Authors: Frederick Forsyth
»Cada año ocupa unos seis clasificadores. Hay un montón de cosas que mirar. Afortunadamente, mañana es domingo, y si usted quiere, podemos dedicar todo el día a buscar.
—Es usted muy amable al tomarse tanta molestia —dijo Miller.
Cadbury se encogió de hombros.
—Este fin de semana no tenía nada más que hacer. Y es que los domingos de fines de diciembre no son muy animados en Bonn. Mi mujer no regresa hasta mañana por la noche. ¿Qué le parece si nos encontramos en el «Cercle Français» a las once y media para tomar una copa?
A media tarde del domingo lo encontraron. Anthony Cadbury llegaba al final del clasificador correspondiente a noviembre-diciembre de 1947 de la serie que contenía sus despachos.
De pronto, gritó «¡Eureka!», abrió la pinza y extrajo una hoja, ya muy descolorida, escrita a máquina y fechada «23 de diciembre de 1947».
—No me sorprende que el periódico no lo publicara —dijo—. En vísperas de Navidad. Nadie iba a querer enterarse de que se había capturado a un antiguo miembro de la SS. De todos modos, con la escasez de noticias que hay para esas fechas, la edición de Nochebuena debió de ser muy corta.
Dejó la hoja sobre el escritorio y la enfocó con la lámpara de ángulo graduable. Miller se inclinó sobre el papel y leyó:
«Gobierno Militar Británico, Hannover, 23 de diciembre.- Las autoridades militares británicas de Graz, Austria, han detenido a un ex-capitán de la infausta SS, al que se mantendrá bajo arresto mientras se investiga su caso, según ha manifestado hoy un portavoz del Cuartel General de la Policía Militar.
»El detenido, Eduard Roschmann, fue reconocido en una calle de la indicada ciudad austríaca por un antiguo recluso de un campo de concentración, el cual ha declarado que Roschmann fue el comandante del campo de Letonia.
»Después de la identificación, efectuada en la casa a la que le había seguido el antiguo recluso, Roschmann fue arrestado por miembros del Servicio de Seguridad Militar Británico de Graz.
»Se ha cursado al Cuartel General de la zona soviética en Potsdam una solicitud de información sobre el campo de concentración de Riga (Letonia), y se está practicando una búsqueda de nuevos testigos, según informó el portavoz.
»Entretanto, el detenido ha sido identificado como Eduard Roschmann, a la vista de su expediente personal del fichero de la SS que obra en poder de las autoridades norteamericanas en Berlín.
»Firmado: Cadbury.»
Miller leyó el breve despacho cuatro o cinco veces.
—¡Bueno! —exclamó, respirando profundamente—. Lo cogieron.
—Opino que esto requiere un trago —dijo Cadbury.
Cuando, el viernes por la mañana, el
Werwolf
habló con Memmers por teléfono, no tuvo en cuenta que cuarenta y ocho horas después sería domingo. De todos modos, desde su casa llamó al despacho de Memmers a la misma hora en que, en Bad Godesberg, los dos periodistas hacían su hallazgo.
Nadie le contestó.
Pero al día siguiente, a las nueve en punto, ya estaba Memmers en su oficina. El
Werwolf
lo llamó a las nueve y media.
—Encantado de oírle,
Kamerad
—dijo Memmers—. Anoche a última hora regresé de Hamburgo.
—¿Tiene la información?
—Desde luego. Si quiere tomar nota…
—Adelante —apremió la voz por el teléfono.
Memmers carraspeó y empezó a leer sus notas:
—El dueño del coche es un reportero independiente llamado Peter Miller. Señas personales: veintinueve años, un metro ochenta, pelo castaño y ojos pardos. Su madre es viuda y vive en Osdorf, en las afueras de Hamburgo. El tiene un piso en el Steindamm, en el centro de la ciudad. —Memmers leyó la dirección y el número de teléfono de Miller. —Vive con una muchacha, una bailarina de
strip tease
, la señorita Sigrid Rahn. Trabaja principalmente para revistas ilustradas. Parece que le va bien. Se ha especializado en el periodismo de investigación. Como usted dijo,
Kamerad
, un fisgón.
—¿Tiene usted idea de quién le ha encargado su último trabajo? —preguntó el
Werwolf
.
—No, eso es lo más curioso. Nadie parece saber lo que está haciendo. Ni para quién trabaja. Le pregunté a la chica, haciéndome pasar por empleado de la redacción de una gran revista. Aunque por teléfono, como comprenderá. Ella me dijo que no sabía dónde estaba, pero que esperaba la llamase esta tarde antes de que ella se fuera a trabajar.
—¿Algo más?
—Sólo el coche; es muy llamativo: un «Jaguar» negro, de fabricación británica, con una franja amarilla en el costado. Es un coche deportivo, dos plazas, tipo berlina «XK ciento cincuenta». Me informé en su garaje.
El
Werwolf
almacenó la información.
—Quisiera saber dónde está ahora —dijo al fin.
