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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (3 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Don Livinio no podía explicarse el fenómeno del éxito de este andaluz inculto. Y, en realidad, no le importaba. El hecho de su existencia era suficiente para el espíritu comercial de don Livinio. Junto con otros tres hombres, un tímido banquero de Sevilla, un cínico octogenario de Barcelona y un chalán retirado de San Sebastián, controlaba el mundo de los toros. Estos cuatro príncipes de la fiesta española reinaban sobre todas las plazas importantes de España. Toreros, apoderados, ganaderos, críticos y aficionados, todos dependían de sus caprichos individuales o colectivos.

Sin embargo, el espectáculo que dirigían había estado en decadencia durante los últimos diez años. Se murmuraba que en España se había perdido la afición. El tedio había empezado a adueñarse del espectáculo taurino. Una juventud indiferente corría detrás de otras diversiones. Desde la muerte de Manolete, ningún torero había galvanizado las multitudes y provocado, por el solo hecho de su presencia, la aparición en las taquillas del rótulo: «No hay billetes».

Entonces ocurrieron dos cosas. La Televisión llegó a España. Y, aproximadamente al mismo tiempo, un nuevo mesías de la muleta, el joven desgarbado que provocara aquel alboroto bajo la ventana de don Livinio, llegó de Andalucía. Con sus cabellos desgreñados, su angelical sonrisa y su terrorífico valor, el huérfano de Palma del Río sacudió los cimientos de la fiesta brava. Provocó controversias y vehementes vítores, admiración ruidosa y apasionado desprecio. Su rudo e ineducado estilo, su valor casi desdeñoso, eran capaces de provocar cualquier emoción menos indiferencia, y, difundidos en toda España por la televisión, produjeron un histerismo de masas como jamás se había formado alrededor de un torero. Barrió las telarañas de las plazas de toros, y, para no disimulada satisfacción de don Livinio y de sus tres colegas, originó una demanda sin precedentes en las taquillas de todas las plazas de España, una frenética lucha por las localidades, de la cual era sólo una muestra la empeñada por la multitud frente al despacho de Las Ventas.

Don Livinio había conocido al futuro ídolo de España en la puerta de su plaza, una mañana de invierno, a mediados de los años cincuenta. El empresario de Las Ventas pensó que era «otro muchacho hambriento de Andalucía, de cara sucia, que iba a pedirle una ocasión para lidiar un toro». Don Livinio veía centenares de esas caras todos los años. Asediaban su despacho, su casa, su coche y sus plazas, pidiendo siempre lo mismo: una oportunidad para lidiar un toro.

Inútil pretensión. En las plazas de don Livinio no había oportunidades. Sus carteles estaban reservados a toreros de probada maestría, no a unos muchachos hambrientos y más capaces de saltar la barrera que de matar un toro.

Don Livinio recuerda que se volvió al muchacho plantado ante él y le lanzó un duro con el dedo pulgar. Para sorpresa de Stuyck, el muchacho cogió la moneda en el aire y se la devolvió en la misma forma.

—¡No quiero su limosna! —le chilló al empresario—. ¡Sólo quiero una oportunidad de torear!

Antes de que Stuyck saliera de su asombro, el chico alargó furiosamente un brazo señalando el graderío de Las Ventas, silencioso y vacío bajo el sol invernal.

—¡Maldito sea! —gritó—. Algún día llenará ese ruedo gracias a mí.

El empresario se echó a reír ante el orgulloso y patético ademán. Fracasado y herido, el muchacho se metió las manos en los bolsillos y se alejó hoscamente de la plaza.

Ahora, cinco años más tarde, la orgullosa profecía estaba a punto de cumplirse. Dentro de unas horas, las puertas de Las Ventas se abrirían ante el traje de luces, color tabaco y oro, del chico de la cara sucia. El hombre de cuya caridad se había burlado, había pasado tres meses negociando la vuelta de El Cordobés a su ruedo, esta vez como atracción principal de la feria más importante de la temporada taurina de España.

