No era el inicio que yo había deseado para el nuevo año, pero sabía que no podía negarme a acudir a la cita. Demasiados años de relación para ahora mirar hacia otro lado. Si ella había decidido viajar en 1 de enero sólo para verme, debía concederle al menos una conversación. Luego intentaría retomar mi vida en París en el punto donde la había dejado.
Me contrariaba que hubiera reservado el mismo hotel donde yo había pasado los primeros días, como si eso demostrara que Desirée y yo éramos más parecidos de lo que estábamos dispuestos a aceptar. Aunque lo del Saint Germain no obedecía a ninguna casualidad, ya que ella probablemente seguía trabajando con la misma agencia de viajes que me había llevado hasta allí.
Por otra parte, una sospecha inquietante empezaba a vislumbrarse en el horizonte. ¿Sería justamente ella la Mary del jardín secreto? Por extravagante que pudiera parecer ese juego en una analista financiera que gana noventa mil euros al año, no era una hipótesis tan descabellada. A fin de cuentas, Desirée era una persona muy culta e imaginativa. No me parecía extraño que conociera la novela de Francés Hodgson y que en «la época de la nieve», como yo denominaba nuestros inicios, ella hubiera disfrutado montando un lío como aquél.
Mi hipótesis implicaba que Desirée me habría seguido hasta París, poco después de mi llegada, y tal vez hubiera permanecido en la ciudad resguardada en el anonimato. Tal vez se había alojado incluso en mi mismo hotel, donde ahora me daba cita. ¿Qué había hecho mientras tanto, además de jugar a ser la Mary del jardín? ¿Había estado aclarando sus ideas? ¿Y Bosco?
Aquella teoría de los hechos tenía demasiados puntos ciegos para entender cómo había sucedido todo, pero era la única que tenía algún sentido. En cualquier caso, al mediodía siguiente tendría ocasión de confirmarlo. Que me hubiera citado a la misma hora que Mary en los tres jardines era otro elemento que inclinaba la balanza del lado de Desirée.
Mientras pensaba en todo eso a oscuras en el sofá, se abrió la puerta del baño. La silueta desnuda de Eva, esbelta y delicada como un hada del bosque, atravesó las penumbras del salón hasta entrar en su cuarto.
—Buenas noches —le dije mientras me tapaba con la colcha en un intento de dormir.
—¿No vienes a verme?
La pregunta me dejó helado. Por todo lo que habíamos vivido desde que compartíamos nuestra soledad, incluyendo aquella noche mágica, tal vez hubiera llegado el momento de que sucediera algo entre nosotros. Sin embargo, la sombra de Desirée al día siguiente me impedía vivir aquello con naturalidad y, sobre todo, con honestidad.
Entré en su habitación con el miedo de quien penetra en un lugar encantado donde se diluye la propia voluntad.
La luz de la luna iluminaba tenuemente el cuerpo de Eva, que se había puesto un vaporoso camisón de dormir. Eso rebajaba el voltaje de la situación, así que me tendí a su lado sin saber muy bien lo que iba a hacer. Afortunadamente fue ella quien empezó a hablar:
—Eres un tipo extraño, ¿sabes? No acabo de calarte.
—Mira quién habló… —me defendí.
—Yo puedo estar un poco loca, pero al menos todo el mundo ve cómo soy. No hay más. En cambio no sé nada de ti. Un día dices que eres periodista musical, otro día te presentas como arquitecto. ¿Quién eres, Daniel?
—No lo sé —respondí con sinceridad—. Supongo que vine a París para averiguarlo.
—Por ahora estás protegiendo a una cantante fracasada, como el pájaro que levanta el ala para que su polluelo no pase frío. Ya has encontrado una noble ocupación. Aparte de eso, ¿qué más quieres de mí?
En la perfumada oscuridad del cuarto, entendí que el asunto era más complejo de lo que imaginaba. No era que Eva quisiera rematar el año que ya habíamos dejado atrás con un revolcón; apuntaba a algo más serio. Pero dado que el regreso de Desirée —y la posibilidad de que fuera Mary— me había desestabilizado, casi me sentía más cómodo en ese terreno.
—Sólo quiero estar a tu lado —respondí—. Al menos un poco más.
—¿Para qué? ¿No tienes nada mejor que hacer?
Entendí que me estaba provocando para que le abriera mis sentimientos, justo lo que me había prohibido hacer en la torre de Montparnasse. Pero a mí no me faltaban horas de vuelo en ese tipo de discusiones. Decidí apostar por la franqueza:
—Me gusta estar contigo. Supongo que es porque a día de hoy no me importa nadie en el mundo ni yo le importo a nadie. Cuidar de ti es lo único que tiene algún sentido en este desierto en el que se ha convertido mi vida.
Eva se volvió hacia mí, abriendo mucho sus ojos en la oscuridad. Estaba conmovida. Pero se resistía a soltar prenda y ponía todo el rato el balón en mi tejado para que me mojara.
—Entonces quieres ser una especie de padre, o hermano mayor.
