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Authors: Marc Levy

Ojalá fuera cierto (10 page)

BOOK: Ojalá fuera cierto
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Pero aunque sus lecturas lo ilustraban sobre la condición de Lauren, ninguna lo acercaba a una solución del problema que se le planteaba.

Cada vez que cerraba un libro, esperaba encontrar una idea en el siguiente. Acudía todas las mañanas a primera hora, tomaba asiento junto a montones de manuales y se concentraba en sus «deberes». A veces se levantaba para acercarse a una consola informática y enviar mensajes repletos de preguntas a eminentes profesores de medicina. Algunos le contestaban, en ocasiones intrigados por la finalidad de sus investigaciones. Después volvía a su sitio y reanudaba el curso de sus lecturas.

Hacía un descanso para comer en la cafetería, adonde se llevaba revistas que trataban de los mismos temas, y acababa sus jornadas de estudio hacia las diez, la hora de cierre de la biblioteca.

Por la noche se encontraba con Lauren y, mientras cenaban, la ponía al corriente de sus investigaciones del día. Entonces se enzarzaban en auténticas discusiones, en las que ella acababa olvidando que Arthur no era estudiante de medicina. La confundía por la rapidez con la que había memorizado la terminología médica, A menudo se sucedían argumentos y réplicas hasta la madrugada y hasta el agotamiento. Por la mañana temprano, mientras desayunaba, Arthur le exponía el camino que seguiría durante su jornada de trabajo. Se negaba a que lo acompañara, alegando que su presencia le impediría concentrarse. Aunque Arthur no se desanimaba nunca delante de ella, y aunque sus palabras estaban siempre llenas de optimismo, cada silencio les hacía tomar conciencia de que no llegaban a ninguna parte.

El viernes que ponía fin a su tercera semana de estudio, se marchó de la biblioteca más pronto. En el coche puso al máximo el volumen de la radio mientras sonaba un tema de Barry White. Una sonrisa se dibujó en sus labios; giró bruscamente en California Street y se detuvo para hacer unas compras. No había descubierto nada de particular, pero de pronto le entraron ganas de preparar una cena especial. Estaba decidido a poner la mesa sin descuidar ni un solo detalle, a iluminarla con velas y a inundar el apartamento de música. Invitaría a Lauren a bailar y proscribiría toda conversación médica. Mientras una espléndida luz crepuscular iluminaba la bahía, aparcó ante la puerta de la pequeña casa victoriana de Green Street. Subió la escalera acompasadamente, hizo algunas acrobacias para introducir la llave en la cerradura y entró cargado de paquetes. Empujó la puerta con un pie y dejó todas las bolsas sobre el mostrador de la cocina.

Lauren estaba sentada en el alféizar de la ventana, contemplando la vista, y ni siquiera se volvió.

Arthur la llamó en un tono más bien irónico, pero era evidente que estaba de mal humor y desapareció de golpe. Desde el dormitorio, Arthur la oyó mascullar:

—¡Y ni siquiera puedo dar un portazo!

—¿Tienes algún problema? —preguntó.

—¡Déjame en paz!

Arthur se quitó el abrigo y se dirigió apresuradamente hacia ella. Cuando abrió la puerta, la vio de pie, pegada al cristal, con la cabeza entre las manos.

—¿Estás llorando?

—No tengo lágrimas, ¿cómo quieres que llore?

—¡Estás llorando! ¿Qué pasa?

—Nada, no pasa nada de nada.

Él buscó su mirada, pero ella le dijo que la dejara. Fue acercándose poco a poco, la rodeó con los brazos y la obligó a volverse para verle la cara.

Lauren agachó la cabeza. Él se la levantó, empujándole la barbilla con la punta de un dedo.

—¿Qué ocurre?

—Van a ponerle fin a esto.

—¿Quién va a ponerle fin a qué?

—Esta mañana he ido al hospital. Mamá estaba allí y la han convencido para que los autorice a practicar la eutanasia.

—¿De qué estás hablando? ¿Quién ha convencido a quién de hacer qué?

La madre de Lauren había ido, como todas las mañanas, al Memorial Hospital. En la habitación la esperaban tres médicos. Cuando entró, uno de los doctores, una mujer madura, se dirigió hacia ella y le preguntó si podían hablar en privado. La psicóloga delegada tomó a la señora Kline del brazo y la invitó a sentarse.

Comenzó entonces un largo discurso en el que fueron expuestos todos los argumentos para convencerla de que aceptara lo imposible. Lauren no era más que un cuerpo sin alma que su familia mantenía con un coste exorbitante para la sociedad. Resultaba más fácil mantener artificialmente con vida a un ser querido que aceptar su muerte, pero ¿a qué precio? Había que admitir lo inadmisible y decidirse por esta segunda opción sin sentirse culpable. Se había intentado todo. No era en absoluto un signo de cobardía. Era preciso tener el valor de admitirlo. El doctor Clomb insistía en la dependencia que ella mantenía en relación con el cuerpo de su hija.

