Authors: Dan Simmons
Pero no podía lastimar a la amazona. El hechizo de amor de Afrodita todavía lo poseía, haciendo que su amor por esa zorra se enroscara en sus entrañas, tan nauseabundo como la punta de una lanza de bronce que le atravesara las tripas. «Tu única esperanza es que las feromonas se consuman con el tiempo», le había dicho Hefesto la última noche de borrachera en la cueva, cuando habían brindado el uno por el otro y por todos los que conocían, alzando sus copas y confiando el uno en el otro de la manera en que sólo lo hacen los hermanos y los borrachos.
Cuando la amazona volvió a montar, Aquiles los guió hasta el Escamandro y lo cruzaron. Los caballos pisaron con cuidado. El agua no llegaba más arriba de las rodillas en el punto más profundo. Se volvió al sur.
—¿Adónde vamos? —exigió saber Pentesilea—. ¿Por qué dejamos este lugar? ¿Qué tienes en mente? ¿Tengo voto en esto o siempre será el poderoso Aquiles quien lo decida todo? No creas que te seguiré a ciegas, hijo de Peleo. Puede que no te siga en absoluto.
—Vamos a buscar a Patroclo —dijo Aquiles, sin volverse en la silla.
—¿Qué?
—Vamos a buscar a Patroclo.
—¿Tu amigo? ¿Ese niñito lindo amigo tuyo? Patroclo está muerto. Atenea lo mató. Tú lo viste y eso has dicho. Empezaste una guerra contra los dioses por esa causa.
—Hefesto dice que Patroclo está vivo —dijo Aquiles. Tenía la mano en el pomo de la espada, los nudillos blancos, pero no la desenvainó—. Hefesto dice que no incluyó a Patroclo en el rayo azul cuando reunió a todos los demás de la tierra, ni cuando trasladó Ilión para siempre. Patroclo está vivo en algún lugar más allá del mar y lo encontraremos. Ésa será mi misión.
—Oh, bueno, Hefesto dice —se burló la amazona—. Todo lo que Hefesto dice tiene que ser la verdad ahora, ¿no? Ese cojo de mierda jorobado no podría estar mintiéndote, ¿verdad?
Aquiles no dijo nada. Seguía la vieja carretera hacia el sur a lo largo de la costa, una carretera que había sido pisada por muchísimos caballos criados en Troya a lo largo de los siglos y camino del norte más recientemente por tantos aliados de los troyanos que él había ayudado a matar.
—Y Patroclo está vivo en algún lugar al otro lado del mar —parodió Pentesilea—. ¿Cómo en nombre del Hades vamos a cruzar el mar, hijo de Peleo? ¿Y qué mar, por cierto?
—Encontraremos un barco —dijo Aquiles, sin volverse a mirarla—. O
construiremos uno.
Alguien bufó, la amazona o su yegua. Ella obviamente lo había estado siguiendo (Aquiles sólo oía las pisadas de su caballo sobre la piedra) y alzó la voz para que pudiera escucharla.
—¿Qué somos ahora, constructores de barcos? ¿Sabes tú construir un barco, oh, Aquiles el de los pies ligeros? Lo dudo. Eres bueno matando hombres (y amazonas que son dos veces mejores que tú), no construyendo nada. Apuesto a que nunca has construido nada en tu inútil vida... ¿verdad? ¿Verdad? Esos callos que veo son de sujetar lanzas y copas de vino, no de... ¡hijo de Peleo! ¿Me estás escuchando?
Aquiles había avanzado quince metros. No miró atrás. La gran yegua blanca de Pentesilea permaneció quieta, golpeando el suelo confundida con el casco, deseando unirse al garañón.
—¡Aquiles, maldito seas! ¡No te creas que voy a seguirte! Ni siquiera sabes dónde vas, ¿verdad? ¡Admítelo!
