Authors: Dan Simmons
—No queríais que nos convirtiéramos en dioses. Por eso nunca activasteis nuestras funciones.
—Por supuesto.
—Sin embargo todos los posts menos tú decidieron marcharse a otro mundo o dimensión y jugar a ser dioses.
—Por supuesto.
Harman lo comprendía. La primera necesidad de un dios, con «d» minúscula o mayúscula, era no tener otros dioses que le hicieran sombra. Se concentró de nuevo en sus pensamientos.
El modo de pensar de Harman había cambiado desde el paso por el armario de cristal. Si antes se centraba en cosas, sitios, gente y emociones, ahora era sobre todo un modo de pensar figurativo: una complicada danza de metáforas, metonimias, ironías y sinécdoques. Con miles de millones de hechos (cosas, sitios y gente) insertados en sus mismas células, el foco de sus pensamientos había cambiado a las conexiones y tonos y matices y al reconocimiento de las cosas. Las emociones todavía estaban allí (incluso más fuertes) pero sus sentimientos, que habían sonado una vez como un bajo vibrante que abrumaba el resto de la orquesta, ahora danzaban como un delicado pero poderoso solo de violín.
«Mucha metáfora para un mero mentecato humano», pensó Harman, contemplando con ironía la presunción de sus propias ideas.
A pesar de estar burlándose de sí mismo sabía que poseía el don de mirar las cosas (gente, lugares, sentimientos, a sí mismo) con el tipo de reconocimiento que sólo procede de la madurez, del crecimiento interior y el aprender a aceptar las ironías y las metáforas y las sinécdoques y las metonimias no sólo en el lenguaje, sino en la impronta del universo.
Si lograba volver a reconectar con su propia especie, volver a algún enclave humano antiguo, no sólo a Ardis, sus nuevas funciones cambiarían para siempre a la humanidad. No las forzaría sobre nadie, pero como esta iteración de
Homo sapiens
estaba a punto de ser erradicada de este mundo postpostmoderno, dudaba que nadie que estuviera siendo atacado por los voynix, los calibani y un gigantesco cerebro sorbedor de almas que avanzaba apoyándose en múltiples manos pusiera demasiados reparos a conseguir nuevos dones, poderes y una ventaja para sobrevivir.
«¿Son estas funciones, a la larga, una ventaja para la supervivencia de mi especie?», se preguntó Harman.
La respuesta, de su propia voz mental, fue el grito de un maestro zen que oye una pregunta estúpida de uno de sus acólitos: «¡Mu!» Significa, más o menos: «Retira la pregunta, estúpido.» Esta sílaba va seguida a menudo por otro monosílabo: «¡Qwatz!» El grito del maestro zen que simultáneamente saltaba y golpeaba al estudiante estúpido en la cabeza y los hombros con el pesado bastón de maestro.
Mu. Aquí no hay «a la larga»: eso será algo que tendrán que decidir mis hijos y sus hijos. Ahora todo, absolutamente todo, es a la corta.
Y la amenaza de ser desmembrado por un voynix jorobado tiende a enfocar la mente maravillosamente bien. Si todas las funciones volvieran a ser conectadas... Harman sabía por qué no funcionaban las antiguas funciones, ni siquiera la función buscadora, todonet, lejosnet ni sigleer: alguien allá arriba en los anillos había desconectado las transmisiones y seguramente había apagado las máquinas fax.
Si todas las funciones volvieran a ser conectadas...
¿Pero cómo?
Una vez más, Harman estudió el problema de regresar a los anillos y volver a conectarlo todo: energía, servidores, fax, todas las funciones.
Necesitaba saber si había otros allá arriba además de Sycórax, esperando, y cuáles eran sus defensas. Los millones de libros que había ingerido en el armario de cristal no contenían ninguna opinión sobre esta cuestión crucial.
—¿Por qué no me TCeáis Próspero o tú a los anillos? —preguntó Harman. Se volvió a mirar a Moira y advirtió que apenas podía verla a la escasa luz. Su rostro estaba iluminado casi exclusivamente por la luz de los anillos.
