Órbita Inestable (29 page)

Read Órbita Inestable Online

Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Órbita Inestable
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Luchó y se retorció e intentó soltarse, pero uno tras otro sujetaron sus piernas, tan fuertemente que sus intentos no podían conducir a otra salida que romperse algún hueso. Como sus brazos estaban ya inmovilizados para mantenerla sujeta espalda contra espalda con Madison, eso dejaba solamente su cabeza, que podía ser controlada agarrando su pelo. Intentó girarla hacia un lado y hacia atrás hasta que los músculos de su cuello no pudieron tensarse más para intentar tapar su boca en el cuello del hombre e impedir así que le metieran la píldora, pero no lo consiguió. La píldora se deslizó entre sus dientes entreabiertos a la fuerza, golpeó contra su lengua, aguardó el golpe en el estómago que la obligaría a tragársela…

Excepto que no le llegó. Arrojando a los hombros en torno a sus piernas en un confuso montón de miembros, fue alzada hop al aire, y se encontró mirando brevemente al techo. Escupió la píldora, porque eso era lo que más deseaba hacer en todo el mundo.

Las cuerdas se tensaron en sus brazos, primero a la izquierda, luego a la derecha, y le dolieron por una fracción de segundo, pero valió la pena. Restallaron al partirse. Cayó bruscamente, y aterrizó con una mano sobre una sustancia húmeda y pegajosa que al alzarla a la luz se reveló de color marrón. Naturalmente. Se apartó de ella, a pequeños saltitos co-mo una rana, frotando su mano contra la moqueta en aquellos lugares donde estaba relativamente seca, volviéndose cuando creyó que estaba fuera del alcance de los demás para ver a Madison.

Nadie más parecía estar prestando mucha atención a lo que ocurría excepto Mikki y sus ocho hombres con botas. Las parejas haciendo el amor en las laderas al extremo de la habitación siguieron con su lenta lenta parodia de pasión, y para el resto el mundo simplemente no existía.

Habían desnudado también a Madison, y su robusto cuerpo negro relucía como aceitada piel de foca, un destello de luz en cada tenso músculo. El hombre marcado PAT, como si esperara beneficiarse de aquel abrazo de ébano, dijo: «¡Jujúúúú!» y avanzó hacia él. Ligeramente agazapado, las piernas separadas como un luchador preparado para la próxima embestida, los ojos atentos a todo lo que ocurría a su alrededor, Madison aguardó hasta que estuvo a su alcance y… mordió. Unos grandes y resplandecientes dientes blancos. Un gruñido animal sin palabras. Y sin embargo, tan sólo una advertencia: en la mano de Pat, una simple línea de sangre trazada por un canino, y un poco de saliva. Palideció y la agitó, murmurando una maldición.

—Échate hacia atrás, Pat —dijo Mikki, arrojada al suelo desde cualquiera que fuese el plano en el cual había estado orbitando por la impresión de ver partirse las cuerdas—. Parece que la píldora que le administramos le ha dado valor. Déjame el campo libre para el látigo, ¿quieres?

Lo hizo silbar en el aire, confiada, habiéndolo utilizado a menudo con oponentes mucho mayores. No había nada por lo que alarmarse. Una mirada a su alrededor le mostró a Lyla acuclillada y temblando, sin ninguna intención de unirse a él. Uno contra nueve daba excelentes posibilidades; Lyla casi podía oír sus pensamientos. Y los jóvenes con las botas eran todos fuertes y sanos.

En la distante ladera de la habitación alguien se sentó, alertado quizá por el silbido del látigo: una muchacha completamente desnuda, que primero cruzó los brazos sobre su pecho para cubrirlo, luego sonrió tontamente y separó sus piernas para apoyar los codos sobre sus abiertas rodillas. Se inclinó hacia delante para observar, concentrada.

En la parte de atrás de la lengua de Lyla: un sabor. No la acidez del miedo que estaba por todo el resto de su boca. ¿Amargo/cáustico/ácido? Produjo saliva y la pasó por la zona más sensitiva a aquel sabor.

