Authors: Dan Simmons
—Es sorprendente lo difícil que es encontrar en los archivos coordenadas precisas para este pueblecito. Es casi como si algún... poder... hubiera eliminado todas las referencias, coordenadas GPS, señales de carretera, historias. Es como si alguna... fuerza... no quisiera que encontrásemos Stratford-on-Avon.
Moira lo miró con sus claros ojos azul grisáceos.
—¿Y querría algún poder, o alguna fuerza que tú no encontraras lo que estás buscando, Mahnmut?
Él volvió a encogerse de hombros.
—Sólo sería una suposición, pero yo diría que a este poder o esta fuerza hipotética no le importaría que los seres humanos anden sueltos y felices y multiplicándose de nuevo por el planeta, pero se lo piensan mejor a la hora de que algunos genios vuelvan.
Moira no dijo nada.
—Ven —dijo Mahnmut, llevándola hasta una mesa cercana con el entusiasmo de un niño—, mira esto. Uno de los voluntarios lo encontró ayer en el sitio tres-cero-nueve.
Alzó una losa rota de piedra. Había extrañas marcas en su superficie.
—No puedo distinguirlo —dijo Moira.
—Nosotros tampoco pudimos, al principio —respondió Mahnmut—.
El doctor Hockenberry tuvo que ayudarnos para saber qué estábamos mirando. ¿Ves cómo esto forma IUM y aquí debajo se ve US y AER y aquí ET?
—Si tú lo dices...
—Eso pone. Ahora lo sabemos. Es parte de una inscripción de un busto, un busto de
él
. Según nuestros datos, una vez decía: «
JUDICO PYLIUM, GENIO SCORATUM, ARTE MANOREM: TERRA TEGIT, POPULUS MAERET, OLYMPUS HABET.»
—Me temo que tengo mi latín un poco oxidado —dijo Moira.
—Igual que muchos de nosotros —contestó Mahnmut—. Dice. «
LA TIERRA CUBRE A UNO QUE ES NÉSTOR EN JUICIO; EL PUEBLO LLORA A UN SÓCRATES EN GENIO; EL OLIMPO TIENE A UN VIRGILIO EN ARTE.»
—Olimpo —repitió Moira, como si hablara sola.
—Era parte de una inscripción que había bajo un busto que la gente del pueblo hizo, y lo grabaron en piedra en la cancillería de la Trinity Church después de que lo enterraran allí. El resto de la inscripción está en inglés.
¿Quieres oírla, Moira?
—Por supuesto.
—«QUÉDATE, VIAJERO, ¿POR QUÉ VAS TAN RÁPIDO?
LEE SI PUEDES, A QUIEN LA ENVIDIOSA MUERTE HA ROBADO,
EN ESTE MONUMENTO A SHAKESPEARE, CON QUIEN
VELOZ LA NATURALEZA HIZO: CUYO NOMBRE MARCA SU TUMBA,
MUCHO MÁS CUESTA: DE TODO HA ESCRITO,
DEJA ARTE VIVO Y PÁGINAS, PARA SERVIR A SU INGENIO.»
—Muy bonito —dijo Moira—. Y muy a mano para tu búsqueda, imagino.
Mahnmut ignoró el sarcasmo.
—Está fechado el día en que murió, el veintitrés de abril de 1616.
—Pero aún no habéis encontrado la tumba.
—Todavía no —admitió Mahnmut.
—¿No había también una lápida o una inscripción? —preguntó ella, inocentemente.
Mahnmut estudió su rostro durante un instante.
—Sí —dijo por fin—. Algo referente a sus huesos.
—¿No decía algo así como... oh... «Apartaos, moravecs. Marchaos a casa»?
—No precisamente—dijo Mahnmut—. Se supone que en la losa está escrito:
«BUEN AMIGO, POR JESÚS, ABSTENTE DE CAVAR EL POLVO AQUÍ ENCERRADO. BENDITO EL HOMBRE QUE RESPETE ESTAS PIEDRAS Y MALDITO EL QUE REMUEVA MIS HUESOS.»
—¿No te preocupa un poco esa maldición? —preguntó Moira.