—En Hamburgo no está —dijo Memmers rápidamente—. Se marchó el viernes, a la hora del almuerzo, cuando yo llegaba. Pasó allí la Navidad. Antes había estado en algún otro sitio.
—Eso ya lo sé —dijo el
Werwolf
.
—Me parece que podría averiguar qué clase de reportaje está preparando —dijo Memmers, servicial—. No he querido preguntar con demasiada insistencia, porque usted dijo que no quería que él supiera que lo estábamos vigilando.
—Lo que está preparando ya lo sé. Quiere denunciar a uno de nuestros camaradas.
El
Werwolf
reflexionó.
—¿Podría averiguar dónde está ahora? —preguntó.
—Me parece que sí —dijo Memmers—. Podría llamar a la chica esta tarde y decirle que soy de una gran revista y que necesito hablar urgentemente con Miller. Por teléfono, me dio la impresión de ser una muchacha sencilla.
—Sí, hágalo —dijo el
Werwolf
—. Volveré a llamarle esta tarde a las cuatro.
Aquel lunes por la mañana, Cadbury estaba en Bonn, donde debía celebrarse una conferencia de Prensa ministerial. Llamó a Miller al «Hotel Dreesen» a las diez y media.
—Me alegro de que aún no se haya marchado —le dijo—. Se me ha ocurrido una idea. Vaya a verme al «Cercle Français», a las cuatro.
Antes del almuerzo, Miller llamó por teléfono a Sigi, para decirle que se hospedaba en el «Dreesen».
Aquella tarde, cuando los dos hombres se reunieron en el «Cercle Français», Cadbury pidió té.
—Esta mañana, mientras no escuchaba esa dichosa conferencia, tuve una idea. Si Roschmann fue capturado e identificado como un criminal reclamado, su caso debió de pasar a manos de las autoridades británicas de la Zona. Por aquel entonces, tanto en Alemania como en Austria, se sacaban copias de todos los expedientes y se enviaban a ingleses, franceses y norteamericanos. ¿Ha oído hablar de un hombre llamado Lord Russell, de Liverpool?
—No.
—Era el asesor jurídico del gobernador militar británico en los juicios por crímenes de guerra que nosotros celebrábamos durante la ocupación. Después escribió un libro titulado
El azote de la esvástica
. Ya puede usted imaginar de lo que trataba. Aquel libro no le congració con los alemanes, pero era exacto. En él describía todas las atrocidades que se cometieron.
—¿Es abogado? —preguntó Miller.
—Sí, y muy bueno; por eso fue designado para el cargo. Ahora está retirado, y vive en Wimbledon. No sé si se acordará de mí; de todos modos, le daré una carta de presentación.
—¿Cree que Lord Russell recordará algo sucedido hace tanto tiempo?
—Tal vez sí. Ya no es joven, pero tenía una memoria prodigiosa. Si tuvo que preparar la acusación contra Roschmann, recordará hasta el último detalle; estoy seguro.
Miller asintió y bebió un sorbo de té.
—Podría ir a Londres para hablar con él.
Cadbury sacó un sobre del bolsillo.
—Ya le había escrito la carta. —Entregó a Miller la carta de presentación y se puso en pie. —Buena suerte.
Cuando, poco después de las cuatro, llamó el
Werwolf
a Memmers, éste ya tenía la información.
—Su amiga habló con él —dijo—. Ahora está en Bad Godesberg y se aloja en el «Hotel Dreesen».
El
Werwolf
colgó el teléfono y hojeó una libreta de direcciones. Escogió un nombre, levantó otra vez el auricular y marcó un número del sector de Bonn/Bad Godesberg.
Miller volvió al hotel para llamar al aeropuerto de Colonia y reservar un pasaje para Londres, para el día siguiente, martes, 31 de diciembre. Cuando llegó a recepción, la muchacha del mostrador le sonrió afablemente y, señalando hacia la parte del salón situada cerca de la tribuna que daba al Rhin, le dijo:
—Un caballero le espera, Herr Miller.
El miró los grupos de sillas tapizadas colocadas alrededor de unas mesas en la tribuna. En una de ellas se sentaba un hombre de mediana edad, con abrigo negro, que sostenía en la mano un sombrero «Homberg», también negro, y un paraguas.
Miller se acercó a él, sorprendido de que alguien hubiera podido localizarlo.
—¿Quería usted verme?
El hombre se puso en pie.
—¿Es usted Herr Miller?
—Sí.
—¿Herr Peter Miller?
—Sí.
El hombre hizo una leve inclinación de cabeza al viejo estilo alemán.
—Me llamo Schmidt. Doctor Schmidt.
—¿En qué puedo servirle?
El doctor Schmidt le dirigió una sonrisa suplicante y miró por la ventana hacia la oscura masa del Rhin, que se deslizaba bajo las brillantes luces de la desierta terraza.
—Me han dicho que es usted periodista, ¿no? Un periodista independiente. Y muy bueno. —Ensanchó su sonrisa. —Tiene usted fama de concienzudo y tenaz.
Miller guardaba silencio, esperando que su interlocutor entrara en materia.
