—¿Quién es míster Radnor?
Parte del embarazo inicial de mistress Pengelley reapareció.
—Oh, pues, es un amigo. Un muchacho muy agradable.
—¿Existe alguna clase de relación entre él y su sobrina?
—En absoluto —dijo mistress Pengelley con marcado énfasis.
Poirot pasó a un terreno más positivo.
—¿Están usted y su marido en buena posición?
—Sí, gozamos de una posición bastante buena.
—¿El capital es suyo o de él?
—Es todo de Edward. Yo no poseo nada mío.
—Para ser prácticos, madame, compréndalo, tenemos que ser brutales. Tenemos que buscar un motivo, porque no creo que su marido la esté envenenando solo
pour passer le temps!
¿Sabe si tiene alguna razón para desear quitarla usted de en medio?
—¡Oh, una arpía de cabellos rubios! —dijo mistress Pengelley dejándose llevar de un arrebato de cólera—. Mi marido es dentista, monsieur Poirot, y como ayudanta dice que no hay nada como una muchacha despierta, de cabello rizado y delantal blanco para atraer a la clientela. Y a pesar de que jura lo contrario, yo sé qué la acompaña muchas veces.
—¿Quién pidió la botella del veneno, madame?
—Mi marido... hará cosa de un año.
—¿Tiene su sobrina dinero propio?
—Una renta de unas cincuenta libras al año sobre poco más o menos. Si yo se lo permitiera, volvería con gusto a gobernarle la casa a Edward.
—Entonces, ¿usted ha pensado en dejarle?
—Yo no pretendo dejarle para que se salga con la suya. Las mujeres ya no somos esclavas ni toleramos que se nos ponga el pie encima, monsieur Poirot.
—La felicito por ese espíritu independiente, madame; pero seamos prácticos. ¿Piensa volver hoy a Polgarwith?
—Sí, vine aquí de excursión. El tren salió de allá a las seis de la mañana y volverá a las cinco de la tarde.
—¡Bien! De momento no tengo mayor cosa que hacer. Puedo dedicarme a este pequeño
affaire
. Mañana llegaremos a Polgarwith. Diremos que aquí, el amigo Hastings, es un pariente lejano, el hijo de un primo segundo, ¿le parece bien? Y que yo soy un amigo algo excéntrico. Entretanto coma únicamente lo que preparen sus manos o se haga bajo su dirección. ¿Tiene una doncella de confianza?
—Sí. Jessie es buena chica, estoy segura.
—Entonces, hasta mañana, madame. Valor.
Poirot acompañó a la señora hasta la puerta y volvió pensativo a instalarse en su sillón. Sin embargo, su absorción no era tan profunda que no reparara en dos plumitas arrancadas del boa de plumas de mistress Pengelley por la agitada señora. Las cogió con cuidado y las echó a la papelera.
—Bueno, Hastings —me preguntó—. ¿Qué deduce de lo que acaba de escuchar?
—¡Hum! Nada bueno —respondí.
—Sí, si lo que sospecha la señora es cierto. Pero, ¿lo es? Hoy en día ningún marido puede pedir así como así una botella de matahierbas. Si su mujer padece de gastritis y además posee un temperamento histérico, la carne estará en el asador.
—¿Así cree usted que sólo se trata de eso?
—
Ah, voilá!
, no lo sé, Hastings. Pero el caso me interesa enormemente aunque en verdad no es nuevo. De aquí que haya hablado del histerismo aun cuando mistress Pengelley no me parece muy histérica. Sí, o mucho me engaño o tenemos aquí un drama intenso y muy humano. Dígame, Hastings, ¿cuáles son a su manera de ver los sentimientos que su marido inspira a la buena señora?
—La fidelidad en lucha con el miedo —sugerí.
—Sí, de ordinario una mujer acusará a todo el mundo... menos... a su marido. Se aferrará a su fe en él contra viento y marea.
