Read ...O llevarás luto por mi Online

Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (40 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Manolo no tardaría en alcanzar la notoriedad que había querido ganarse en la improvisada plaza de toros de don Carlos. Sin embargo, la debió a circunstancias muy diferentes de las imaginadas por su fantasía juvenil. Su viejo enemigo Cara de Tomate le sorprendió remontando la orilla del Guadalquivir con un saco de naranjas robadas colgado del hombro. Con él, fue aprehendido Horillo.

Cara de Tomate los esposó a los dos juntos y colgó el saco de naranjas alrededor del cuello de Manolo, como pública demostración de su delito. Los dos muchachos iban descalzos, temblando de frío, sin más ropa que los mojados calzoncillos que llevaban cuando Cara de Tomate les había sorprendido al salir del río. Con un brutal golpe dado con uno de sus garrotes de roble hechos a mano, los obligó a avanzar tambaleándose. Los condujo así, medio desnudos, por las calles de Palma del Río. En cada esquina, con su voz aguardentosa, invitaba al público que había en las aceras a que fuera testigo de su degradación.

Siguieron una calle tras otra, sobre el empedrado por el que Manolo había soñado que pasaría a hombros de sus admiradores, celebrando el triunfo de El Niño de las Habas. Los ojos que había esperado ver llenos de asombro le observaban desde puertas y ventanas abiertas a toda prisa, pero mostrando desprecio en vez del respeto que hubiera querido inspirar. Una anciana frunció los secos labios y les escupió. Este desprecio consiguió algo que no había logrado Cara de Tomate: arrancar a Manolo lágrimas de vergüenza. Un tropel de chiquillos les seguía, alborozados, mientras la comitiva desfilaba hacia el cuartel de la Guardia Civil.

Antes de llegar a éste, en la plaza del Ayuntamiento, Manolo vio entre los rostros alineados en la acera el de la única persona a quien hubiera querido ahorrar el degradante espectáculo: Anita Sánchez. Ella le miró un instante. Después, dio medio vuelta y echó a correr. Secándose las lágrimas con el anverso de su mano libre, Manuel Benítez juró amargamente vengarse de la degradación que había sufrido aquella tarde; realizaría un acto que Palma del Río no olvidaría nunca.

Fuera, la luna llena vestía de plata los guijarros de la calle Pacheco. Con una expresión de disimulada satisfacción en el rostro, el sargento Monleón asió el teléfono que estaba llamando. El buen sargento había inventado una nueva táctica para asegurarse un tranquilo descanso en las noches de luna, una táctica muy útil. Había apostado una serie de delatores a lo largo de los caminos que Manolo y Horillo tenían que seguir para dirigirse a los remotos campos de don Félix. Ahora, Cara de Tomate oyó una voz que le informaba de que Manolo y Horillo habían desaparecido en la noche.

Despertó a sus guardias y ensillaron los caballos. Después, con toda la gravedad de un
sheriff
disponiéndose a dar caza a unos cuatreros, emprendió al frente de su tropa la marcha hacia los campos.

En un alejado rincón de estos campos, muy distanciados de sus perseguidores, Manolo y Horillo contemplaban con respeto la silueta que se erguía ante ellos a la luz de la luna. Era un res enorme, tan grande, según Horillo, «como un coche americano». Observaron en silencio su figura. Era uno de los mejores sementales de don Félix. Con sus seiscientos y pico de kilos, podía parecerle a Horillo como un Ford; pero, para don Félix, tenía más valor que un Ferrari. Durante años, había sido señor de aquellos campos, transmitiendo a sus retoños la herencia de cuatro siglos de la casta de Saltillo.

—Esta noche —murmuró Manolo al oído de su aterrorizado compañero— vamos a torearlo.