Aquiles continuó cabalgando, los ojos fijos en la brumosa línea de montañas en el horizonte cerca del mar, muy muy lejos al sur. Le estaba entrando un terrible dolor de cabeza.
—No te vayas a creer que... ¡los dioses te maldigan! —gritó Pentesilea mientras Aquiles y su corcel seguían alejándose lentamente. Ya estaban a cien metros. El hijo bastardo de Zeus no miró atrás.
Uno de los buitres de los arbustos levantó el vuelo, trazó un círculo sobre el campo de batalla vacío, advirtiendo con su aguda mirada que no quedaban ni siquiera las cenizas de los fuegos funerarios, un sitio donde normalmente siempre se podía encontrar un bocado.
El buitre aleteó hacia el sur. Sobrevoló a mil metros de altura los dos caballos y los seres humanos (los únicos seres vivos que podía ver) y, siempre esperanzado, decidió seguirlos.
Muy por debajo, el caballo blanco y su carga humana permanecieron inmóviles, mientras el caballo negro y su hombre trotaban hacia el sur. El buitre observó, oyendo pero ignorando las desagradables voces de la humana rezagada, hasta que de repente el caballo blanco echó a correr y galopó para alcanzar al otro.
Juntos, con el caballo blanco siguiéndole los talones, los dos caballos y los dos humanos se dirigieron al sur siguiendo la curva del Egeo. Flotando tranquilo sobre las fuertes corrientes de la cálida tarde, el buitre los siguió, esperanzado.
Nueve días después de la Caída de Ilión:
El general Beh bin Adee dirigió personalmente el ataque a Cráter París, usando la nave de contacto como centro de mando mientras más de tres mil de sus mejores soldados del Cinturón desembarcaban en la ciudad-colmena de hielo azul con seis cazas moscardones.
El general Beh bin Adee no estaba a favor de unirse a esa lucha en la Tierra (su consejo había sido no elegir ningún bando) pero los Integrantes Primeros habían decidido y su decisión era irrevocable. Su trabajo era encontrar y destruir a la criatura llamada Setebos. El consejo del general bin Adee había sido lanzar desde la órbita una bomba nuclear sobre la catedral de hielo azul de Cráter París (era la única manera segura de eliminar al ser Setebos, explicó), pero los Integrantes Primeros habían rechazado su propuesta.
El centurión líder Mep Ahoo dirigió el primer equipo de asalto. Después de que los primeros diez equipos hubieron descendido y arrasado la parte exterior de la ciudad de hielo azul, estableciendo un perímetro y confirmándolo por el comunicador táctico (la cosa ya no podía escapar), Mep Ahoo y sus veinticinco escogidos saltaron del moscardón principal que flotaba a tres mil metros de altura, activaron sus repulsores en el último segundo, usaron cargas para abrir un agujero en el techo de la cúpula de hielo azul y se descolgaron anclando sus cuerdas en pitones clavados en el hielo.
—Está vacío —radió Mep Ahoo—. No hay ningún Setebos.
El general Bin Adee pudo verse en las imágenes enviadas desde los nanotransmisores y cámaras incorporadas en cada uno de los veintiséis soldados.
—Peinen y rastreen —ordenó por la banda táctica principal.
Llegaban informes de todos los equipos del perímetro. El hielo azul estaba podrido: un puño podía hundir toda una pared. Los túneles y corredores habían empezado ya a desplomarse.
El equipo de Mep Ahoo volvió a volar con sus repulsores y realizó una batida en la cavernosa parte central, sobre el antiguo cráter del agujero negro. Empezaron asegurándose de que nada se ocultaba en uno de los balcones de hielo azul o en las zanjas, pero pronto descendieron sobre las fumarolas y nidos secundarios abandonados.
—El nido principal se ha desplomado —informó Mep Ahoo por el canal táctico común—. Ha caído al cráter del antiguo agujero negro. Envío imágenes.
