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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (45 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Por fin, Manolo soltó el trapo y trató de esquivar la embestida del toro. Demasiado tarde. El bicho lo derribó en la arena. Aturdido por el golpe y con sangre en una mejilla, fue sacado del redondel por el mismo guardia civil que le había arrancado la muleta. Mientras andaba por el callejón, volvió la ensangrentada cara a los espectadores cuyos aplausos había pretendido ganarse en el ruedo. Seguían en pie, burlándose de su humillante salida y vitoreando a sus aprehensores.

Momentos después, la ciudad de Aranjuez ofreció a Manolo lo único que estaba dispuesta a otorgarle. El carcelero, un hombre desdentado y que había sido vigilante nocturno, registró su ingreso en la prisión con el número 993. En la casilla de la «inculpación» anotó el delito del que acusaban a Manolo: «espontáneo en los toros». Después, Vicente Moreno introdujo a Manolo en la única celda de que disponía: un patio descubierto, ocupado ya por dos ladrones de bicicletas, un hombre que vapuleaba a su mujer y seis chulillos escuálidos.

La edad no había menguado sensiblemente la capacidad auditiva del viejo carcelero; sin embargo, cuando, por la noche, escuchó la petición de Horillo, apenas pudo dar crédito a sus oídos. Nadie le había pedido jamás a Vicente Moreno una cosa igual. Por último, se encogió de hombros y accedió a la súplica de Horillo. Sonriendo, le encerró para pasar la noche en la cárcel con su amigo, los dos ladrones de bicicletas, el marido que pegaba a su mujer y los chulillos.

Durante diez noches seguidas, Horillo fue huésped de la cárcel de Aranjuez. Todos los días, al amanecer, salía para ir a limpiar el establo de la posada. Todas las tardes, al ponerse el sol, regresaba a la cárcel, puntual y fiel, con un poco de comida para su compañero.

Cuando soltaron a Manolo, lanzáronse de nuevo a la carretera. Esta vez, sus inquietos pasos los condujeron por la orilla del Tajo en dirección a la ciudad fortaleza de Toledo, núcleo de la Reconquista emprendida por la España cristiana. Las infinitas y melancólicas llanuras de Castilla la Nueva a orillas del Tajo eran el campo de operaciones predilecto de los maletillas. Muchas ganaderías tenían allí sus pardos pastizales. Manolo y Juan iban de cortijo en cortijo, suplicando a veces que les dejaran participar en una tienta, y actuando más a menudo por su propia cuenta, de noche, en campo abierto. Se alimentaban de albaricoques que robaban en las huertas que alfombraban de verde el valle del río. Durante el día, avanzaban por atajos, con sus hatillos colgados de un palo sobre el hombro. Compartían los cálidos y polvorientos caminos con rebaños de cabras, caravanas de gitanos y largas hileras de cargadas mulitas que renqueaban bajo el peso de los fardos de cáñamo y de los botijos de arcilla que llevaban a Toledo.

Por último, también ellos llegaron a esta ciudad. El mes de julio tocaba a su fin, y un sol brutal caía sobre los campos aledaños de la población, como si quisiera confirmar el viejo proverbio español de que «cuando Dios creó el sol, lo colgó sobre Toledo».

Durante una semana, Manolo y Juan recorrieron las umbrías calles de los barrios más poblados de Toledo. Extendían sus capotes en las plazas donde la Inquisición había encendido sus primeras hogueras y mendigaban un huevo, una naranja, un pedazo de pan o una patata agusanada. Por la noche, dormían al pie del Alcázar, bajo la benévola mirada del vigilante nocturno, hombre al que faltaba una pierna y al cual se había confiado la custodia de las melladas piedras que eran como losas sepulcrales de su miembro perdido.

Después de aquella semana, salieron de la ciudad de El Greco. Se llevaban de aquel emporio de la seda y del acero, cuyos artesanos forjaran las espadas que habían sometido a los incas y a los aztecas, un nuevo trofeo, un objeto que por sí solo justificaba su larga permanencia en Toledo. Manolo había sido el primero en verlo, resplandeciente en el escaparate de un chatarrero. Era una vieja espada de Toledo, un arma más acorde con sus aspiraciones que la oxidada bayoneta con que Manolo había despachado al semental de don Félix. Habían barrido la mitad de los establos de Toledo para ganar el dinero necesario para comprarla. Y ahora, con el noble acero descansando orgullosamente en el hombro de Manolo, marcharon los dos jóvenes a la conquista de nuevos pastizales.

Esta vez, sus errantes pasos les llevaron hacia el Noroeste, hacia las vastas y pardas llanuras que se extienden alrededor de la docta ciudad de Salamanca, zona de cría de toros bravos que es la segunda de España en importancia. Pueblos y más pueblos desfilaron antes sus ojos; pueblos de un blanco cegador bajo el sol del verano.