—Decidimos no hacerlo —contestó ella en su más enloquecedor estilo Bartebly.
Harman pensó en el arma que disparaba balas que llevaba en la mochila. Si la apuntaba con ella y permitía que leyera la sinceridad en su rostro, ya que los posthumanos tenían sus propias funciones para leer y comprender las reacciones humanas, ¿la convencería esa combinación para que lo teletransportara cuánticamente a Ardis o a los anillos?
Sabía que no. Moira nunca le hubiese dado la pistola si hubiera supuesto una amenaza para ella. Había insertado alguna contramedida en el arma: quizá podía impedir que disparara sólo con la fuerza de sus pensamientos posthumanos, un sencillo circuito de ondas cerebrales insertado en el mecanismo disparador, o algo igualmente fiable y a prueba de balas construido dentro de ella.
—El magus y tú os tomasteis la molestia de secuestrarme, enviarme hasta la India y el Himalaya, sólo para meterme en el armario de cristal, ahogarme y educarme —dijo Harman. Era el mayor número de palabras que pronunciaba desde que habían empezado a recorrer la Brecha, y advirtió lo banales y redundantes que eran—. ¿Por qué hicisteis eso si no queréis que prevalezca sobre Setebos y los otros tipos malos?
Moira no volvió a sonreír.
—Si tienes que llegar a los anillos, encontrarás el camino.
—«Tienes que llegar» parece una especie de predestinación calvinista
—dijo Harman, pasando por encima de un bajo montículo de coral disecado. La Brecha estaba siendo sorprendentemente fácil: puentes de hierro sobre los pocos abismos oceánicos que habían encontrado, caminos pavimentados o abiertos con láser en riscos rocosos o coralinos, suaves pendientes en su mayor parte y cables de metal para ayudarlos a descender o subir en los puntos más empinados... Así que Harman no había tenido que pasar mucho tiempo vigilando sus pasos. Pero era difícil ver bien con tan poca luz.
Moira no había respondido ni reaccionado visiblemente a su crítica, así que Harman insistió:
—Hay otras fermerías.
—Próspero te lo dijo.
—Sí, pero acabo de caer en la cuenta. Los antiguos no tenemos que morir o reconstruir la medicina a partir de cero. Hay más tanques rejuvenecedores ahí arriba.
—Sí, por supuesto. Los posthumanos se prepararon para servir a una población de antiguos por millones. Hay otras fermerías y tanques de gusanos azules en otras islas orbitales, al norte de los anillos ecuatorial y polar. Sin duda eso es obvio.
—Sí, obvio —dijo Harman—, pero tienes que recordar que yo tengo toda la sabiduría de un niño recién nacido.
—No me he olvidado de eso.
—No tengo datos específicos de dónde están las otras fermerías —dijo Harman—. ¿Puedes indicármelas?
—Te indicaré dónde están cuando apaguemos la hoguera de nuestro campamento, esta noche —respondió Moira secamente.
—No. Quiero decir en un mapa de los anillos.
—¿Tienes un mapa de los anillos, mi joven Prometeo? ¿Es eso parte de lo que comiste y bebiste en el Taj?
—No, pero puedes dibujar uno para nosotros... las coordenadas orbitales, todo.
—¿Estás pensando ya en la inmortalidad tan pronto después de nacer, Prometeo?
«¿Es eso?», se preguntó Harman. Entonces recordó su último pensamiento antes de darse cuenta de que las otras fermerías estaban allá arriba en los anillos posthumanos: pensaba en Ada, embarazada y herida.
—¿Por qué estaban todos los tanques sanadores faxeadores operativos en la isla de Próspero? —preguntó. Mientras hacía la pregunta, vio la respuesta como el recuerdo de una pesadilla olvidada.
—Próspero los preparó para que su cautivo Calibán se alimentara —dijo Moira.
Harman sintió que el estómago le daba un vuelco. En parte era la reacción a haber tenido algún atisbo amistoso o compasivo hacia el magus avatar de la logosfera. Pero en su mayor parte, el súbito arrebato de náusea se debió al hecho de que no había comido nada desde los dos bocados de barra alimenticia de ese día, antes del amanecer, y se había olvidado de beber de su tubo hidratador desde hacía horas.