Hacía exactamente un mes que Stuyck había ultimado los detalles de la corrida con el apoderado de aquel muchacho a quien un día había echado de la puerta de Las Ventas. Según la tradición del mundo taurino, ningún documento oficial registraría los detalles definitivos de su acuerdo. En cambio, Stuyck los había anotado en la libreta roja de cubiertas de plástico que contenía todos los datos de su imperio de muchos millones de dólares. Tres eran las anotaciones: la fecha de la corrida, la ganadería que enviaría las reses, y los honorarios del torero.

Por los treinta minutos que tardaría aproximadamente en despachar dos toros, el muchacho que antaño había rechazado la limosna de don Livinio cobraría un millón de pesetas, la suma más elevada que jamás se había pagado a un torero.

Abroquelado detrás de las cerradas ventanillas, justamente debajo del despacho de Stuyck, José Ramos, jefe de los taquilleras, escuchaba acongojado el rugido de la impaciente multitud. Amontonados sobre el pupitre de tosca madera que tenía delante, estaban los dos mil seiscientos pedacitos de papel, del tamaño de un dólar, que la muchedumbre lucharía por arrancar de sus nerviosas manos. Hacía una hora que José Ramos había sacado los boletos de la caja fuerte de la oficina, contándolos uno a uno. Esta pequeña ceremonia había ido acompañada de la más dolorosa humillación que José Ramos había tenido que sufrir en los treinta y cuatro años que llevaba al frente de aquel angosto recinto. Compartiendo su casilla, estaba un hombre que nada tenía que ver con él ni con la fiesta brava: un inspector, de paisano, de la Dirección General de Seguridad. Era tal la demanda de localidades y tan desenfrenada la actividad del mercado negro, que la Dirección, por primera vez en treinta y cuatro años, había enviado a un inspector para controlar la venta de billetes. Una actitud que hería en lo más hondo a José Ramos. Jamás, ni siquiera en los tranquilos días de Manolete y de Belmonte, nadie había puesto en duda la probidad con que desempeñaba su función.

«Ahora, pensaba Ramos, sólo porque un campesino de cabellos excesivamente largos había traído la locura a Madrid, el Estado español se creía obligado a invadir su mundo privado». Irritadísimo, corrió el herrumbroso pestillo de la parte inferior de la reja de la ventanilla y empezó a levantar la barrera que le separaba de la turbamulta exterior.

El precioso fajo de dos mil seiscientas localidades de José Ramos quedó despachado en menos de una hora. Terminada la venta de billetes, la calle Victoria se convirtió en un mercado negro al aire libre, en una especie de Bolsa ilegal de localidades para la corrida. Hablando en voz baja, escrutando los rostros de la multitud para descubrir el presunto cliente o al policía de paisano, los revendedores discurrían por las orillas de la calle, recogiendo el fruto de su vela nocturna en la cola de los billetes. Los precios tardaron poco en subir hasta quince veces su valor oficial. Había obreros fabriles que empeñaban el reloj para hacerse con un mal asiento de andanada de sol, y escribientes de Banco que sacrificaban tres meses de salario a cambio de una modesta localidad de sombra.

Mientras los revendedores traficaban con su mercancía, empezaron a pulular por la calle esos apasionados y solemnes caballeros que consagran toda su vida a la corrida, los aficionados profesionales dedicados al único pasatiempo más sagrado que los toros: la discusión. Llevando invariablemente chaqueta y corbata, a pesar del calor, y con sus sombreros de jipijapa echados sobre la frente para resguardar los ojos de los ardientes rayos de sol que caían sobre la calle, entraban y salían de los bares con la misma gravedad y el mismo afán de encontrar oyentes entendidos que muestran los lloraduelos oficiales en el velatorio de un político irlandés.