Manolo y Juan, como jóvenes monjes budistas, presentaban sus escudillas a los lugareños, mendigando un pedazo de pan o un poco de cocido. Cruzaron en su correría los campos de batalla donde el duque de Wellington gustó las mieles de su primera victoria sobre las tropas de Napoleón en 1809, y los campos llenos de recordatorios de más recientes hecatombes, cruces que señalaban, en un montículo o en una cuneta, el lugar donde alguien había muerto «por Dios y por España» en el verano de 1936.

Con sus eternos hatillos al hombro, cruzaron por fin las ocres calles de Salamanca. Sus sucias figuras ofrecían vivo contraste con los jóvenes privilegiados que desfilaban por las calles en sus negros ropajes académicos. Pero eran los toros, no los libros, los que habían traído a Manolo y a Juan a esta Oxford del mundo latino. Dejaron atrás los patios floridos de los institutos, los portales de sus residencias patricias, adornadas como los lomos pintados a mano de un misal, y llegaron a los arcos de la Plaza Mayor. Su punto de destino era un mugriento bar situado bajo una de las noventa arcadas de la plaza. Su gordo y sudoroso dueño, Vicente Ortiz, era el santo patrón de los chicos como Juan y Manolo. Les daba las sobras de su bar y las propinas que podía sacar a sus parroquianos, para ayudarles en la búsqueda de un toro al cual lidiar.

«Todas las noches —decía—, esos maletillas se envolvían en sus muletas, se tumbaban en las losas de la plaza y se pasaban la noche temblando y rezando para que amaneciese pronto. En invierno, era realmente horrible ver aquellos negros y temblorosos bultos acurrucados allí, porque, cuando llega el invierno, en Salamanca hace un frío terrible. He visto centenares de muchachos como éstos. A las siete de la mañana, cuando abría mi establecimiento y entraban los primeros parroquianos, aquellos chicos venían a calentarse y a pedir información, una indicación del lugar donde podrían encontrar una vaquilla para torearla. Volvían a las siete de la tarde. No habían tenido suerte. Nadie quería saber nada de ellos. En aquel tiempo, tenía yo un perro boxer. Se llamaba
Boris
. Una noche, me asomé a la plaza y vi a un maletilla plantado allí, triste y solitario. Llovía. El muchacho tenía un periódico en la mano. Lo empleaba como muleta y estaba tratando de torear a mi perro para hacer las prácticas que le negaban los ganaderos. Es casi lo primero que recuerdo de Manuel Benítez».

Y fue casi el único recuerdo que dejó Manolo en Salamanca. La ciudad no le fue más propicia de lo que habían sido Andalucía y Madrid. La única oportunidad que se ofreció a los dos muchachos fue la de proseguir su merodeo nocturno por los infinitos chaparrales de la región y sus inútiles esperas a las puertas de las fincas de los ganaderos.

Aquel verano recorrieron más de media España en pos del espejismo de los toros. Vivían del fruto de sus pequeñas raterías, y, cuando esto no bastaba, de cuanto podían encontrar en los campos donde toreaban. En ocasiones, se pasaban varios días sin comer más que hierbas y avena. Vivían en un estado de miedo constante a la Guardia Civil, a los vaqueros de los cortijos, a la Policía de ferrocarriles, cuando subían a un tren de mercancías, y a los animales que toreaban. La suciedad les recubría como la corteza a los árboles. Se pasaban semanas sin acercarse a un lavabo. No tenían más ropa que los calzones y la camisa de franela que llevaban puestos. Estaban llenos de piojos y de macaduras. Viajaban en vagones de ganado, en carros de heno, en carretas cargadas de estiércol de vaca. Se jugaban la vida tomando trenes de mercancías en marcha, y volvían a jugársela saltando de un vagón a otro, azotados por el viento, tratando de eludir la persecución de la Policía. Hambrientos, acosados, despreciados por cuantas personas se cruzaban con ellos en su camino, sumidos en hosca desesperación, bajaron a un nivel muy próximo al estado animal de los toros cuyos pastos invadían.

Por fin llegó el otoño y, con él, una nueva fase del calendario taurino. Era la estación de las capeas, un rito tan tradicional como contrario a la ley.

