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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (8 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Se estremeció. Probablemente, la mitad de ellos se habían gastado el sueldo de una semana o de un mes al adquirir una localidad en el mercado negro. Los revendedores no reintegraban la prima, y la presión del público para que se celebrase la corrida sería terrible. «Si la suspendemos —pensó—, se amotinarán y pegarán fuego a Las Ventas».

«Pero san Isidro nunca me ha dejado en la estacada», dijo para sus adentros. Sólo una vez, en diecisiete años, había tenido que suspender una corrida durante la feria anual en honor del patrón de Madrid. En un frenético arranque de devoción, se puso «a rezar a san Isidro y a todos los santos» que acudieron a su imaginación para que el cielo se despejase.

Pero, por una vez, el santo labrador hizo oídos sordos a las súplicas del empresario de Las Ventas. A las cinco y media, se rasgó el negro cielo de Madrid y vertió sobre la ciudad una lluvia fortísima y espesa.

La lluvia que repicaba sobre la arena de Las Ventas levantó ecos en todos los pueblos de España. Veinte millones de personas, las dos terceras partes de la población española, más del doble del número de asistentes al entierro del Papa Juan y casi el doble de los trece millones que habían presenciado el desfile funerario de John F. Kennedy, se hallaban apretujados ante los aparatos de televisión, esperando presenciar la consagración definitiva como matador de toros del joven lugareño de Palma del Río. El trepidante público reunido por Manuel Benítez, gracias a un milagro de la era de la electrónica, representaba probablemente un número de personas mayor que la suma de todos los públicos de las corridas del siglo
XX
.

A las cinco y media, Madrid estaba vacío. Apenas discurría un coche por sus anchas avenidas. Las tiendas y los cines estaban cerrados. Incluso los vendedores ambulantes parecían haber desaparecido. Era como si una terrible alarma aérea hubiese barrido de gente las calles y las aceras.

Aquella tarde, Madrid estaba ante los aparatos de televisión. Los bares y restaurantes que tenían televisión estaban abarrotados. Algunos vendieron por cien pesetas su sitio ante el aparato
[2]
. En los ricos barrios residenciales de la capital, la modulada voz del crítico taurino de la Televisión, Lozano Sevilla, brotaba en todas las ventanas abiertas. En el humilde barrio de Vallecas, los pobres de Madrid se apiñaban en docenas de bares, con la esperanza de poder echarle un vistazo al torero a quien tenían orgullosamente por algo suyo, aunque su bolsillo no les permitiría nunca verlo en persona.

Cientos de madrileños habían comprado su primer televisor para esta ocasión. El notario don Juan Martínez, de cincuenta años de edad, inauguraba el suyo con su desacostumbrado alarde democrático. Permitía a sus dos criadas presenciar con él el espectáculo, porque, según decía a su esposa, «estaban enamoradas de El Cordobés, como todas las doncellas de Madrid».

Algunos vendedores de televisores colocaron graciosamente aparatos en los escaparates de sus tiendas. La muchedumbre reunida frente al «Tele-Zoro», en la avenida de José Quintana, llegó a ser tan enorme que el propietario temió que el cristal de su escaparate estallara bajo la presión. Y la multitud siguió creciendo hasta el punto de interrumpir el tráfico de la calle, motivando que la Policía obligase al dueño del establecimiento a cerrar el aparato.

Los colegios terminaron sus clases antes de la hora. Centenares de fábricas y de establecimientos, desde la gigantesca factoría de camiones Pegaso, de Madrid, y la empresa Renault, en Barcelona, hasta las tiendas de modas y las oficinas, cerraron sus puertas con anticipación, para que sus empleados pudiesen ver la corrida.

Lo mismo que ocurría en Madrid, el tráfico se paralizó casi completamente en toda España, pues los automovilistas y los camioneros se detenían en los pueblos, buscando un café donde presenciar la corrida. Largas hileras de camiones y coches aparcados marcaban en las carreteras el emplazamiento de los garajes y restaurantes que tenían televisión.