—¿Por qué te detienes? —le preguntó a Moira.
—Está demasiado oscuro para caminar —contestó la posthumana—. Encendamos nuestra hoguera y cocinemos nuestros pinchitos y asemos algunos malvaviscos y cantemos canciones de campamento. Luego podrás soñar unas cuantas horas y soñar con vivir eternamente en el brillante futuro de los tanques de los gusanos azules.
—¿Sabes? —dijo Harman—. A veces eres un coñazo con tus sarcasmos.
Moira sonrió. Su sonrisa era como la del gato de Cheshire, casi el único detalle que podía ver de ella en la oscuridad de la trinchera de la Brecha.
—Cuando mis muchas hermanas estaban aquí —dijo—, antes de que todas se marcharan para convertirse en dioses (muchas de ellas dioses masculinos, lo que a mi me pareció un paso atrás), solían decirme lo mismo. Ahora saca de la mochila esas algas y maderas secas que hemos estado recogiendo todo el día y enciende un buen fuego... eso sí que es algo antiguo y adecuado.
¡Mami! ¡Mamiiiii! Tengo mucho miedo. Está tan oscuro y hace tanto frío aquí abajo. ¡Mami! Ven a ayudarme a salir. ¡Mami, por favor!
Ada despertó justo media hora después de quedarse dormida en las frías horas de la oscura madrugada de invierno. La voz infantil de su mente se agitaba como una mano fría y pequeña dentro de su ropa.
Mami, por favor. No me gusta estar aquí. Hace frío y está oscuro y no puedo salir. La roca es demasiado dura. Tengo hambre. Mami, por favor, ayúdame a salir de aquí. Mamiiiii.
Pese a lo agotada que estaba, Ada se obligó a levantarse del petate y salir al frío exterior. Los supervivientes (eran cuarenta y ocho una semana y cinco días después de su regreso a las ruinas de Ardis) habían montado tiendas con la lona recuperada y Ada compartía una con otras cuatro mujeres. El puñado de tiendas y el cobertizo original junto al pozo formaban el centro de una nueva empalizada, con las afiladas picas colocadas sólo a unas decenas de metros del centro de la tienda y las ruinas calcinadas del original Ardis Hall.
Mamiiii... por favor, mami...
La voz estaba allí gran parte del tiempo ahora y Ada había aprendido a ignorarla durante casi todos los momentos en que permanecía despierta, pues le impedía dormir. Esa noche (esta oscura madrugada previa al amanecer) era mucho peor que de costumbre.
Ada se puso los pantalones, las botas y un grueso jersey y salió de la tienda, moviéndose lo más silenciosamente que pudo para no despertar a Elle y sus otras compañeras. Había unas cuantas personas despiertas junto a la hoguera central del campamento (siempre las había, toda la noche), y centinelas en las nuevas murallas, pero la zona entre Ada y el pozo estaba vacía y oscura.
Estaba muy oscuro: gruesas nubes habían bloqueado la luz de las estrellas y los anillos y parecía que iba a nevar. Ada avanzó con cuidado hacia el pozo: algunos preferían dormir al aire libre ahora que habían conseguido reparar y coser mejores petates y sacos de dormir. No quería pisar a nadie. En su quinto mes de embarazo, Ada ya se sentía gorda y torpe.
¡Mamiiii!
Odiaba esa maldita voz. Con un hijo real creciendo en su interior, no podía tolerar aquella voz aguda y gimoteante que procedía de aquella cosa del pozo, aunque sólo fuera un eco mental. Se preguntó si el sistema neural en desarrollo de su propio bebé podría detectar aquella invasión telepática. Deseó que no.
Mami, por favor, déjame salir. Está oscuro aquí abajo.
Habían decidido que una persona montara guardia en el pozo en todo momento, y esa noche le tocaba a Daemon. Ella reconoció la fina y musculosa silueta con su rifle de flechitas al hombro incluso antes de distinguir su rostro. Él se volvió cuando se acercaba al borde del pozo.
—¿No puedes dormir? —susurró.