Su memoria hizo clic, y se sintió instantáneamente horrorizada. En una ocasión había roto y abierto una píldora sibilina antes de tomarla, para saber si le gustaba el sabor de su contenido. No le gustó. Ahora era lo mismo. La cápsula de gelatina debía de haberse roto, quizá pisada por un pie desnudo después de que ella la arrojara la primera vez que intentaron metérsela en la boca. Y se había dado cuenta demasiado tarde para dejar de tragar toda la droga que se había derramado sobre su lengua. Sólo unos pocos miligramos probablemente, pero sin la violencia del frenesí del trance de la pitonisa para quemarlos, ¿qué iba a…?

Crash
.

A través del constante estruendo de música y baile que llegaba de otro lugar del apartamento, un sonido rasgante. Volvió a la conciencia del resto de la habitación. Con la terrible fuerza que había utilizado para sujetar y alzar el peso de cien kilos en la puerta de su apartamento, Madison había alzado una mesa con sobre de mármol y patas de acero inoxidable y se dedicaba a hacerla pedazos. Cuando una de las soldaduras se le resistió, la hizo girar y la estrelló contra la pared. El mármol se partió, y un trozo de cemento de la pared cayó al suelo. Una de las patas se soltó, y la alzó por encima de su cabeza como una maza al tiempo que lanzaba un rugido. El hombre etiquetado VERNON retrocedió gimiendo hasta ponerse fuera de su alcance.

Con expresión alarmada, Mikki hizo chasquear el látigo, y esta vez apuntó al cuello de Madison.

La pata de acero de la mesa interceptó el latigazo en mitad del aire, y la correa se enrolló en su torno como una constrictor, y Madison echó su cabeza hacia atrás sin mover los hombros, como un bailarín hindú, sólo lo necesario para evitar que la punta del látigo le alcanzara en su ojo derecho. Dio un tirón, y el mango del látigo escapó resbalando de la sudorosa mano de Mikki.

Atrevido, casi complacido, como si reconociera a un oponente de su talla, el llamado Putzi, que era el más alto y el más musculoso, avanzó hacia la rota mesa y se apoderó de otra de las patas.

Madison arrancó el látigo de su propia arma y lo lanzó. Las manos de Lyla ascendieron al nivel de sus orejas, y oyó el sonido de sus propios dedos cerrándose sobre sus palmas. La fuerza de aquel lanzamiento era increíble, y Madison ni siquiera había echado su brazo hacia atrás para tomar impulso. Pero la fuerza del golpe hizo perder el equilibrio a Putzi y dejó una señal roja cruzando su pecho y vientre, como si hubiera sido golpeado con uno de aquellos antiguos sacudidores de mimbre, una especie de trébol de tres hojas.

—¡Yo me largo de aquí! —gritó el etiquetado HUGHIE.

Mikki tendió una mano hacia él y lo agarró por el pelo, haciéndole girar en redondo.

—¡Vuelve y apacígualo, maldito estúpido! ¿Quieres una acusación de secuestro rodeando tu cuello? Tú lo trajiste aquí; ¡enfréntate a las consecuencias!

—¡Pero tú dijiste que te trajéramos una pareja mixta! —gimoteó Hughie.

—¡Cállate y agarra esa pata de mesa!

La propia Mikki se lanzó a recuperar su látigo, enrollado en torno a los miembros del gimoteante Putzi.

A un par de centímetros de su mano tendida, un trozo de mármol, del tamaño de un puño, cayó y se desmenuzó, y salpicó su rostro y cuerpo con pequeños fragmentos punzantes. Alzó lentamente la cabeza para ver a Madison sonriéndole, inhumanamente calmado. Ajustando su equilibrio, se echó hacia atrás…, y alzó la pata de la mesa, lanzándola no al aún asustado Hughie sino a Vernon, que la atrapó y cargó contra Madison, agitándola en un arco asesino.

—Así que quieres un duelo a picas, ¿eh? Voy a partirte el cráneo por el trabajo —dijo Madison con voz muy clara, y contraatacó con una respuesta tan violenta que los dedos de Vernon se abrieron bruscamente y su arma voló por los aires para estrellarse resonando contra la pared más alejada.

La muchacha desnuda detrás de Lyla lanzó un grito de alegría y aplaudió.

¿A picas…? Lyla parpadeó y agitó la cabeza. Por un momento le había parecido ver no la habitación negra con las paredes grises y el sol medio rojo medio verde, sino el claro de un bosque con un arroyo al lado, y hombres con pértigas de madera disputándose el paso por un ancho tablón cruzado entre las dos orillas.