—Pero «la otra» vendrá a complicar las cosas...
—Sí, bajo el acicate de los celos, el amor puede transformarse en odio. Pero el odio la movería a acudir a la policía, no a mí. Querría armar un escándalo y que todo el mundo se enterara. No, no, utilicemos las células grises. ¿Por qué ha venido a buscarme? ¿Para que le demuestre que sus sospechas son infundadas o para que las confirme? Ah, tenemos aquí el factor desconocido, algo que no comprendo. ¿Es nuestra mistress Pengelley una actriz estupenda? No, era sincera, juraría que era sincera y por ello me interesa. Haga el favor de mirar en la Guía de Ferrocarriles el horario de los trenes.
El que más nos convenía era el de la una cincuenta que llegaba a Polgarwith poco después de las siete. El viaje se verificó sin obstáculos y salí de una agradable siestecilla para bajar al andén de una pequeña y oscura estación. Nos dirigimos con nuestras maletas al Duchy Hotel y, después de tomar una cena ligera, mi amigo sugirió que fuéramos a hacer una visita a mi supuesta prima.
La casa de los Pengelley se hallaba algo distante de la carretera
y
tenía delante un jardín de un estilo pasado de moda. La brisa nos trajo el perfume de diversas flores. Parecía imposible asociar ideas de violencia a aquel encanto tan propio de pasadas épocas. Poirot llamó al timbre y luego con los nudillos, pero nadie contestó a su llamada. Entonces volvió a pulsar el timbre. Tras de una corta pausa, nos abrió una doncella desmelenada, con los ojos colorados, que resollaba con fuerza.
—Deseamos ver a mistress Pengelley —explicó Poirot—. ¿Podemos pasar?
La doncella se nos quedó mirando fijamente. Con una franqueza poco usual replicó luego:
—Entonces, ¿no saben la novedad? Mistress Pengelley ha fallecido. Hace media hora, poco más o menos, que ha dejado de existir.
Nosotros la miramos, aturdidos.
—¿De qué ha muerto? —pregunté después.
—No lo sé. Pero les aseguro que si no fuera porque no quiero dejar a mi pobre señora sola, haría la maleta y saldría de aquí esta misma noche. Claro que no puedo dejarla, porque no tiene a nadie que la vele. No soy la que debe hablar, pero todo el mundo lo sabe. La noticia corre por toda la ciudad. Si míster Radnor no escribe al secretario del Home Office, otro lo hará. El médico dirá lo que quiera. Yo he visto con estos ojos que se ha de comer la tierra, cómo cogía el señor de su estante la botella mata-hierbas. Al ver que yo le miraba dio un salto, pero la señora tenía la sopa, ya hecha, encima de la mesa. Le aseguro que mientras permanezca en esta casa no probaré bocado ni bebida de ninguna clase aunque me muera de hambre.
—¿Dónde vive el médico que visitó a la señora?
—Es el doctor Adams. Vive ahí, a la vuelta de la esquina, en la High Street. Es la segunda casa.
Poirot le volvió bruscamente la espalda. Estaba muy pálido.
—La muchacha no quería abrir la boca, pero ha hablado de más —observé secamente.
—He sido un imbécil, Hastings, un criminal. Me alabo de mi inteligencia y he dejado perder una vida humana, una vida que vino a mí para que la salvara. Pero, la verdad, no se me ocurrió pensar que sucedería esto tan pronto. ¡Que el buen Dios me perdone! Pero la historia de mistress Pengelley me pareció falsa... Bueno, ahí está la casa del doctor. Veremos lo que nos dice.
El doctor Adams era el típico médico de aldea, de mejillas sonrosadas. Nos recibió cortésmente, pero a la sola insinuación de lo que allí nos llevaba se puso muy colorado.