Fue la noche más memorable que había de pasar Juan Horillo en los pastizales. La maciza forma del toro parecía dilatarse hasta confundirse con la sombra. Sin embargo, su compañero le daba un pase tras otro, como si la enorme cabeza estuviera encadenada a la vieja manta que el muchacho sostenía en la mano. En el silencio de los campos, Horillo oía únicamente el roce de las pezuñas del toro sobre la hierba y los gruñidos de Manolo al pasar el bicho. Observaba, paralizado por el miedo, preguntándose si sería capaz de llevarse al toro en el caso de que éste derribase a Manolo. Pero no tuvo ocasión de hacerlo. El extasiado Horillo pensó que, aquella noche, «Dios había puesto la mano sobre el hombro de Manolo». Fue una actuación sublime, la realización a la luz de la luna de todo cuanto Manolo había esperado hacer —y no había hecho— en la plaza de don Carlos.

De pronto, Manolo se apartó de la res y corrió al lado de Horillo.

—A ése lo mato —dijo.

Arrancó de la mano de Horillo el arma que llevaban desde el día de la revelación de Currito de la Cruz, la bayoneta procedente de la guerra civil encontrada en las márgenes del Guadalquivir. Su enmohecido acero les había servido para todo, salvo para aquello a que se le iba a destinar. Ninguno de los dos había matado nunca un toro. Ahora, Manolo se disponía a vivir por primera vez «la hora de la verdad», la suerte más peligrosa de la lidia, a expensas del poderoso toro, cuya maciza cabeza no había sido humillada por la puya de ningún picador. Millares de veces había probado la suerte suprema. Se plantó a pocos palmos del toro, encogiendo los dedos de los pies sobre la húmeda hierba para afirmarse mejor. Levantó el estoque con la diestra, miró a lo largo de la desigual hoja, apuntando, más allá de la cabeza y de los cuernos expectantes, al hoyo de las agujas, donde debía hundirlo. Con la izquierda, agitó la manta ante sus pies, sólo lo necesario para mantener fija en ella la mirada del toro.

Lentamente, se puso de puntillas. Después, entornando los párpados, se lanzó sobre el bicho. Con ciego e irreprimible impulso, hundió la bayoneta en el morrillo de la res. La punta se detuvo un instante y después penetró suavemente en la blanda carne del astado, pareciendo arrastrar a Manolo hasta confundirse con el toro. Éste se tambaleó, escupiendo sangre. Por unos momentos, anduvo de un lado a otro, con mugidos que hendieron el silencio de la noche. Después Manolo corrió a su lado y alzó los brazos hasta lo alto, con el victorioso ademán del diestro triunfante. En el mismo momento, el semental —medio millón de pesetas— cayó muerto a sus pies.

Horillo, su fiel compañero en estas corridas a la luz de la luna, rompió el hechizo con la única acción adecuada a aquel instante de exaltación. Corrió hacia el toro y arrancó la bayoneta que tenía clavada. Con furiosos golpes, cortó las dos orejas de la res. Orgullosamente, ofreció los sangrantes trofeos a su compañero.

Manolo se metió las dos orejas todavía calientes debajo de la camisa, y la pareja emprendió el regreso a Palma. Al llegar a las afueras del pueblo, Manolo se desvió de su camino habitual. Haciendo un ademán a Horillo para que le siguiera, se encaminó a la estación del ferrocarril. Quería realizar allí una pequeña ceremonia, una acción burlona y desafiadora dedicada a don Félix, a Cara de Tomate, a todo el pueblo que lo había avergonzado y humillado.

Riendo entre dientes, subió al banco de madera colocado frente a la estación, y allí, a la pálida luz de la aurora, clavó las orejas del semental de don Félix en el lugar más público de Palma del Río, sobre el itinerario de trenes de la estación. Después, saltó y contempló su obra. Por último, echó a correr con Horillo, riendo histéricamente y dejando a su espalda los negros y orgullosos trofeos, mientras gotas de sangre de un Cara de Tomate resbalaban sobre el itinerario de los trenes de Sevilla a Córdoba.

Era media mañana cuando uno de los guardias dejó las secas orejas del toro asesinado sobre la mesa de Cara de Tomate y explicó a éste cómo las había encontrado en la estación del ferrocarril, mientras un grupo de sonrientes palmeños hacían corro a su alrededor. El sargento se quedó petrificado. Él y sus hombres habían regresado al cuartel al amanecer, cansados pero confiando en que Manolo y Horillo, advertidos de su presencia, no se habrían atrevido a aventurarse en campo abierto.