La capea era la corrida de los pueblos pobres de Castilla, y de los pueblos igualmente pobres de toda España, demasiado puntillosos para permitir que transcurriera la fiesta de la Virgen del pueblo sin manifestación, aunque modesta, del arte de la fiesta brava. La plaza principal del pueblo era vallada con unos cuantos postes y algunos carros y carretas. Después soltaban en el redondel un toro viejo o una vaca. Los toreros eran los maletillas que se atrevían a encerrarse con el animal en el improvisado ruedo. Si lo hacían bien, se les permitía pasar sus capas mendicantes entre el público, con la esperanza de recoger las pesetas necesarias para seguir comiendo hasta la siguiente capea. En otro caso, eran arrojados del pueblo. Si sufrían cogidas, todo lo que generalmente podían esperar era un chorro de alcohol en sus heridas y un apresurado traslado hasta la linde del término municipal. Como la mayoría de las capeas estaban prohibidas, pocos pueblos estaban dispuestos a tolerar la acusadora presencia de un muchacho herido dentro de sus límites jurisdiccionales.

Abundaban las cogidas cruentas, puesto que las capeas violaban las normas fundamentales de la lidia. Raros eran los pueblos lo bastante ricos para permitirse el lujo de matar a los bichos que sacaran a la plaza. Lo único que podían hacer era alquilarlos. Después de la corrida, eran llevados de nuevo al corral y transportados por sus dueños a otro pueblo, a otra capea, donde tendrían una nueva posibilidad de destripar a los desesperados muchachos capaces de encararse con sus cuernos. A cada capea, el animal se iba resabiando, aumentaba su intuitivo conocimiento de los engaños y llegaba a ser terriblemente peligroso. Cada otoño, sus cuernos ya veteranos imponían un fuerte tributo de muertos y heridos a los anónimos muchachos que osaban enfrentarse con estos animales y que morían sufriendo, sin el bálsamo de los aplausos, ignorados y sin ninguna recompensa
[11]
.

Aquel otoño, Manolo y Horillo se incorporaron a la horda de muchachos hambrientos que recorrían el campo siguiendo a los toros de capea en capea. Durante dos meses, durmieron cada noche en las aceras o en las afueras de un pueblo diferente. Caminaban diez, quince y a veces veinte kilómetros en un día para ir de un pueblo a otro. En ocasiones, toreaban en una sucia plaza al atardecer y caminaban toda la noche y la mayor parte del día siguiente sólo para tener oportunidad de plantar sus derrengados cuerpos ante las astas de otro toro. Tenían que luchar contra los toros y contra docenas de muchachos que iban con ellos de pueblo en pueblo. Luchaban por un racimo de uvas robado, por el dudoso privilegio de ser los primeros en encararse con un toro, por el mezquino dinero recogido con sus capas al final de una tarde afortunada. Después de una mala tarde, cuando el animal era demasiado peligroso incluso para el ciego valor de Manolo, salían avergonzados y a escape del pueblo en fiesta, perseguidos a veces a pedradas por un enjambre de chiquillos.

Era un aprendizaje duro y cruel, completamente diferente del elegante espectáculo cuyos carteles de damas con mantilla y hombres morenos vestidos de plata y oro atraían a España a los turistas extranjeros. Aquí no había sitio para la elegancia y el estilo; sólo para el rudo valor, para un instinto casi tan primitivo como el del toro y para una capacidad ilimitada de soportar el dolor, la fatiga, el hambre y la miseria. Enseñaba a los aprendices muy poca cosa acerca de los bichos que aquéllos lidiaban; pero les aleccionaba mucho acerca de ellos mismos. Les enseñaba, sobre todo, dónde estaban los límites de sus ambiciones.

Cuando el último pueblo hubo celebrado su última capea y las primeras ráfagas invernales empezaron a enfriar el aire del otoño, Manolo y Juan se dirigieron al Sur. La última temporada que pasaban juntos terminó en Aranjuez, la ciudad cuya cárcel había compartido Juan con su amigo. Juan resolvió volver a Palma del Río, entregarse a la Guardia Civil y solicitar su incorporación al Ejército. Manolo se dirigió a Madrid a buscar a otro compañero para formar con él un equipo de albañiles. Todas las palizas que juntos habían recibido, todos los sufrimientos y esperanzas que habían compartido terminaron en un breve apretón de manos y en un intercambio de la palabra «suerte» al borde de la carretera de Andalucía. Y las dos abatidas figuras salieron andando en opuestas direcciones, aumentando gradualmente el espacio que las separaba, hasta que ambas desaparecieron en su respectivo horizonte.

El bloque 36 de la Colonia Marconi es una especie de conejera de pisos baratos para obreros, a seis kilómetros de Madrid y junto a la carretera de Andalucía. Sus vulgares edificaciones de cemento se elevan sobre un terreno árido y polvoriento, y su burda simetría es compendio de la opacidad de todos los barrios de casas baratas del mundo. Sin embargo en aquel otoño de 1956, sus horribles hileras le parecían a Encarna Benítez Montes, la muchacha que había gastado seis mensualidades de su sueldo de criada para comprar un ataúd a su padre muerto, un agradable puerto de refugio al final del largo camino desde Palma del Río.

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