La señora Kline se desasió violentamente y meneó la cabeza para expresar una negativa tajante. Ni podía ni quería hacer eso. Pero los argumentos de la psicóloga, de probada eficacia, erosionaban de minuto en minuto la emoción en beneficio de una decisión razonable y humana, demostrando con una retórica sutil que la negativa sería injusta y cruel tanto para ella como para los suyos, egoísta, nociva. La duda acabó por instalarse. Con gran delicadeza y serenidad, se pronunciaron argumentos más poderosos aún, palabras más sutiles, más culpabilizadoras. El sitio que ocupaba su hija en el servicio de reanimación impedía que otro paciente sobreviviera, que otra familia tuviese esperanzas fundadas. Una culpabilidad era sustituida por otra, y la duda iba ganando terreno. Lauren asistía a aquel espectáculo aterrorizada, veía cómo poco a poco decaía la determinación de su madre. Tras cuatro horas de conversación, la resistencia de la señora Kline se resquebrajó; admitió entre lágrimas que lo que decía el cuerpo médico era razonable. Aceptaba tomar en consideración que se le practicara la eutanasia a su hija. La única condición que ponía, lo único que pedía era que esperasen cuatro días, «para estar segura». Era jueves, de modo que no se debía hacer nada antes del lunes. Necesitaba prepararse y preparar a sus familiares. Los médicos asintieron compasivos, expresando su total comprensión y disimulando su profunda complacencia por haber encontrado en una madre la solución a un problema que toda su ciencia no podía resolver: ¿qué hacer con un ser humano que no está ni muerto ni vivo?

Hipócrates no había pensado que la medicina engendraría un día ese tipo de dramas. Los médicos salieron de la habitación, dejándola sola con su hija. Ella le asió una mano, apoyó la cabeza en su vientre y, llorando, le pidió perdón.

—No puedo más, cariño. Quisiera estar en tu puesto.

Lauren la contemplaba desde el otro extremo de la estancia con una mezcla de miedo, tristeza y horror. Se acercó a su vez a su madre y le rodeó los hombros con los brazos, pero ella no notó nada. En el ascensor, el doctor Clomb, dirigiéndose a sus colegas, se felicitó.

—¿No temes que cambie de opinión? —preguntó Fernstein.

—No, no lo creo. Además, si es necesario volveremos a hablar con ella.

Lauren se apartó de su madre y de su propio cuerpo. Decir que vagó como un fantasma no es un pleonasmo. Regresó directamente al alféizar de la ventana, decidida a impregnarse de todas las luces, de todas las vistas, de todos los olores y estremecimientos de la ciudad. Arthur la rodeó con los brazos, envolviéndola en toda su ternura.

—Hasta cuando lloras estás guapa. Vamos, sécate las lágrimas. Impediré que lo hagan.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—Concédeme unas horas para pensarlo.

Lauren regresó a la ventana.

—¿Para qué? —dijo, mirando fijamente una farola de la calle—. Quizá sea mejor así, quizá tengan razón.

¿Qué significaba eso de que quizás era mejor así? La pregunta, formulada en un tono agresivo, no obtuvo respuesta.

Lauren, tan fuerte habitualmente, estaba resignada. Para ser honrada consigo misma, sólo tenía media vida, estaba destrozando la de su madre y, según ella, «nadie la esperaba a la salida del túnel».

—Suponiendo que haya un despertar…, y no hay nada menos seguro que eso.

—Pero ¿tú crees por un solo instante que tu madre se sentirá aliviada si mueres para siempre…?

—Eres encantador—dijo ella, interrumpiéndolo.

—¿Qué he dicho?

—No, nada. Es lo de «morir para siempre» lo que me parece encantador, sobre todo en la situación actual.

—¿Crees que llenará el vacío que vas a dejar? ¿Crees que lo mejor para ella es que tú renuncies? ¿Y yo?

Lauren le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Qué pasa contigo?

—Yo estaré esperándote cuando despiertes; puede que seas invisible para los demás, pero no para mí.

—¿Es una declaración? —preguntó con tono sarcástico.

—No seas pretenciosa —repuso él con sequedad.

—¿Por qué haces todo esto? —replicó ella, a punto de perder los estribos.

—¿Por qué te pones provocadora y agresiva?

—¿Por qué estás aquí, dando vueltas a mi alrededor, luchando por mí? ¿Qué es lo que no carbura en tu cabeza? ¿Cuál es tu motivación? —gritó Lauren.

—¡Eres cruel!

—¡Pues contesta! ¡Contesta honradamente!