Cerca de cincuenta kilómetros al sur de Madrid, en la antigua capital veraniega española de Aranjuez, un hombre desdentado puso en marcha su televisor, alquilado por una cantidad superior a su sueldo semanal. Tres caras adustas contemplaban con él la pantalla del aparato, desde atrás de una ventana enrejada del aposento. Pertenecían a tres presos de la cárcel del lugar, en la cual era carcelero Vicente Moreno desde hacía cuarenta años. La acción de Moreno tenía algo conmovedor. Justamente ocho años antes, había anotado junto al número 993 de la lista de la prisión el nombre del joven cuya aparición esperaba hoy ansiosamente en el aparato alquilado.

Otro ex inquilino menos distinguido del señor Moreno acabó de hinchar los neumáticos del coche de un turista alemán, en la estación de gasolina de San Álvaro, en la ciudad de Córdoba, a más de trescientos kilómetros al sur de Aranjuez. Se metió las cien pesetas que le dio el alemán en el bolsillo del mono y se dirigió al ya atestado bar contiguo, donde se gastaría el billete en cerveza mientras contemplaba la corrida.

Jamás sabremos los dolorosos recuerdos que herían el corazón del joven mecánico al entrar en el bar. Él había sido, antaño, el mejor, el único amigo de Manuel Benítez
El Cordobés
. Juntos habían corrido tras el engañoso espejismo de los toros, para salir de la miseria en que habían nacido. Sus inquietos pies habían recorrido juntos la mitad de las carreteras de España, persiguiendo aquel espejismo. Habían compartido las penalidades y el hambre y la espalda de Juan Horillo llevaría siempre las marcas de las palizas que juntos habían recibido. Pero los toros sólo habían querido favorecer a Manuel Benítez, y Juan Horillo se había quedado atrás, ganándose la vida con las propinas que le daban los automovilistas que pasaban por la estación de gasolina de Córdoba.

A pocos kilómetros de allí, la vida del vecino pueblo de Palma del Río se había detenido para ver si empezaba la corrida o si era suspendida. Los tres cafés del pueblo que tenían televisión estaban llenos desde las tres de la tarde.

El resto de la población se hallaba repartida entre los otros y escasos televisores de Palma. En un encomiable alarde de espíritu comunitario, Rafael Nieto, el zapatero, y Antonio González, el panadero, habían sacado sus aparatos a la calle, donde se agrupaban centenares de convecinos. Don Carlos, el párroco, había invitado a sus jardineros a compartir con él el televisor que su más rica feligresa, la viuda de don Félix Moreno, le había regalado en ocasión del Concilio Vaticano. Doña Coza, la comadrona del lugar, cuya activa vida profesional en el católico pueblo de Palma le había proporcionado buenos caudales, se dispuso a presenciar el acontecimiento en su televisor particular. Igual que a todos los chicos de Palma, ella había ayudado a traer al mundo al torero.

Angelita Benítez se había pasado la mañana correteando por el patio de la casa que su hermano le había comprado, agitando las manos «como un polluelo». Ahora, se hallaba sentada ante el televisor, en el sitio de honor, mientras sus amigos y parientes se agrupaban a su alrededor en la oscura estancia. Mientras esperaba nerviosamente la aparición de su hermano en el ruedo, Angelita Benítez se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, «estaba demasiado asustada para rezar». Transida de miedo, contemplaba fijamente la pantalla que tenía delante, diciéndose, maravillada, que, si su hermano iba a aparecer allí, «debía de ser el hombre más grande del mundo, tan grande, casi, como Franco».

A un mundo de distancia del oscurecido salón de Angelita, en una sala antigua de cuatro siglos del viejo palacio del Pardo, bajo un techo en que aparecía Apolo coronando a las Bellas Artes, el hombre que simbolizaba para la campesina el pináculo de la fama tomó asiento frente a su televisor. Con las manos juntas sobre el estómago, se disponía a brindar el tributo de su atención al triunfo de este joven analfabeto, probablemente el único español vivo cuya fama podía rivalizar con la suya propia. El general Francisco Franco, Caudillo de España, se sumaba al resto de la nación para ver aquella tarde la actuación del hermano de Angelita.

La llovizna no había menguado en absoluto el entusiasmo reinante en Las Ventas. En el callejón, pasillo circular que rodea la arena debajo de la primera fila de asientos, bullía una parlanchina e inquieta multitud: fotógrafos, críticos, oficiales de la Guardia Civil, todos cambiando importantes observaciones con los ocupantes de las primeras filas de barrera de sombra. Los monosabios, de camisa roja y pantalón azul, trataban inútilmente de cubrir con arena los charquitos de la plaza.