La llamada que temía no tardó en llegar. El enojado terrateniente de Palma juró que gestionaría personalmente el traslado de Cara de Tomate a otro lugar de España si, en el término de veinticuatro horas, no ejercitaba la oportuna acción contra los asesinos de su semental.

Con inquebrantable decisión Cara de Tomate se dirigió a la calle de Belén. Encontró a Manolo durmiendo, cubierto todavía con la ensangrentada camisa en la que había envuelto las orejas para llevárselas al pueblo. Cara de Tomate no necesitaba más pruebas. Detuvo también a Horillo y condujo a sus incorregibles delincuentes a la calle de Pacheco.

Esta vez, el sargento resolvió acabar de una vez con sus problemas y asegurarse la tranquilidad personal con una acción definitiva. Acordó trasladar a los dos delincuentes que había sido incapaz de corregir a la jurisdicción de otras autoridades. De un plumazo, desterró a Manuel Benítez y a Juan Horillo del pueblo que les había visto nacer. Tenían que estar fuera de Palma al ponerse el sol y no podían volver sin el consentimiento por escrito de su cuartel de la Guardia Civil.

En Palma del Río había pocas personas de las cuales Manolo deseara despedirse.

Fue a visitar a Charneca.

—O seré torero, o me iré a Francia —le dijo—. Pero, haga lo que haga, volveré en coche a este miserable pueblo.

Angelita lloró. Era su último desengaño, la confirmación de que «no había sabido criarlo», de que no había cumplido la promesa hecha a su madre moribunda. Le dio las pocas pesetas que tenía y la dirección de su hermana Encarna en Madrid. Después, dejó que marchara solo, con la gorra en la mano, porque estaba «demasiado avergonzada para acompañarle a la estación».

El orgullo impidió a Manolo despedirse de la única persona de Palma a quien hubiese querido ver antes de partir. No había visto a Anita Sánchez desde aquel día en que Cara de Tomate le había humillado en público.

El día de su partida era martes de carnaval, y, mientras Manolo y Horillo se dirigían a pie a la estación del ferrocarril, se estaba formando ya el paseo en la avenida del General Franco. Rígidamente separados los dos sexos, vestidos con los pobres y grotescos atavíos sugeridos por su imaginación, los jóvenes de Palma paseaban arriba y abajo por la avenida, cambiando tímidas e insinuantes miradas a través de sus máscaras.

Anita Sánchez estaba entre ellos. Su disfraz era una vieja sábana ceñida a la cintura con un trozo de cuerda. Llevaba cubierta la cabeza con una bolsa de papel amarillo que había convertido trabajosamente en una máscara. Anita estaba enterada del destierro de Manolo. Su padre lo había anunciado al mediodía, con no disimulada satisfacción. Si ella había ido al desfile del martes de Carnaval, había sido con la esperanza de verle antes de partir.

Por fin percibió su triste figura deslizándose entre un grupo de alborozados muchachos. Pasó por su lado. Él no la miró. Anita tuvo un momento de irritación, hasta que se dio cuenta de que él no la había reconocido debido a la máscara de papel. Retrocedió y, tímidamente, se descubrió el rostro.

Hablaron. Ella preguntó a Manolo adonde iba. Él le respondió que tomarían el tren hasta Córdoba. Desde allí, seguirían hasta Madrid como mejor pudiesen. Anita le prometió escribirle. Después, sacó de debajo de la sábana el regalo que le había traído, confiando en este momento. Era una fotografía suya, la única que tenía, conmemorativa, como la medalla que Manolo llevaba al cuello, del día de su primera comunión.

La pareja echó a andar. De pronto, cediendo a un impulso, Anita realizó una acción audaz. Era la única acción con que proclamaría, ante su padre, ante sus hermanos y ante el chismoso pueblo, que era novia de Manolo. Cogió su mano y, sujetándola fuerte y cariñosamente caminó al lado de él en dirección a la estación.

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