—No. Me confundes con Orphu de Io. Él es el que vio todos esas películas planas de terror de la Universal del siglo XX... ya sabes,
La maldición de la momia
y cosas así.
—De todas formas...
—¿Vas a impedirnos encontrarlo, Moira? —preguntó Mahnmut.
—Mi querido Mahnmut, debes saber ya que no queremos inmiscuirnos en vuestros asuntos, ni en los de los antiguos, ni en los de nuestros nuevos invitados de Grecia y Asia... en los de ninguno de vosotros. ¿Lo hemos hecho hasta ahora?
Mahnmut no dijo nada. Moira le toca el hombro.
—Pero con este... proyecto. ¿No sientes a veces como si estuvieras jugando a Dios? ¿Un poquito?
—¿Has visto al doctor Hockenberry? —preguntó Mahnmut.
—Por supuesto. Hablé con él la semana pasada misma.
—Qué extraño, no lo mencionó. Thomas viene como voluntario a cavar al menos un día o dos por semana. No, pero lo que quería decir era que los posthumanos y los dioses del Olimpo desde luego «jugaron a ser Dios» cuando recrearon el cuerpo y la personalidad y los recuerdos del doctor Hockenberry a partir de pedazos de hueso, viejos archivos de datos y ADN. Pero salió bien. Es una buena persona.
—Eso parece —dijo Moira—. Y tengo entendido que está escribiendo un libro.
—Sí —respondió Mahnmut. El moravec parecía haber perdido el hilo.
—Bueno, pues buena suerte de nuevo —dijo Moira, tendiéndole la mano—. Y dale mis saludos al Integrante Primero Asteague/che cuando lo veas. Dile que disfruté del té que tomamos en el Taj. —Estrechó la mano del pequeño moravec y se encaminó hacia la línea de árboles del norte.
—Moira —llamó Mahnmut. Ella se detuvo y se volvió.
—¿Has dicho que asistirás a la obra esta noche?
—Sí, creo que lo haré.
—¿Te veremos allí?
—No estoy segura —dijo la joven—. Pero yo sí que os veré allí. Continuó caminando hacia el bosque.
Siete años y cinco meses después de la Caída de Ilión:
Me llamo Thomas Hockenberry, catedrático, Hockenbush para mis amigos. No tengo amigos vivos que me llamen así. O más bien, los amigos que una vez pudieron llamarme así (Hockenbush, un apodo de mis días de estudiante en el Wabash College) hace tiempo que se han convertido en polvo en este mundo donde tantas cosas se han convertido en polvo.
Viví cincuenta y tantos años en esa primera y buena Tierra, y me han concedido algo más de doce ricos años en esta segunda vida: en Ilión, en el Olimpo, en un lugar llamado Marte aunque no supe que era Marte hasta mis últimos días allí, y ahora otra vez aquí. En casa. En la dulce Tierra de nuevo.
Tengo mucho que contar. Lo malo es que he perdido todas las grabaciones que hice durante los últimos doce años como escólico y como erudito: las piedras de voz que entregué a mi Musa con las observaciones diarias de la guerra de Troya, mis propias notas, incluso el grabador moravec que usé para describir los últimos días de Zeus y el Olimpo. Lo he perdido todo.
No importa. Lo recuerdo todo. Cada rostro. Cada hombre y mujer. Cada nombre.
Los entendidos dicen que una de las cosas maravillosas de la
Ilíada
de Homero es que ningún hombre muere en ella sin ser nombrado en la narración. Todos cayeron pesadamente, esos héroes, esos héroes brutales, y cuando cayeron lo hicieron, como dijo otro estudioso (estoy parafraseando), cayeron pesadamente, con el estrépito de todas sus armas y sus armaduras y sus posesiones y su ganado y sus esposas y sus esclavos que cayeron con ellos. Y sus nombres. Ningún hombre murió sin nombre o sin peso en la
Ilíada
de Homero.
Si intentara contar mi historia, intentaría hacer lo mismo. Pero ¿por donde empezar?
Si he de ser el corifeo de esta historia (voluntario o no) entonces puedo empezar por donde quiera. Decido empezar aquí, contando dónde vivo.