—Las vemos —respondió el general Beh bin Adee—. ¿Hay alguna posibilidad de que la criatura Setebos pudiera estar en el hueco del agujero negro mismo?
—Negativo, señor. Estamos escrutando el cráter con radar profundo y llega hasta el magma. No hay cavernas ni túneles laterales. Creo que se ha ido, señor.
La voz de Cho Li sonó por la banda común.
—Confirma nuestra teoría de que el evento cuántico de hace cuatro días era la apertura de un último Agujero Brana en la catedral de hielo azul.
—Asegurémonos —dijo el general Beh bin Adee. Por el tensorrayo de mando táctico, envió a Mep Ahoo:
Compruebe todos los nidos.
Afirmativo.
Seis rocavecs de la principal fuerza de asalto de Mep Ahoo comprobaron las ruinas desplomadas del nido central de Setebos, luego se desplegaron, revoloteando sobre el suelo de la catedral para registrar cada deteriorada fumarola y cada nido colapsado.
De repente llegó un grito de uno de los equipos que acababa de penetrar en la cúpula central.
—Aquí hay algo escrito, señor.
Media docena de soldados, incluido el centurión líder Mep Ahoo, convergieron sobre el punto situado en las alturas de la pared sur de la cúpula. Allí donde el corredor más grande entraba en la cúpula había una terraza y en la pared de la cúpula donde el corredor se ensanchaba alguien o algo había escrito en el hielo azul, usando lo que parecían ser uñas o garra: «Pienso, el Silente viene. Su dama dice que el Silente hizo todas las cosas que Setebos sólo veja, pero Él no. Quien las hizo débiles, quiso debilidad que Él pudiera vejar. Pero pienso, ¿por qué entonces es Setebos obligado a huir? Piensa, ¿puede la Fuerza alguna vez ser obligada a Huir por la Debilidad? Piensa, ¿es Él el Único después de todo? El Silente viene.»
—Calibán —dijo el Integrante Primero Asteague/Che desde la
Reina
Mab
en su nueva órbita geosincrónica.
—Señor, todos los túneles y cavernas registrados y vacíos —informó un centurión por el canal táctico común.
—Muy bien —dijo el general Beh bin Adee—. Prepárense para utilizar las cargas térmicas y fundir el complejo de hielo azul hasta las ruinas originales del Cráter París. Asegúrense de que ninguna de las estructuras originales resulte dañada. Luego las registraremos.
«Aquí hay algo», dijo Mep Ahoo por el tensorrayo táctico. Las imágenes que llegaban a los monitores de la nave de contacto mostraban las luces de los pechos de los soldados cayendo sobre el nido derruido de una fumarola. Todos los huevos de aquel nido se habían reventado o se habían hundido hacia dentro... todos excepto uno. El centurión líder bajó, se agachó junto al huevo, colocó sus negras manos sobre la cosa y luego la cabeza, para escuchar.
Creo que aquí dentro hay algo vivo, señor,
informó Mep Ahoo.
¿Órdenes?
Espere
, ladró el general Beh bin Adee. Por tensorrayo a la
Reina Mab
preguntó:
¿Órdenes?
—Esperen —dijo el oficial del puente, hablando en nombre de los Integrantes Primeros.
Finalmente, el Integrante Primero Asteague/Che se puso en línea.
—¿Cuál es su consejo, general?
—Quemarlo. Quemar todo lo que hay ahí... dos veces.
—Gracias, general. Un segundo, por favor.
Hubo un silencio roto sólo por la leve estática. Bin Adee oía la respiración de sus trescientos diez soldados por los micrófonos de sus uniformes.
—Nos gustaría que el huevo fuera recogido —dijo por fin el Integrante Primero Asteague/Che—. Use uno de los cubos de estasis si es posible. El Moscardón Nueve podría enviarlo. Que el líder Mep Ahoo se quede con el huevo en el Moscardón Nueve. Usaremos la
Reina Mab
como laboratorio de cuarentena. La
Mab
ya no contiene armas ni material de fisión... los cruceros de ataque invisibles controlarán nuestro estudio del huevo.