Pero la habitación estaba aún allí, y la visión del soleado claro había desaparecido.

Recuperado y furioso, Putzi corrió para agarrar la pata metálica de la mesa, la mejor arma visible, mientras Mikki se volvía cautelosamente y se dirigía hacia el extremo más alejado de la habitación.

Para utilizarla como escudo, Putzi tomó una ligera silla con un fuerte asiento de plástico y la sujetó al estilo domador, avanzando hacia Madison. El nig retrocedió un poco, tentando a su atacante para que efectuara el primer movimiento…, y tendió su brazo para arrancar uno de los cortinajes que iban del suelo al techo y cubrían todas las ventanas, pisó uno de sus bordes y, con un tensar de músculos, desgarró el pesado terciopelo hasta que consiguió un trozo del tamaño que deseaba en su mano izquierda.

La arena era muy caliente bajo los pies desnudos a causa del sol, y muy fina también (¿qué?). Lyla se agachó torpemente para palpar la planta de sus pies y sus talones, esperando encontrar el grabado de la arena, y descubriendo solamente la mancha de los excrementos que antes había secado de su mano. Sin embargo, el rugir de los hambrientos leones era (¿qué?) inconfundible, una tos cavernosa como una lenta explosión. Y los espectadores en las gradas alzándose contra un cielo puramente azul como una opresiva tienda en cuya parte superior la moneda dorada del sol colgaba con una expresión de interés hacia aquellos asuntos de vida y muerte…

De nuevo consiguió obligarse a volver al esquema normal de referencias, y se vio detenida por la visión de dos resplandecientes lanzas metálicas alzadas para reflejar la luz, la silla convertida en un escudo y la cortina enrollada para convertirla en una red defensiva. El sabor en su boca era el de una mala comida, un puñado de aceitunas amargas, una rodaja de pan enmohecido y unos cuantos mordiscos de carne destinada a los lobos pero escamoteada por un lanista que había apostado sobre la confrontación entre hombres, y que parecía únicamente rancia pero que quizá estuviera también envenenada, ya que el mundo oscilaba horriblemente a cada paso y había un rugir de sangre en sus oídos que ahogaba todos los gritos de la multitud.

Lyla se daba perfecta cuenta de lo que le estaba ocurriendo. Había ingerido una dosis subcrítica de la droga contenida en la píldora sibilina, que la estaba conduciendo hacia las fronteras que separaban la realidad de aquel otro mundo que pasaba a ocupar durante sus habituales trances. Era lo que les estaba ocurriendo a todos los demás lo que no podía imaginar. Aquel alto espadachín germánico rubio con su morrión y su coraza y un avambrazo y una espinillera y manteniendo su escudo enfrentado a aquel reciario con el tridente y blandiendo diestramente la red…

Una vez más las jaulas bajo las gradas, el rugir de furiosos leones.

La red se extendió diestramente sobre la arena, el tridente partió hacia delante para hacer retroceder al otro, la espada rechazada a un lado para servir al propósito de que un talón se instalara desprevenidamente sobre la red y tirar, y el adversario cayó sobre su sombra bajo el alto sol. Desde el lado donde los espectadores ricos se sentaban en compañía del Emperador, protegidos por toldos mientras la plebe sudaba y fruncía los ojos al sol, los aplausos se mezclaron con los gritos de rabia de los que perdían sus apuestas.

(Mientras tanto: Slob sujetó el látigo pese a su mano herida, mientras la atención de Madison estaba distraída en enrollar a Putzi con la desgarrada cortina.)

Un cambio y oscilación del universo, una sensación de eones precipitándose en dirección equivocada y gritando a cada doloroso segundo de su avance. Con un faldellín de lino que ni siquiera le llegaba hasta las rodillas y una barba trenzada en rígidas colas de rata colgando contra su pecho, un combatiente armado con un látigo gritaba sus maldiciones al eterno silencio del desierto. Las comprensibles palabras flotaban oscuras y frías:

—¡Cocodrilos y perros compartirán tus huesos al amanecer!