Disfruté de los meses con Helena en Nueva Ilión mientras se reconstruía la ciudad. Los griegos colaboraron en la reconstrucción después del acuerdo con Héctor de que los troyanos a cambio, los ayudarían a construir sus largas naves, cuando las murallas de la ciudad estuvieran levantadas de nuevo. Cuando la ciudad volviera a vivir.
Nunca murió. Verán, Ilión (Troya) era su gente: Héctor, Helena, Andrómaca, Príamo, Casandra, Deífobo, Paris... demonios, incluso esa bruja de Hipsipila. Algunas de esas personas murieron, otras sobrevivieron. La ciudad vivió mientras ellos lo hicieron. Virgilio lo comprendió.
Así que no puedo ser Homero para ustedes y no puedo ser Virgilio contando el relato desde el momento de la caída de Troya... no ha pasado suficiente tiempo para que esa parte sea una gran historia, aunque he oído decir que podría estar cambiando. Estaré observando y escuchando mientras viva.
Pero ahora vivo aquí. En Ciudad Ardis.
No Ardis. Una gran casa ha vuelto a construirse en el amplio prado, colina arriba, a dos kilómetros del viejo faxpabellón, una casa grande muy cerca de donde antaño se alzara Ardis Hall, y Ada vive allí aún con su familia, pero este lugar es Ciudad Ardis, ya no es Ardis.
Hay poco más de veintiocho mil personas aquí, ahora, según el último censo realizado hace cinco meses. Hay una comunidad en la colina, repartida alrededor del nuevo hogar de Ada en Ardis, pero la mayor parte de la ciudad está aquí abajo, a ambos lados de la nueva carretera que llega desde el faxpabellón siguiendo el río. Aquí están los molinos, el mercado y los olorosos edificios de los curtidores, y la imprenta y la fábrica de papel, y demasiados bares y casas de putas, y dos sinagogas, y una iglesia que podría ser descrita como la Primera Iglesia del Caos, y algunos buenos restaurantes, y los establos (que huelen tan mal como la curtiduría) y una biblioteca (ayudé a construirla) y una escuela, aunque la mayoría de los niños siguen viviendo en Ardis House o cerca de ella. La mayoría de nuestros estudiantes en Ciudad Ardis son adultos que aprenden a leer y escribir.
La mitad de nuestros residentes son griegos y la mitad son judíos. Tienden a llevarse bien. La mayoría de los días.
Los judíos tienen la ventaja de ser plenamente funcionales; es decir, pueden librefaxear donde demonios quieran ir cada vez que les salga de las narices hacerlo (yo también puedo hacerlo: no faxear, yo TCeo. Está en mis células y ADN, ¿saben?, escrito allí por quienquiera o Quienquiera que me diseñara. Pero ya no me TCeo mucho. Me gustan formas de transporte más lentas).
Ayudo a Mahnmut con su proyecto de Encontrar a Will al menos una vez por semana si puedo. Ya han oído hablar de eso. No creo que encuentre jamás a Will, y sospecho que él cree lo mismo. Se ha convertido en una especie de hobby para él y Orphu de Io y yo lo ayudamos con el mismo espíritu de «qué demonios». Ninguno de nosotros —ni siquiera Mahnmut, me parece—, cree que Próspero, Moira, Ariel, cualquiera de los Poderes Que Son... incluso ese Silente del que tanto oímos hablar, vayan a permitir a nuestro pequeño moravec encontrar y recombinar los huesos y el ADN de William Shakespeare. No le reprocho a los Poderes Que Son que se sientan amenazados.
Oh, la obra va a representarse en Ardis esta noche. Ya se han enterado ustedes también de eso. Muchos de nosotros en Ciudad Ardis vamos a subir a verla, aunque confieso que la colina es empinada, la carretera y las escaleras están llenas de polvo y puede que pague cinco centavos por subir en uno de los carruajes de vapor que dirige la compañía de Hannah. Ojalá las malditas máquinas no fueran tan ruidosas.
Hablando de encontrar y no encontrar a alguien, creo que no les he contado cómo encontré a mi viejo amigo Keith Nightenhelser.