—Siéntate a mi lado y cálmate. Voy a contarte una historia real y lo entenderás. Un día hubo una cena en casa, cerca de Carmel. Yo tendría como mucho siete años…

Arthur le contó un episodio narrado por un viejo amigo de sus padres durante una cena a la que éstos le habían invitado. El doctor Miller era un gran cirujano oftalmólogo. Aquella noche estaba raro, como confuso o intimidado, cosa nada propia de él, y la madre de Arthur, preocupada, le preguntó qué le ocurría. Entonces él contó la historia siguiente. Quince días antes había operado a una niña, ciega de nacimiento. La niña no sabía cuál era su aspecto, no comprendía lo que era el cielo, no conocía los colores y ni siquiera sabía cómo era el rostro de su propia madre. El mundo exterior le era desconocido; ninguna imagen había impregnado jamás su cerebro. Durante toda su vida había palpado formas y contornos, pero sin poder asociar alguna imagen a lo que le contaban sus manos.

Hasta que un día, jugándose el todo por el todo, Coco —todos lo conocían por este apodo— le practicó una operación «imposible». La mañana que precedía a la cena en casa de los padres de Arthur, solo en la habitación con la niña, le había quitado a ésta los vendajes.

—Empezarás a ver algo antes de que haya terminado de quitarte las vendas. ¡Prepárate!

—¿Qué veré? —preguntó ella.

—Ya te lo he explicado, verás luz.

—Pero ¿qué es la luz?

—Vida. Espera un momento…

Y, tal como le había prometido, unos segundos después la luz del día entró en sus ojos. Fluyó a través de las pupilas, más rápida que las aguas de un río liberado de una presa que acabara de ceder, cruzó a toda velocidad los dos cristalinos y depositó en el fondo de cada ojo los miles de millones de datos que transportaba. Las células de sus dos retinas, estimuladas por primera vez desde el nacimiento de la criatura, provocaron una reacción química de una complejidad maravillosa para codificar las imágenes que se grababan en ellas. Los códigos fueron transmitidos instantáneamente a los dos nervios ópticos, que despertaban de un largo sueño y se apresuraban a encaminar aquel elevado caudal de datos hacia el cerebro. En unas milésimas de segundo, este último descodificó todos los datos recibidos y los transformó en imágenes animadas, dejando a la conciencia la tarea de asociarlas e interpretarlas. El procesador gráfico más antiguo, complejo y diminuto del mundo acababa de ser súbitamente unido a una óptica y se ponía en acción.

La niña, tan impaciente como asustada, asió la mano de Coco y le dijo:

—Espera, tengo miedo.

Él hizo una pausa, la tomó entre sus brazos y volvió a contarle lo que sucedería cuando acabara de quitarle las vendas. Recibiría cientos de datos nuevos que tendría que absorber, comprender y comparar con todo lo que su imaginación había creado. A continuación, Coco siguió desenrollando las vendas.

Al abrir los ojos, lo primero que la niña miró fueron sus manos; las movió como si fueran marionetas. Después inclinó la cabeza, sonrió, se echó a reír y a llorar a un tiempo sin poder apartar la mirada de los diez dedos, como para escapar a todo lo que la rodeaba y se tornaba real, probablemente porque estaba aterrorizada. Luego posó la mirada sobre su muñeca, esa forma de trapo que la había acompañado en sus noches y sus días absolutamente negros.

Su madre entró por el otro extremo de la habitación sin decir palabra. La niña levantó la cabeza y la miró fijamente durante unos segundos. ¡No la había visto nunca! Sin embargo, cuando aquella mujer todavía se encontraba a unos metros de ella, la expresión de la niña cambió. En una fracción de segundo, aquel rostro volvió a ser el de una niña muy pequeña que abrió los brazos y, sin vacilación alguna, llamó mamá a aquella «desconocida».

—Cuando Coco hubo terminado de contar esta historia, comprendí que desde entonces poseía una fuerza inmensa en su vida, podía decir que había hecho algo importante. Piensa simplemente que lo que hago por ti es en memoria de Coco Miller. Y ahora, si te has tranquilizado, debes dejarme pensar.

Lauren se limitó a murmurar algo en voz inaudible. Arthur se sentó en el sofá y se puso a mordisquear un lápiz que había tomado de la mesa de centro. Permaneció así largos minutos; luego se levantó de un salto, fue a sentarse a la mesa de trabajo y empezó a escribir en una hoja de papel. Necesitó casi una hora, durante la cual Lauren lo miraba como el gato que escruta atentamente una mariposa o una mosca. Inclinaba la cabeza con expresión intrigada cada vez que él se ponía a escribir o se detenía, mordisqueando de nuevo el lápiz. Cuando hubo acabado, se dirigió a ella muy serio.

—¿Qué tratamientos aplican a tu cuerpo en el hospital?

—¿Quieres decir además de asearlo?

—Me refiero sobre todo a los cuidados médicos.

Lauren le explicó que la alimentaban mediante perfusión, puesto que no había otro modo posible. Inyectaban tres veces a la semana unos antibióticos por razones preventivas. Describió los masajes que le practicaban en las caderas, los codos, las rodillas y los hombros para que no se le formaran escaras. Los demás cuidados consistían en controlar sus constantes vitales y su temperatura. No estaba conectada a un respirador artificial.

—Soy autónoma, ése es el problema para ellos; si no lo fuera, no tendrían más que desenchufar. Eso es más o menos todo.

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