—No me deja —respondió ella, también entre susurros.
—Lo sé —dijo Daeman—. Siempre oigo cuando te dedica sus súplicas. Débil, pero audible... una especie de cosquilleo en el fondo del cerebro. Oigo a esa cosa decir «mami» y me entran ganas de descargarle todos estos dardos.
—Probablemente sea buena idea —dijo Ada, mirando la jaula de metal soldada y atornillada a la roca sobre el pozo. La reja era grande, pesada y de entramado fino (la habían sacado de la antigua cisterna cercana a las ruinas de Ardis Hall) y el bebé Setebos ya había crecido hasta el punto de que podía meter sus manos de tallos bamboleantes por los huecos. El Pozo en sí sólo tenía quince metros de profundidad, pero lo habían cavado en roca sólida. Por fuerte que fuera aquel ser monstruoso de allí abajo (la parte de muchos ojos y muchas manos tenía ahora más de metro y veinte de largo y sus manos eran más fuertes cada día) no era lo bastante fuerte para soltar los tornillos de la reja y las barras soldadas de la roca. Todavía no.
—Buena idea si no fuera porque tendríamos a veinte mil voynix encima cinco minutos después de matar a ese bicho —susurró Daeman.
A Ada no le hacía falta que se lo recordaran, pero oírlo decir en voz alta hundió la frialdad y el escalofrío de la náusea más profundamente en su interior. El sonie había despegado ya y hacía su lento reconocimiento del oscuro terreno. La noticia era la misma cada día: los voynix se mantenían apartados, en un círculo casi perfecto en un radio de menos de cuatro kilómetros de lo que podía ser el último campamento humano en la Tierra, pero su número seguía creciendo. Greogi había calculado que había al menos entre veinte mil y veinticinco mil seres plateados en los bosques sin árboles la tarde anterior. Habría más por la mañana al amanecer. Había más cada día. Era tan seguro como que el débil sol salía. Era tan seguro como el hecho de que la suplicante e insinuante voz mental que surgía del pozo no se callaría hasta que quedara libre.
«¿Y entonces qué?», se preguntó Ada.
Podía imaginarlo. Sólo la presencia de la cosa había arrojado un velo sobre los supervivientes de Ardis. Ya era bastante difícil ir tirando: construir y ampliar sus pequeñas tiendas y barracones, recuperar lo que podían de las ruinas, mejorar su débil fortín de troncos, por no mencionar conseguir comida suficiente, sin los malignos gemidos del bebé Setebos en sus mentes.
La comida era un asunto serio. Todo el ganado había escapado durante la masacre y las expediciones con el sonie sólo habían encontrado cadáveres pudriéndose en los campos lejanos y en el suelo del bosque invernal. Los voynix los habían matado también. Y con el suelo congelado e incluso la esperanza de huertos o cosechas o la posibilidad de plantar a meses de distancia, y con la comida enlatada y conservada que había en el sótano de Ardis Hall convertida ahora en montones derretidos bajo la basura calcinada, los cuarenta y ocho supervivientes de Ardis dependían de los cazadores que salían cada día con el sonie. No había animales dentro del círculo de seis kilómetros del ejército de voynix, así que cada día dos hombres o mujeres con rifles de flechitas se arriesgaban a viajar más allá de los voynix (un viaje más largo cada día, ya que los ciervos y gamos huían de la zona) y cada noche, si tenían suerte, un ciervo macho o un cerdo salvaje giraban sobre la hoguera central. Pero no habían tenido mucha suerte recientemente: no tenían comida fresca a diario, y cada vez conseguían menos presas dentro de un radio progresivamente mayor de vuelo, así que conservaban lo que podían ahumándolo y con los restos de la preciosa sal recuperada de los almacenes, y masticaban el tasajo y su monótono mal gusto, y veían cómo los voynix continuaban congregándose, y cada día y noche su humor se ensombrecía con el bebé Setebos enviando constantemente sus blancas y pegajosas manos y tentáculos de telepatía a sus cerebros. Incluso mientras dormían. Y como los animales que cazaban desde el sonie, el sueño era cada vez más difícil de encontrar.