—O simplemente un amigo, para no meter familia de por medio —dije muy tranquilo.
—Sabes que eso es imposible —replicó acercando su nariz a la mía.
—¿Por qué habría de serlo?
—La amistad entre hombre y mujer sólo se da cuando, por el motivo que sea, no hay deseo entre ellos. Y yo a ti te gusto.
—Me gustas —dije perdiendo la sensación de control—, pero eres demasiado importante para mí como para dejarme llevar. Lo fácil y previsible ahora sería echarme encima de ti. No me faltan ganas.
—¿Y por qué no lo haces?
La frialdad con la que Eva me estaba interrogando, en aquella situación, demostraba que era una seductora nata acostumbrada a ganar. Tal vez ni siquiera quería hacer el amor conmigo y sólo me estaba poniendo a prueba. Darme cuenta de eso me dio la moral necesaria para no ceder al deseo.
—Porque después del placer, la magia que hay entre nosotros habría terminado. Me habría convertido en uno más de tus amantes. Y yo no quiero ser uno más.
Mi declaración pareció asustarla, ya que no se atrevió a preguntar qué era lo que yo quería ser para ella.
Quizás Eva estaba aquejada de pánico al compromiso, como la mayoría de los hombres solteros de mi edad.
Finalmente dijo:
—Dame un abrazo y nos despedimos hasta el año que viene, ¿vale? Y no tendrás que irte al sofá. Compartiremos la cama como buenos amigos —añadió con sorna antes de puntualizar—, pero sólo hoy.
Tomé aire antes de pasar los brazos por detrás de su espalda y atraerla suavemente hacia mí. A través de la fina tela del camisón podía sentir la fragante suavidad de su piel y la consistencia de sus pechos, que ella empujaba contra mi cuerpo para provocarme. Luego me apartó con ambas manos y, tras darme un fugaz beso en la mejilla, dijo fríamente:
—Fin del abrazo.
Acto seguido me dio la espalda como si estuviera enfadada. Tendido boca arriba, me pregunté si Eva podía oír el tambor de mi corazón.
La claridad de un nuevo año me arrancó del sueño. Aunque no debía de haber cerrado los ojos más de tres horas, sentí la necesidad de saltar de la cama donde Eva dormía abrazada a la almohada.
Mientras la cubría con la colcha, recordé con extrañeza la conversación de la noche anterior, que había culminado con un abrazo abrupto, entre la sensualidad y el rechazo. A la luz del día relativicé aquella escena violenta, que era atribuible a los estragos del alcohol.
Faltaban aún dos horas para una cita que yo imaginaba llena de revelaciones, pero me apetecía dar antes una vuelta por los cafés del Boulevard Saint Germain. Necesitaba airear un poco la cabeza.
Al recoger la ropa de Eva esparcida por el suelo de su habitación, me pregunté qué significaba aquel «todavía» con el que Desirée había firmado su SMS. ¿Quería decir que «todavía» me amaba? ¿O «todavía» no estaba segura de sus sentimientos? ¿Estaría dudando entre Bosco y su ex?
Decidí aparcar estas cuestiones para acabar de recoger la habitación. La bella durmiente tenía clase de canto a las tres de la tarde, así que pensé que un poco de orden en su cuarto la ayudaría a centrarse en la «Olympiada», como ella lo llamaba.
Yo pensaba que mis labores hogareñas le estaban pasando inadvertidas, pero cuando al salir ajusté la puerta de la habitación, oí que decía:
—Lo siento.
Metí la cabeza nuevamente en su cuarto, imaginando que Eva estaba hablando en sueños, pero tenía los ojos abiertos y me miraba aturdida —su resaca debía de superar la mía— con la cara marcada por la almohada.
—Siento lo de ayer —dijo muy seria.
—No sé a qué te refieres exactamente. Ayer fue un día muy largo.
—Me gusta jugar con los hombres, no puedo evitarlo —continuó con la certeza de que yo sabía de qué estaba hablando—. Supongo que necesito mostrar mi poder en ese campo, porque en todos los otros soy un cero a la izquierda. ¿Sabes lo que quiero decir?
Sin venir a cuento, de repente rompió a llorar y hundió la cabeza en la almohada. Atacado por mi propia resaca, sentí un mareo al sentarme a su lado de la cama para tomarle la mano.
—Ayer fue una noche genial —la tranquilicé—. Jamás olvidaré tu actuación en la cárcel de Fleury-Merogis.
—¿De verdad? —me preguntó incorporándose con un esbozo de sonrisa—. Me equivoqué un par de veces.
—O tres. Pero estabas dando lo mejor de ti misma, y eso a la gente le llegó.
—Cantaba de corazón.
—Se notaba.
—Pero tenía un motivo para hacerlo. Me imaginaba a todos esos pobrecitos allí arriba en sus ratoneras, con tan pocas satisfacciones. No sé, sentía que les debía algo, que era el momento de entregar un pedazo de mí. Por eso me preocupa la actuación en el Olympia.
