propio almacén y vendo mi producción en el mostrador de mi puesto de venta. Vos no deberíais prestarme ni un penique si fuera demasiado orgulloso para hacerlo. Aquí en Nueva York, vos lleváis un tren de vida muy superior al mío. Poseéis barcos y negocios que otros gestionan por vos. Tenéis extensas propiedades de tierra. Si alguna vez os planteaseis regresar a Inglaterra, viviríais como un caballero muy respetable, os lo aseguro. —Lanzó una mirada de curiosidad a Master—. Teniendo a vuestro hijo allí, no sé si habéis pensado en esa posibilidad. Tendríais muchos amigos allí, incluido los Riverdale, desde luego.

Aunque bien formulada, y sin mala intención, la idea le causó una conmoción. ¿Volver a Inglaterra? ¿Después de que los Master hubieran logrado la riqueza hacía más de un siglo en Nueva York? Jamás se le había ocurrido pensarlo.

Más tarde, esa noche, reflexionando sobre el asunto, tuvo que reconocer que la sugerencia de Rivers era natural. Su hijo se había ido, tenía una esposa inglesa. James era inglés, y sería ceguera no querer verlo. Seguramente su esposa inglesa esperaba sólo a que James heredase una fortuna para retirarse de los negocios.

Entonces John Master tomó conciencia de algo más: estaba decidido a impedir que aquella mujer se saliera con la suya. Quería tener a James allí, en América. Pero ¿cómo diablos lo iba a conseguir?

Al llegar la primavera de 1773, Hudson tenía algunas cavilaciones. Podía considerarse afortunado de que él y su familia se encontraran al abrigo del frío y del hambre en una casa donde se trataba bien a la servidumbre. Aquello era una bendición, pero de todas formas había motivos de preocupación. Lo que más le inquietaba era el estado de Mercy Master.

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