—¡Es una tontería! ¡Es una tontería! —exclamó—. Yo he llevado el caso y sé muy bien que mistress Pengelley padecía una gastritis, una gastritis, pura y sencillamente. En la ciudad se murmuraba mucho, existe un grupo de viejas que cuando se reúnen inventan sólo Dios sabe qué infundios. Claro, leen periódicos o revistas truculentas y luego suponen que en Polgarwith se envenena también a la gente. En cuanto ven una botella de matahierbas se les dispara la imaginación. Conozco a fondo a Edward Pengelley y sé que es incapaz de matar a una rata. ¿Quieren ustedes decirme para qué iba a envenenar a su mujer? Realmente no veo el motivo.
—Lo ignoramos. Pero existen hechos que usted desconoce —manifestó Poirot.
Muy brevemente le explicó a continuación los hechos más salientes de la visita de mistress Pengelley. El doctor Adams se quedó atónito. Los ojos se le saltaban de las órbitas.
—¡Dios nos asista! —exclamó—. Esa pobre mujer estaba loca. ¿Por qué no se confió a mí? ¿No era lo más natural?
—Quizá temió que se riera usted de sus temores.
—Nada de eso. Yo tengo unas ideas amplias.
Poirot sonrió. El médico estaba más trastornado de lo que quería confesar. Cuando salimos de su casa, Poirot se echó a reír.
—Es tan testarudo como una mula —observó—. Ha dicho gastritis y gastritis tiene que ser. Sin embargo, no está tranquilo.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Volver al hotel y pasar una mala noche en sus lechos provincianos,
mon ami
. ¡No hay nada tan temible como una habitación económica en Inglaterra!
—¿Y mañana...?
—
Ríen a faire
. Volvamos en el primer tren a la ciudad y esperemos.
—Eso es muy cómodo. ¿Y si no pasase nada?
—Pasará, se lo prometo. Nuestro buen doctor hará su certificado, pero las malas lenguas no callarán. Y digo a usted que no hablarán sin motivo.
Nuestro tren salía a las once de la mañana siguiente. Antes de dirigirnos a la estación, sin embargo, Poirot expresó el deseo de ver a miss Freda Stanton, la sobrina de la que nos había hablado la difunta. No nos costó trabajo dar con la casa. La hallamos en compañía de un joven alto, moreno, a quien con cierta confusión nos presentó bajo el nombre de míster Jacob Radnor.
Miss Freda Stanton era una muchacha muy bonita y tenía el tipo propio de Cornwall, de ojos y cabellos oscuros y rosadas mejillas. Aquellas negras pupilas brillaban a veces con un fuego que hubiera sido temerario provocar.
—¡Pobre tía! —dijo cuando después de presentarnos Poirot le explicó el motivo de nuestra presencia allí—. ¡Es muy lamentable lo ocurrido! Toda la mañana me digo que ojalá hubiera sido más amable y más paciente con ella.
—Bastante paciencia tuviste, Freda —interrumpió míster Radnor.
—Sí, Jacob, pero tengo el genio vivo, lo sé. Después de todo la tía se ponía un poco tonta solamente. Yo debí reírme de su tontería y no darle importancia. Figúrese que se le metió en la cabeza que el tío la estaba envenenando porque se ponía
peor
cada vez que él le daba la comida. Claro, se ponía peor a fuerza de pensar en aquello.
—¿Cuál fue la causa de su desavenencia con usted, mademoiselle?
Miss Stanton titubeó y miró a Radnor. El caballero fue rápido en coger al vuelo la insinuación.
—Freda, me marcho —dijo—. Ya te veré por la tarde. ¡Adiós, caballeros! ¿Se dirigían ustedes seguramente a la estación?
Poirot replicó que así era, en efecto, y Radnor se marchó.
—Están ustedes prometidos, ¿verdad? —preguntó Poirot con sonrisa taimada.
Freda Stanton se ruborizó.
—Esto era lo que en realidad disgustaba a la tía —confesó.
—¿No aprobaba su elección?
—Oh, no es que no la aprobara. Es que... —la muchacha calló de pronto.