Captó su aliento, el hedor de cebollas y de cerveza rancia no mejor que orina. Cruzando sus hombros, las líneas paralelas trazadas por aquel mismo látigo, en las manos las callosidades encostradas con polvo de adobe y las ampollas de tirar de las cuerdas, una de ellas reventada y revelando la roja carne como si aquella palma hubiera retirado un trozo de carbón del fuego hiciera apenas una hora. Y atadas a sus tobillos, otras cuerdas que no servían para arrastrar grandes bloques de piedra sino solamente para trabar los movimientos de los esclavos rebeldes mientras el capataz permanecía apartado de ellos, a distancia de látigo.

Al alcance de la mano, un pesado ladrillo endurecido por el sol, del tamaño y la forma de una hogaza de aquel pan que no había servido para aquietar los gruñidos del estómago en más días de los que uno sabe contar. Es recogido, más rápido de lo que puede ir un láti-go, y lanzado.

A través de la caótica bruma de enfermedad, de debilidad, de odio y odio y odio, los ojos pertenecientes a Lyla pero enturbiados por años de mal cuidada infección y feroz luz solar y polvo arrastrado por el viento extraído del corazón de África vieron un trozo del cemento que unos momentos antes había sido arrancado de la pared del apartamento abrir el cuero cabelludo de Slob más limpiamente que un cuchillo. Dobló sus rodillas y se derrumbó sobre el látigo, manchándolo con la sangre que brotaba de su cabeza.

(Mientras tanto: Mikki aullándoles a sus hombres que acudieran a su lado y se equiparan en su armario Gottschalk repleto con viejas y nuevas armas cada una de las cuales podía ser utilizada a salvo contra Madison… La historia mañana acerca de aquel nigblanc intruso, invitado como muestra de buena voluntad hacia otras razas, poniéndose desagradable y exhibiendo el primitivo salvajismo a causa del cual debían quedar confinados en lugares como Blackbury y Bantustán, peligroso invitarlos a casa como leones mantenidos en el porche de atrás odiando sus cadenas.)

Pero para Lyla un calidoscopio, una secuencia de instantáneas desprendidas del fluir del tiempo, no solamente visuales sino formando un conjunto total de datos sensoriales…, debilidad en los miembros, aprensión señalada por el golpear del corazón contra las costillas como si quisiera salir fuera, hambre…, y saciedad, mareo y sobriedad, esperanza y terror… Cambio al húmedo verdor de un campo de justas tras una lluvia, la hierba marcada con líneas que revelaban la tierra amarronada debajo, un alegre pabellón con largas banderolas, un caballo agonizante chillando y un peso increíble aplastando todos los miembros y el mundo reducido a una rendija frente a los ojos y allí una lanza de fresno rota, y una bola repleta de púas descendiendo alegremente al extremo de una cadena unida a un largo palo. Cambio al helor de la nieve y la molesta torpeza de unas pieles odiadas pero esenciales, el cuero ablandado por la masticación de dientes ahora reducidos a muñones y uno de ellos doliendo de tal modo que casi cegaban el ojo derecho, las manos una aferrando una maza hecha con la rama de un árbol y la otra colgando fláccida a causa de un tendón seccionado por un mordisco e infectado bajo el emplasto de hojas machacadas; alguna amenaza ahí afuera en la torbellineante blancura no claramente definida, afortunadamente. Cambio a debajo de una fina lluvia con la realización de pinturas en su rostro y pecho, más sentidas que visualizadas sobre compañeros idénticamente pintados, veladas colinas enmarcando un paso con un serpenteante sendero en su fondo y apoyado en su hombro derecho un viejo fusil de mellado cañón atado con tiras de piel no curtida para amortiguar el impacto de una inminente explosión. Cambio a una vaciedad y una indiferencia y una irritabilidad, aguardando el momento preciso sobre el blanco en un picoteante traje hermético con el mundo reducido a algo remoto, visto en tercera mano a través de luces y diales, y la vaga conciencia rápidamente reprimida de un hombre envuelto en llamas.

Other books

Memorymakers by Brian Herbert, Marie Landis
Song of the Legions by Michael Large
Chicken by David Henry Sterry
Biker for the Night (For The Night #6) by C. J. Fallowfield, Karen J, Book Cover By Design
California Crackdown by Jon Sharpe
The Paris Caper by Nina Bruhns
One Foot in Eden by Ron Rash
Wild Is My Heart by Mason, Connie
Whispers of the Dead by Peter Tremayne