El general Beh bin Adee guardó silencio unos segundos.
—Muy bien —dijo por fin. Tensorrayó las órdenes al centurión líder Mep Ahoo. El equipo de la catedral de hielo azul ya tenía preparado un cubo de estasis.
¿Está seguro, señor?
, preguntó Mep Ahoo.
Sabemos por Ada y los supervivientes de Ardis de lo que era capaz su bebé Setebos. Incluso el huevo sin eclosionar tenía poder. Dudo que Setebos dejara un huevo viable sólo por accidente.
—Cumpla las órdenes —dijo el general Beh bin Adee por la banda común. Entonces tensorrayó en privado a Mep Ahoo:
Y buena suerte, hijo.
Seis meses después de la Caída de Ilión, el nueve de Av:
Daeman estaba a cargo de la incursión en Jerusalén. Había sido cuidadosamente planeada.
Cien humanos antiguos con plenas funciones librefaxearon en el mismo segundo, llegando tres minutos antes que cuatro moscardones moravecs que transportaban a un centenar más de voluntarios de Ardis y otras comunidades supervivientes. Los soldados moravec habían ofrecido sus servicios para la incursión meses antes, pero Daeman había jurado hacía un año que liberaría a los humanos antiguos encerrados en el rayo azul de Jerusalén (todos los viejos amigos y parientes judíos de Savi), y seguía considerando que era una responsabilidad humana hacerlo. Sin embargo, habían aceptado un préstamo a largo plazo de trajes de combate, mochilas impulsoras, armaduras de impacto y armas energéticas. Los cien hombres y mujeres de los moscardones (pilotados por moravecs que por lo demás no se implicarían) llevaban las armas que eran demasiado pesadas de transportar durante el librefaxeo.
Daeman y su equipo, humanos y moravecs por igual, habían tardado más de tres semanas en comprobar y asegurar hasta el último milímetro las coordenadas GPS específicas de las calles, avenidas, plazas y cruces de la antigua ciudad para planificar las cien llegadas por librefaxeo y los sitios donde los moscardones habrían de aterrizar.
Esperaron hasta agosto, hasta la fiesta judía del nueve de Av. Daeman y sus voluntarios librefaxearon diez minutos después de la puesta de sol, cuando el rayo azul estaba en su momento más brillante.
Por lo que sabían de los datos de reconocimiento técnico y aéreo de la
Reina Mab
, Jerusalén era un lugar único en la Tierra, pues estaba habitado por voynix y calibani. En la Ciudad Vieja, que era su objetivo esa noche, los voynix ocupaban las calles al norte y noroeste del Monte del Templo, en zonas equivalentes a los antiguos barrios musulmán y cristiano, mientras que los calibani llenaban las estrechas calles y los edificios situados al suroeste de la Cúpula de la Roca y la mezquita Al-Aksa en zonas antaño consideradas el barrio judío y el barrio armenio.
Por las imágenes espía, también de radar profundo, calcularon que había unos veinte mil voynix y calibani en Jerusalén.
—Probabilidades de cien a uno —dijo Greogi, encogiéndose de hombros—. Las hemos tenido peores.
Faxearon casi en silencio, un mero disturbio en el aire. Daeman y su equipo aparecieron en la estrecha plaza situada delante del Kotel... la Muralla Occidental. Todavía había luz suficiente para ver, pero Daeman usó sus imágenes termales y su radar profundo además de los ojos para encontrar blancos. Calculó que alrededor había unos quinientos calibani acechando, durmiendo y caminando por la zona, las murallas y los tejados del oeste de la plaza. En cuestión de segundos, los diez comandantes de su escuadrón informaron de su posición por los intercomunicadores de sus trajes de combate.