—Unos amigos míos se han enterado de que está usted investigando acerca de unos hechos que ocurrieron…, digamos…, hace mucho tiempo, muchísimo tiempo.
Miller se envaró, y rápidamente empezó a pensar quiénes podían ser los «amigos» y cómo podían haberse enterado.
Entonces cayó en la cuenta de que había estado preguntando por Roschmann a todo lo largo y ancho del país.
—Una investigación sobre un tal Eduard Roschmann —dijo escuetamente—. ¿A eso se refiere?
—¡Ah, sí! Sobre el capitán Roschmann. Se me ocurre que yo puedo ayudarle. —El hombre apartó la mirada del río, para posarla en Miller con expresión bondadosa. —El capitán Roschmann murió.
—¿Que murió? —dijo Miller—. No lo sabía.
El doctor Schmidt parecía encantado.
—Claro que no. ¿Cómo iba a saberlo? Pero es verdad. Indudablemente, está usted perdiendo el tiempo.
Miller puso cara de decepción.
—¿Podría usted decirme cuándo murió? —preguntó al doctor.
—¿No ha averiguado las circunstancias de su muerte?
—No, la última referencia suya que tengo data de finales de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en que fue visto con vida.
—Ah, sí, naturalmente. —El doctor Schmidt parecía muy contento de poder colaborar. —Lo mataron poco después. Regresaba a su Austria natal, y murió luchando contra los americanos.
Su cadáver fue identificado por varias personas que lo habían conocido en vida.
—Debió de ser un hombre extraordinario —comentó Miller.
El doctor Schmidt asintió.
—Bueno, algunos lo creían…, lo creíamos así.
—Extraordinario —repitió Miller, haciendo caso omiso del comentario del otro—, ya que desde Jesucristo él habrá sido el primer hombre que ha resucitado de entre los muertos. El veinte de diciembre de mil novecientos cuarenta y siete fue detenido, vivo, por los ingleses, en la ciudad de Graz, Austria.
La nieve que cubría la balaustrada de la terraza se reflejó en los ojos del doctor.
—Miller, eso que hace usted es una gran tontería. Una gran tontería. Siga usted el consejo de un hombre que es mucho más viejo que usted. Abandone esa investigación.
Miller le miró fijamente.
—Supongo que ahora tendré que darle las gracias —dijo, sin gratitud.
—Si sigue mi consejo, tal vez deba dármelas —dijo el doctor.
—Ya ha vuelto usted a confundirse —señaló Miller—. Roschmann seguía estando vivo, a fines de octubre de este año, en Hamburgo. Esta segunda aparición no estaba confirmada, pero ahora ya lo está. Acaba usted de hacerlo.
—Le repito que comete una tontería si no abandona esa investigación.
La mirada del doctor seguía siendo fría, pero ahora había en ella un matiz de perplejidad. En otros tiempos nadie discutía sus órdenes, y no acababa de acostumbrarse a la novedad.
Miller estaba enfadándose, sentía cómo el ardor de la indignación le subía lentamente por el cuello a la cara.
—Me dan ustedes asco, Herr doctor, usted y los de su calaña, hatajo repugnante. Tienen una fachada respetable, pero son basura que denigra a mi país. Sepa usted que voy a seguir investigando hasta que lo encuentre.
Dio media vuelta para marcharse, mas el hombre lo cogió por el brazo.
Se miraron fijamente desde pocos centímetros de distancia.
—Miller, usted no es judío, es ario, es de los nuestros. ¿Qué le hemos hecho, dígame, por Dios, qué le hemos hecho?
Miller se desasió.
—Si todavía no lo sabe, Herr doctor, nunca lo comprenderá.
—¡Bah! Ustedes los jóvenes son todos iguales. ¿Por qué no pueden hacer lo que se les manda?
—Porque somos así. Por lo menos, yo soy así.
El hombre le miró entornando los ojos.
—Usted no es un estúpido, Miller; pero se porta como si lo fuese. Como una de esas ridículas criaturas que se demuestran gobernadas por lo que llaman su conciencia. Pero estoy empezando a dudarlo. Parece que tenga usted un interés personal en el asunto.
Miller dio media vuelta para marcharse.
—Puede que lo tenga —dijo, y empezó a alejarse por el vestíbulo.
Miller no tuvo dificultad en encontrar la casa, situada en una tranquila calle residencial adyacente a la vía principal del municipio londinense de Wimbledon. Salió a abrir el propio Lord Russell, hombre de casi setenta años, con un
cárdigan
de punto y una corbata de lazo. Miller se presentó.
—Ayer almorcé con míster Anthony Cadbury en Bonn —dijo. Me dio una carta de presentación para usted. Quisiera que me permitiese hablar con usted, señor.
Lord Russell lo miró, con extrañeza, desde el umbral.
—¿Cadbury? ¿Anthony Cadbury? No recuerdo…
—Es un corresponsal de Prensa británico —dijo Miller—. Estaba en Alemania cuando terminó la guerra. Informaba acerca de los juicios por crímenes de guerra en los que usted actuó de juez auditor. Josef Kramer, y otros, de Belsen. ¿Recuerda esos juicios?