—¿Por qué lo dices? —pregunté mientras la cabeza me empezaba a dar vueltas.
—Allí estaré ante un público neutral. Muchos serán amigos de los otros músicos, o turistas que tienen ganas de ver el Olympia por dentro. No sabré qué entregarles.
—Cuando llegue el momento ya lo sabrás —respondí por decir algo.
Eva se llevó mi mano a los labios y me dio tres besos breves de agradecimiento. La mujer fatal volvía a ser una niña demasiado crecida.
—Ahora duerme —me despedí—. Te he puesto el despertador a las dos para que te des una ducha y vayas a lo de Michi bien despejada. No hay que perder un solo día. Te recogeré allí a las cuatro.
—No hay que perder un solo día —repitió como un mantra—. Por cierto, ¿adónde vas?
—Voy a saldar una cuenta pendiente.
El enamoramiento es un virus fatal para la felicidad. Podía aportar como prueba mi historial de desamores de juventud, y buena parte de lo que había vivido con Desirée.
Mientras me dirigía en metro a Saint Germain, recordé los inicios con la chica que escuchaba el silencio de la nieve. Por algún motivo particular, Desirée me había elegido —la elección siempre es femenina— y sólo ella sabía cuál era el orden y ritmo de los acontecimientos.
Tras un letargo sentimental que había sido como la travesía del desierto, yo me había entregado a aquel amor inesperado con toda mi inocencia. Ella era más caprichosa y fría; por eso debían de gustarle las nevadas.
En nuestras primeras semanas no paraba de poner condicionantes para proseguir la relación. Decía, por ejemplo:
—Estaremos juntos a condición de que respetes mis amigos, de que no estés encima de mí todo el día y te des cuenta de cuándo no tengo ganas de hablar.
—Pero no puedes poner condiciones para amarme —protestaba yo—. No es justo, porque mi amor es incondicional.
—Por favor, no hables así —me había dicho—. El amor incondicional es de locos.
Recordaba también lo que había pasado por mi cabeza al ver la habitación donde haríamos el amor por primera vez.
Sus padres nos habían dejado un chalet de nuevos ricos en un pueblo de costa al sur de Tarragona. Pese a la excitación que me producía culminar con Desirée lo que habíamos iniciado en tantos lugares, al entrar en el dormitorio me había asaltado una extraña tristeza. Allí estaba la cama doble que utilizaban los padres durante las vacaciones, con fotos de los hijos en las mesitas y una gran acuarela sobre el cabezal con dos caballos como protagonistas.
Es un sentimiento que se reproduce siempre que me muestran una casa —y como arquitecto veo cientos de ellas— y llegamos al dormitorio. Más que un lugar de descanso donde a veces se hace el amor, no puedo evitar pensar que es el lugar donde, una mañana, alguien que se había acostado no se levantará más. Y, si se trata de una pareja, el que quede vivo se acostará con esa ausencia cada noche del mundo hasta que le llegue su turno.
No era una reflexión tan extraña, puesto que mucha gente muere en la cama, pero cuando se la expliqué a Desirée muchos años después me dijo que yo tenía un problema y haría bien en buscar un terapeuta.
A veces he intentado recordar qué ropa llevaba ella la primera vez que nos acostamos, pero no logro evocar una sola prenda de las que le arranqué. En cambio, por algún extraño motivo —la memoria tiene sus razones— nunca olvidaré que bajo nosotros había un cubrecama plisado de color amarillo limón.
Al preguntar por Desirée en la recepción del hotel Saint Germain, donde no reconocí a ninguno de los empleados, me dijeron que ella me aguardaba en su habitación.
Mientras esperaba el ascensor, pensé en una frase del poeta norteamericano Wallace Stevens que me había impresionado en mi adolescencia. Decía que después del último «no» llega un «sí», y de ese «sí» depende el futuro del mundo.
Un «no» de Desirée me había catapultado fuera de mi rutina y de mi ciudad. Mi temor ahora era que un «sí» me devolviera a la vieja senda, ahora que empezaba a sentirme libre.
Prueba de que los tiros podían ir por ahí, fui recibido con un beso en los labios antes de que lograra enfocarla con la mirada. Entre la pesadez de la resaca y aquel golpe de efecto, me tambaleé mientras la seguía hasta una mesa al lado de la ventana. Había café recién hecho y bollos.
La calefacción estaba a tope, lo que le permitía llevar sin medias, un vestido de seda granate que se ajustaba a su cuerpo como un guante. Me senté frente a ella, que me observaba con sus verdes ojos de gata, encuadrados por una melena larga y recta cortada con estilo.
Mientras me servía café, tuve la sensación de haber retrocedido en el tiempo. Como si la separación de Desirée nunca hubiera sucedido y aquel fuera uno de nuestros fines de semana románticos.
—Tienes muy buen aspecto —dije para romper el hielo.
No me apetecía en absoluto hablar de lo que había provocado el cisma, menos en esa ciudad que empezaba a sentir un poco mía.