Su ateneo era La Alemana, fresca cervecería de paredes revestidas de oscura madera de nogal, situada en la plaza de Santa Ana, junto al «Corral», teatro nacional de España. Era un bar serio y tenebroso, de muebles —sólidos y pesados, y cuya húmeda atmósfera tenía el olor ligeramente metálico de la cerveza vieja.

Aquí, entre rosadas montañas de gambas y parduscas lonchas de mojama, se reunía la aristocracia de la afición: toreros retirados, ricos ganaderos, empresarios, un grupo de distinguidos críticos taurinos y otras personas conocidas y acomodadas. Todos sorbían tranquila y despaciosamente su cerveza, y, como habían hecho durante décadas enteras, exaltaban a los toreros del pasado, menospreciaban a los del presente y desesperaban de los del futuro.

Hostiles a la revolución en todas sus formas, incluida la taurina, arcipestres de la forma y de la tradición, habían permanecido indiferentes al triunfo del desgreñado huérfano andaluz. Éste ignoraba los cánones de un arte que ellos consideraban sagrado, y por ello le despreciaban. Sostenían que el chico había sustituido la gracia por la charlatanería, la destreza por un valor ignorante, la emoción digna por un atractivo vulgar. Le consideraban un payaso efímero, uno de esos tipos extravagantes que suelen aparecer cada década en la fiesta. Con agorera tenacidad, predecían su rápido y merecido retorno a la oscuridad de la que acababa de salir.

Sin embargo, incluso para estos hombres dignos y mesurados, era algo más que un torero cuyo arte condenaban. Con sus largos cabellos, su risa burlona y su desdén por el rígido ritual de la corrida, parecía representar ciertas corrientes activas que se manifestaban en la nación y en su juventud, corriente que ellos no podían perdonar ni comprender. La pasión provocada por él, decían, procedía de las masas ignorantes de la técnica del toreo, de la multitud que reaccionaba al atractivo del ídolo más que a la faena del artista. Para los hombres de La Alemana, parecía reflejar en la plaza de toros el rápido auge de los valores de la masa en todos los aspectos de la vida española, un auge que amenazaba con hundir un día en la vulgaridad y en la mediocridad —y en la democracia— la atalaya desde la cual venían imponiendo los de su clase las elegantes y rígidas normas de la sociedad española. Sin embargo, su desdén no les impedía enarbolar, aquella mañana de mayo, una localidad para la corrida del joven a quien tanto despreciaban.

A cuatrocientos metros de La Alemana, en una acera que conducía hasta la entrada del Metro de Sevilla, había otro grupo menos atractivo aunque también relacionado con los toros: un mercadillo de toreros fracasados y hambrientos. Aquí se reunían los infelices y los sin trabajo del mundo taurino: toreros demasiado viejos, demasiado torpes y demasiado malos para torear; hombres que en alguna plaza remota habían contraído la horrible enfermedad del miedo y se habían pasado la vida tratando de vencerla, aguantando pitas y broncas de plaza en plaza, hasta llegar a este mercado como último recurso, procurando siempre disimular su fatal defecto bajo una capa de orgullo, creyendo aún que, de algún modo, el día menos pensado ocurriría lo imposible y sus temblonas piernas aguantarían impávidas la embestida del toro; banderilleros rollizos, que corrían con los pies planos para hincar sus dardos de acero y soñaban entre la bruma de sus interminables cigarrillos en las gloriosas promesas de su juventud perdida; picadores, abrumados por los años y por el alcohol.

Mitigando sus desdichas con los recuerdos del ayer, esperaban que algún milagro volviese a abrirles el camino de aquellas tardes perdidas de luz y de triunfo. Vana esperanza, pues el único milagro que podía brindarles aquella acera era la ocasional limosna de un billete de cien pesetas deslizado en la orgullosa mano del torero por un transeúnte conocido, limosna no agradecida y que servía para aplacar el hambre de un día.

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