—Diga—dijo animándola Poirot.
—Ha muerto y no quisiera empañar su memoria, pero, como si no se lo digo no se hará cargo de lo ocurrido.... La tía estaba prendada de Jacob.
—¿De veras?
—Sí; ¿no es absurdo? Pasaba de los cincuenta y él no ha cumplido los treinta, pero así es. Por ello cuando dije que venía por mí se portó muy mal. En un principio se negó a creerlo y estuvo tan ruda y tan insultante que no tiene nada de extraño que me dejara llevar de un arrebato. Hablé con Jacob y convinimos que lo mejor era que yo me marchara hasta que se le pasara la tontería. ¡Pobre tía! Su estado era muy particular.
—Así parece. Gracias, mademoiselle, por su bondad al aclarar las cosas.
Me sorprendió ver a Radnor que nos esperaba pacientemente en la calle.
—Adivino lo que Freda les ha contado —dijo—; fue un hecho muy embarazoso para mí, como ya comprenderán, y no necesito decir que yo no tuve la culpa de todo lo ocurrido. Primero imaginé que la pobre señora se mostraba amable para ayudar a Freda, pero... su actitud era absurda y extraordinariamente desagradable.
—¿Cuándo piensan contraer matrimonio usted y miss Stanton?
—Pronto, confío en ello. Ahora, monsieur Poirot, voy a serle franco. Sé algo más de lo que sabe mi prometida. Ella cree que su tío es inocente. Yo no estoy tan seguro. Pero le diré una cosa: que pienso mantener la boca cerrada. Los perros duermen, ¡que sigan durmiendo! No deseo ver juzgado y condenado al tío de mi mujer.
—Aunque nadie lo confiesa somos egoístas, míster Radnor. Haga lo que usted guste, pero también yo voy a serle franco: creo que no servirá de nada.
—¿Por qué no?
Poirot levantó un dedo. Era día de mercado y cuando pasamos por delante de él oímos dentro un murmullo continuo.
—La voz del pueblo, míster Radnor... Ah, corramos, no sea que perdamos el tren.
—Muy interesante, ¿verdad, Hastings? —dijo Poirot al salir el tren, silbando, de la estación.
Había sacado un peine del bolsillo, luego un espejo microscópico, y se peinaba con cuidado el bigote, cuya simetría había alterado nuestra carrera.
—Veo que a usted se lo parece —respondí—. Para mí es sórdido y desagradable y ni siquiera encierra ningún misterio.
—Convengo en que el caso no tiene nada de misterioso.
—¿Cree usted en lo que esa muchacha nos ha contado del enamoramiento extraordinario de su tía? ¿No será un cuento? Porque mistress Pengelley me pareció una mujer muy simpática y respetable.
—No veo en ello nada de extraordinario, al contrario, es muy vulgar. Si lee los periódicos con atención se dará cuenta de que no es infrecuente que una mujer decente que ha vivido al lado de su marido por espacio de veinte años y que tiene también una familia, los abandona para unir su vida a la de un hombre muchísimo más joven. Usted admira a
les femmes
, Hastings; se postra de hinojos ante las que son hermosas y tiene el buen gusto de mirarlas con la sonrisa en los labios; pero psicológicamente las desconoce por completo. En el otoño de la vida de una mujer es justamente cuando llega siempre para ella el mal momento, un momento de locura, en que anhela vivir una novela, una aventura, antes de que sea demasiado tarde. Y lo mismo sucede a la respetable esposa de un dentista de provincias.
—Así, ¿usted opina...?
—Que todo hombre hábil puede aprovecharse de dicho momento.
—Yo no me atrevería a llamar hábil a Pengelley —murmuré—. Toda la población murmura de él. Sin embargo, creo que tiene usted razón. Radnor y el doctor, las dos únicas personas que saben algo, desean acallar esos rumores. Él ha conseguido esto, desde luego. Me hubiera gustado conocerle.