—Este es el motivo por el que estoy aquí —explicó—. Me encargo de organizar este evento a través de una fundación francomexicana. Al día siguiente me volveré al D.F.
Una idea empezaba a tomar cuerpo en mi cabeza, aunque me resistía a expresarla.
—¿Y qué artistas actuarán en el festival? —pregunté tímidamente.
—La mayoría son jóvenes promesas que tienen uno o dos discos en el mercado. El chileno Nelson Poblete; Gabriel Maugeri, de Argentina; y los hermanos Lligadas, de Barcelona. También hay varios artistas de Cuba, Colombia y México, naturalmente. Va a ser muy lindo.
—Y muy largo también —comenté sin atreverme a lanzar la propuesta.
—No tema, cada uno canta solamente un par de canciones.
Se hizo un silencio entre nosotros —la cena había llegado a su apogeo y los invitados vociferaban con el plato de plástico en la mano—, hasta que finalmente disparé:
—Creo que el concierto sería más completo si se incluye en el programa algún artista francófono. Si sólo cantan hispanos puede acabar pareciendo el festival de la OTI.
—¡La OTI! —exclamó Cora, sorprendida de que alguien de mi edad recordara aquella Eurovisión a la española.
—Mi madre me ponía grabaciones en VHS de pequeño —me expliqué—. Le gustaban esas cosas.
—En cualquier caso —alegó ella—, no veo qué sentido tiene meter canción francesa en un festival hispano.
Acto seguido, le expuse atropelladamente una versión idealizada de Eva Winter. Para conmoverla le conté que, pese a ser canadiense, se aferraba al idioma de su madre y trataba de hacer carrera en París.
—No he oído hablar de esa Eva Winter en
mi vida
—repuso muy seca—. ¿Quién es? Entiendo que se trata de una amiga suya, pero ¿cree que la programación del Olympia se hace de una semana para otra?
Avergonzado, me disculpé por mi atrevimiento y me despedí con la excusa de ir a llenar mi plato.
Mientras me servía una sopa de setas, me dije que había sido una suerte que mi propuesta fuera rechazada. Un nuevo ridículo de Eva Winter ante un teatro como aquél habría hundido definitivamente su carrera.
Para escapar de un nuevo emparejamiento de Jim, fingí estar muy ocupado mirando la estantería con los libros de su editorial, Handshake Books. Algunos títulos los firmaba él mismo, como
Trabajadores del mundo, ¡uníos y dejad de trabajar! Una respuesta al marxismo.
También había volúmenes de memorias y un manual culinario, sin duda de propio cuño:
Cocinar para cien.
En una estantería más baja vi que Handshake tenía también una colección de guías de viaje,
The People to People Travel Guides.
Mientras me disponía a examinar la de París, reapareció BadGuy con un vaso de vino en la mano.
—Son guías de la gente amable que hay en cada ciudad —explicó—. Supongo que los datos que has anotado en el formulario son falsos, ¿verdad?
—¿Falsos? —repetí alarmado—. ¿Por qué iba a hacerlo?
Al oír esto, BadGuy liberó una carcajada y apoyó su mano libre en mi hombro para decirme:
—Amigo mío, tu dirección y tu teléfono saldrán publicados en la próxima guía de gente amable de Barcelona. Se te presentará gente como ésta a cualquier hora del día.
—Pues creo que voy a quedarme en París, entonces —dije sofocado.
En aquel momento, Jim arrastró a BadGuy hasta otra punta de la sala para presentarle a alguien. Yo me disponía a secundarlo, cuando la mexicana me salió al paso con la tarjeta de su hotel y una noticia de órdago:
—Mándame el cede de tu amiga y veré lo que puedo hacer. Me caes bien, periodista. ¿Harás una nota de prensa sobre el festival?
—Seguro —mentí.
La tal Cora se me quedó mirando escéptica, como si no terminara de creer que yo desempeñara ese oficio. Luego concluyó:
—Debes de quererla mucho para proponerme algo así.
A petición de BadGuy, apuramos la velada de Jim hasta sus últimos estertores. Hacia medianoche, los invitados se fueron despidiendo apresuradamente de Jim. Algunos ya se habían inscrito para el siguiente domingo.
—Quedémonos una horita más —me pidió mi acompañante—. Hoy hay
quiz
y el ganador se llevará un lote de vinilos de Jefferson Airplane.
—No los conozco.
—Son de la época de Jim. Si ganamos nosotros, siempre podremos venderlos a algún coleccionista.
El
quiz
musical era una especie de Trivial casero, con tarjetas escritas por algunos de los miles de comensales que habían pasado por aquella casa. En una cara había la pregunta, y en la otra, la respuesta correcta. No se daban opciones: o el participante sabía la respuesta o perdía el turno.
De buen principio se comprobó que las preguntas eran ciertamente peregrinas. Entre los diez concursantes que se reunían alrededor de la mesa —la mexicana ya se había marchado—, le tocó iniciar el juego a una jovencita norteamericana que estaba de paso por París.