La última vez que vi a mi amigo estaba con una tribu de indios prehistóricos en los bosques de lo que un día sería Indiana... digamos dentro de tres mil años más. Era un lugar infernal para él y me sentí culpable porque yo lo había llevado allí. La idea era mantenerlo a salvo durante la guerra entre héroes y dioses, pero cuando regresé a buscarlo los indios habían desaparecido y él también.
Y Patroclo (un Patroclo muy cabreado) andaba por alguna parte por allí también, y sospeché que Nightenhelser no había sobrevivido.
Pero librefraxeé a Delfos hace tres meses y medio cuando Trasimedes, Héctor y su puñado de aventureros interfirieron el rayo azul de Delfos y zas, a las ocho horas de ver gente salir aturdida de aquel pequeño edificio (me recordó el viejo número circense en el que llega un cochecito muy pequeño y salen de él cincuenta payasos), allí que aparece mi amigo Nightenhelser (siempre nos llamamos el uno al otro por el apellido).
Nightenhelser y yo compramos este sitio donde estoy ahora sentado escribiendo. Somos colegas (por favor, adviertan: somos colegas de negocios, y buenos amigos, pero no colegas tal como se usó extrañamente esa palabra en el siglo XXI para referirse a dos hombres. Quiero decir, no pasé de Helena de Troya a Nightenhelser de Ciudad Ardis. Tengo problemas, pero no en esa zona concreta).
Me pregunto qué pensaría Helena de nuestra taberna. Se llama Dombey & Sons (el nombre fue sugerencia de Nightenhelser, demasiado tonto para mi gusto) y tiene bastante éxito. Está limpia en comparación con los otros locales que hay repartidos por la orilla del río como trozos de uralita colgando de un techo viejo. Nuestras camareras son camareras y no putas (al menos no aquí o no cuando estamos nosotros o en nuestra taberna). La cerveza es la mejor que podemos comprar: Hannah, que según me han dicho es la primera millonaria de Ardis de la nueva era, posee otra compañía que fabrica la cerveza. Evidentemente la fermentación fue algo que aprendió cuando estudiaba escultura y vertido de metales. No me pregunten por qué.
¿Ven por qué vacilo al contar esta historia épica? No puedo contar las cosas sin desviarme. Tiendo a la digresión.
Tal vez traiga aquí a Helena algún día y le pregunte qué le parece el lugar.
Pero corre el rumor de que Helena se ha cortado el pelo, se ha vestido de chico, y ha zarpado a la aventura de Delfos con Héctor y Trasimedes; ambos la siguen como cachorrillos detrás de un hueso (éste es otro motivo por el que vacilo a la hora de contar esta historia épica: nunca fui gran cosa con metáforas y símiles. Como dijo una vez Nightenhelser, me lastran los tropos. No importa).
Rumores, demonios. Sé que Helena está con la expedición de Delfos. La vi allí. Está guapa con el pelo corto y bronceada. No es mi Helena, pero está sana y muy hermosa.
Podría contarles más cosas sobre mi taberna y sobre Ciudad Ardis: cómo es la política en su infancia (tan inútil y apestosa como un bebé, en efecto), o cómo es la gente, griegos y judíos, con funciones o sin ellas, creyentes, cínicos... pero eso no forma parte de esta historia.
Además, como descubriré más tarde esta noche, no soy el verdadero narrador. No soy el Bardo elegido. Sé que no tiene sentido para ustedes ahora, pero esperen a que lleguemos y verán qué quiero decir.
Estos últimos dieciocho años no han sido fáciles para mí, sobre todo los once primeros. Me siento tan magullado y dolorido psicológica y emocionalmente como el caparazón del viejo Orphu de Io lo está físicamente (Orphu vive casi siempre en la colina, en Ardis. Lo verán un poco más tarde también. Va a ir a ver la obra de esta noche, pero tiene una cita con los chicos cada tarde. Eso es lo que me dio la pista de que de todos mis años como estudioso y escólico no me convierten en el elegido para contar esta historia concreta cuando llegue el momento de contarla).