Los mozos de estoques de Pedrés y de Palmeño, espadas que componían el cartel con El Cordobés, habían llegado ya. Se abrieron paso por el callejón, cargados con las cestas de mimbre que contenían las capas y las muletas de sus maestros. También llevaban bajo el brazo sendos estuches de reluciente cuero, como estudiantes de música apretando las cajas de sus violines. Llevaban en ellos el juego de seis estoques de Toledo de sus respectivos maestros. En el centro de la mitad sombreada del coso, debajo y a la izquierda del palco presidencial, se detuvieron. Allí estaría el cuartel general de los tres espadas y de sus subalternos durante la corrida.

Doblaron cuidadosamente sobre la barrera los capotes de brega y después prepararon las muletas, introduciendo un palo dentro por la larga bolsa cosida en el centro de cada una de ellas y plegando el paño sobre el palo. Hecho esto, estiraron la tela y fijaron mediante un clavo y un cáncamo a los dos extremos del estoquillador.

En el patio de caballos, los picadores probaban una vez más los animales preparados para ellos por el contratista de la plaza. Cerca de ellos, bajo una hilera de bruñidos garfios de acero, un equipo de matarifes con bata blanca esperaban para desollar sucesivamente, an tes de su traslado al matadero, los cadáveres de los seis toros de don José Benítez Cubero.

El doctor Máximo de la Torre, cuyas manos olían todavía a éter después de acabar la sutura de la pierna de Robustiano Fernández, echó una última mirada al quirófano de urgencia. Después se acomodó en el asiento de madera que tenía reservado en Las Ventas. Esta localidad y la sala de operaciones se hallaban conectadas por un pasadizo subterráneo especial, para que, en caso de emergencia, nada pudiera entorpecer el regreso del cojo doctor a sus instrumentos.

Nueve metros más arriba de la cabeza del cirujano, el párroco de Nuestra Señora de Covadonga, perdido en un mar de paraguas, esperaba el comienzo de la corrida rezando, como de costumbre, un Avemaria por cada uno de los toreros del cartel. El deber moral de don Juan le obligaba a levantarse de su asiento y correr a la enfermería en caso de accidente, por leve que fuese. La edad había menguado su agilidad, y por esto el menor contratiempo podía privar al sacerdote de una buena parte del espectáculo. Y como no renunciaba fácilmente al placer que éste le proporcionaba, rezó sus oraciones con particular fervor. Sabía cuánto se exponía El Cordobés a las cornadas. En bien de la salud del torero; y también para su propia satisfacción, el cura resolvió añadir otra Avemaria a su acostumbrada letanía, dedicándola al joven cuya aparición esperaba con tanta ansiedad.

Terminada la última intercesión del sacerdote, sólo faltaba ya un elemento a los millares de espectadores de Las Ventas: la llegada del primer actor del drama, del hombre que les había hecho venir a todos a la plaza de toros de Madrid.

Entre la maraña de coches, tranvías y autobuses que seguían llenando las calles aledañas de Las Ventas, un Chrysler negro, con una vieja cesta de mimbre atada sobre la cubierta, trataba desesperadamente de avanzar. Los automovilistas gritaban a su paso. En las aceras, los hombres aplaudían, las mujeres tiraban besos y los niños agitaban las manos. En el interior del coche, contemplando con gesto sombrío la lluvia que salpicaba las ventanillas del Chrysler, iba el hombre responsable de todo aquel tumulto, el torero que, según había pensado su asombrada hermana, era «casi tan grande como Franco». Cogido en la trampa del enorme tráfico, Manuel Benítez
El Cordobés
se exponía a llegar tarde a la más importante cita de su vida. Él y Madrid habían esperado mucho tiempo aquel encuentro. Con frecuencia, en los últimos cuatro años, había sido criticado por no lograr torear en Madrid. Muchas veces había sentido en las calles de la capital la punzada de una pulla referente a su incapacidad de torear en la plaza más exigente del mundo. Y ahora había llegado el momento. La orgullosa y patética jactancia de su adolescencia se había hecho realidad. Frente a él se levantaba la plaza de toros más importante del mundo, cuyos asistentes habían ido a verle a él, a presenciar su encuentro con los toros de don José Benítez Cubero.

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