Jim se calzó sus gafas de pasta para leer la primera pregunta, que tenía un largo enunciado:
—«En 1999, la canadiense Leslie Feist, integrante de Social Broken Scene, lanzó su primer álbum de debut en solitario,
Monarch,
que sería descatalogado posteriormente por la propia artista. En aquella época, ella tocaba una guitarra JK Ledo de los años setenta de color beige claro que fue robada por un fan en un concierto en Kalamazoo, Michigan, en 2000. ¿Qué nombre había puesto Feist a esa guitarra?»
Se hizo un silencio sepulcral. Si aquél era el grado de complicación de las preguntas, el
quiz
podía alargarse hasta la madrugada sin que nadie hubiera logrado un solo punto.
—No tengo ni puta idea —contestó finalmente la norteamericana.
El resto de los concursantes rieron, pero nadie fue capaz de responder a la pregunta cuando Jim les fue cediendo el turno.
Al verificar que había fracasado toda la mesa, el anfitrión giró la tarjeta con un suspiro para leer la respuesta:
—«Diente de fumador.»
—¿Cómo? —preguntó la que había iniciado la ronda.
—La guitarra se llamaba «Diente de fumador» —explicó Jim, cansino—. Supongo que por el color beige gastado. Vamos a por la siguiente pregunta, amigos. Empezamos por Didier.
Mientras el anfitrión sacaba con los ojos cerrados otra tarjeta de la caja, BadGuy se alisaba la coleta nerviosamente, como si con ello despejara el camino a las neuronas. Jim leyó:
—«El año 2001, los californianos Jenny Lewis y Blake Sennett, que habían sido niños actores, grabaron su primer disco,
Take-Offs and Landings,
con su banda Rilo Kiley. ¿De dónde surgió este nombre?
—Paso —dijo BadGuy, malhumorado—. Cuando acabe el juego de hoy, hemos de escribir preguntas nuevas. Cosas que la gente pueda saber. ¡Es imposible que nadie responda a eso!
Los siguientes tres participantes, entre los que yo estaba, nos abstuvimos. Sin embargo, un francés cuarentón con barbita de chivo levantó la mano para indicar que iba a dar una respuesta.
—Según Blake, es el nombre con el que se presentó en un sueño un jugador de rugby australiano del siglo XIX. Le dijo que se llamaba Rilo Kiley y le pronosticó la fecha de la muerte de Jenny, la cantante.
Aquel alarde de erudición musical hizo enmudecer a los participantes del
quiz.
Antes de que el francés recibiera el primer punto en forma de una ficha de casino, BadGuy saltó:
—¿Cómo puedes saber eso, tío?
—Es mi banda favorita —se explicó—. Además, da la casualidad de que esa tarjeta la escribí yo.
El lunes me desperté con una extraña sensación. Mientras la luz de finales de diciembre se posaba sobre las sábanas, tuve la certeza de que me había convertido en otra persona. No sabía en quién, pero, sin duda, era alguien diferente del que había llegado a París huyendo del fracaso amoroso.
Vi en un viejo despertador que eran las diez y cuarto. Acto seguido recordé lo que había dicho Mary en su mensaje: a las doce del mediodía se abriría en algún lugar del Jardín des Plantes una entrada al jardín secreto.
Amodorrado entre las sábanas, me debatía entre ir allí para curiosear o librarme nuevamente al sueño. Había regresado a casa a las cuatro de la madrugada; el metro ya estaba cerrado al terminar el
quiz,
lo que conllevó patearme un par de distritos a bajo cero. Ya me había inclinado por la segunda opción cuando el timbre de la calle me obligó a saltar de la cama.
Me sobresalté al escuchar al otro lado mi nombre pronunciado a la francesa. Era un mensajero.
Minutos más tarde tenía en mis manos un sobre que contenía una tarjeta de crédito nueva, mil euros en billetes de cien y una nota donde ponía que en la embajada española de París tendrían un pasaporte provisional para mí en el plazo de veinticuatro horas.
Espoleado por la eficiencia de la jefa de proyectos de IMAGO/27, me dije que no podía quedarme en la cama tras haber recuperado mi autonomía financiera y legal. Sin embargo, dado que me sentía otro, no utilizaría aquel dinero para taxis, hoteles y restaurantes. No quería volver a la vida de antes.
Tras llenar los cuencos de
Michelle
y limpiar la arena de su cajón, tomé una ducha rápida. Luego me vestí para tomar el metro hasta Jussieu, la estación más cercana al Jardín des Plantes.
Al emerger a la calle se me empezó a helar el cogote, así que me puse un gorro de lana roja que había encontrado en la habitación de Eva. La supuesta entrada al jardín secreto se hallaba en el distrito 5
o
de París, entre monumentos como la iglesia de Odeón y la misma Torre Eiffel.
El Jardin des Plantes debía de ser muy bonito en meses más cálidos, pero aquella mañana me pareció un lugar desolado. Tras caminar entre parterres helados y explanadas barridas por el viento, llegué a las galerías de botánica y geología, custodiadas por dos estatuas de nombre intrigante; El amor prisionero y Venus genitrix.
En mi exploración sin rumbo —no tenía la menor idea de dónde podía estar aquella «entrada en la maleza» de la que había hablado Mary—, caminé por un melancólico paseo flanqueado de plátanos. Las ramas aún retenían parte de la última nevada.
Llegué hasta un solitario invernadero, el Jardin d'hiver, protegido por una armadura metálica de estilo art déco blanqueada por la escarcha. De aquel lugar emanaba un lúgubre romanticismo, así que me decidí a entrar.
No me había cruzado con ningún visitante hasta el momento, y tampoco vi a nadie mientras paseaba entre una tupida exhibición de palmeras, bananeras y plantas trepadoras. Y, sin embargo, tenía la sensación de que alguien me estaba vigilando. Esta impresión se confirmó cuando de repente empezó a sonar una canción. Por los agudos supe que no era un hilo musical del invernadero. Parecía más bien que alguien hubiera ocultado un pequeño altavoz entre la maleza. ¿Sería aquélla la entrada de la que había hablado Mary?
Mientras avanzaba despacio hacia la melodía, cantada por una voz que me pareció la de Henri Salvador, presté atención a la letra.
Dans mon jardin d'hiver…
Tes mains qui courent,
je n'en peux plus de t'attendre
Les années passent,
qu'il est loin l'âge tendre
Nul ne peut nous entendre
[4]
.
Cuando casi había llegado a la fuente del sonido, la canción se interrumpió de repente. Sin duda mi acercamiento había sido detectado, pero… ¿por quién?
Me quedé pasmado delante de un ficus. Mientras buscaba con la mirada alguna pista entre la maleza, deseé que quien la había hecho sonar —la Mary del jardín— llegara por detrás y me cubriera los ojos con sus manos frías.
Pero nadie vino, ni encontré nada que se pudiera entender como un acceso al jardín secreto.
Decepcionado, salí del invernadero tan solo como había entrado. Aunque quizás un poco menos, ya que en mi melancólico camino hacia la salida del jardín me acompañaba la canción de Henri Salvador.
Tras mi visita al jardín de los desplantes no tenía ganas de encerrarme otra vez en casa, así que me acerqué a Le Marais para visitar a BadGuy. La noche anterior me había dicho que estaría todo el día mezclando un disco de jazz, así que supuse que no le importaría que me dejara caer por ahí.
Antes de llegar a la Rue Aubriot, donde estaba el estudio, compré una pizza grande en un libanés suponiendo que mi único amigo en París —en la ausencia de Eva— tendría el estómago vacío.
Estuve llamando cinco minutos largos sin respuesta. Ya estaba a punto de dar media vuelta cuando el productor salió, ojeroso, de su guarida y se disculpó:
—Llevaba puestos los cascos. ¿Qué quieres?
—Traigo esta pizza —dije acercándole la caja caliente para que la oliera—. Y quiero hablar contigo sobre Eva. Tengo novedades.
—¿Qué novedades? —preguntó intrigado mientras me invitaba a pasar.
—Está por confirmar, pero podría ser que consiguiera un bolo para Eva en la sala Olympia.
Al oír esto, a BadGuy se le redondearon los ojos brillantes por el canabis. Luego expulsó una risa seca antes de responder:
—No me vengas con gilipolleces. ¿Eva Winter en el Olympia? Creo que no sabes de qué sala estás hablando.
—Lo sé perfectamente, porque conozco a quien organiza ese festival —declaré tendiéndole
el flyer
—. Hoy voy a mandarle el disco. ¿Te queda alguno por ahí?
—¡Más de los que querría! Pilla los que quieras del almacén, pero dime una cosa: ¿qué hay de la pasta?
—¿De qué pasta hablas?
—De la del Olympia, obviamente —dijo, reivindicando su papel de mánager—. No van a subir ahí a mi niña para que se vaya luego con las manos vacías.
—No sé qué decirte, Didier —le expliqué—. La promotora no ha hablado de dinero. De momento ya será mucho si incluyen a Eva en el programa. Por su bien, creo que deberíamos pensar en algo para que no haga un ridículo estrepitoso. Lo del Olympia puede ser un trampolín o una tumba.
BadGuy se quedó reflexivo mientras yo abría la caja de la pizza sobre la duplicadora de cedes. Se notaba que le contrariaba no sacar tajada de una actuación en aquella catedral, más allá de lo que pudiera hacer su representada en el escenario. Para reconducir los ánimos, añadí:
—Si los del festival no pagan, puedo compensarte económicamente. Estoy en deuda con Eva y no quiero que se pierda esta oportunidad.