Tempora mutantur et nos mutamur in illis
…» Hacía apenas cuatro años, él no hubiera podido permanecer allí sentado sin ser asediado por las multitudes. Ahora, lo máximo que recibía era una mirada curiosa por parte de algún transeúnte, pese a ser aquel aeropuerto uno de los más concurridos de los cinco de Nueva York y estar el edificio de la terminal atestado día y noche. En la distancia, dos muchachas se reían tontamente mientras lanzaban frecuentes miradas en su dirección.
Definición de hurgón: una especie en vías de extinción.
Irritado consigo mismo y con el mundo, obligó a su mente a centrarse en lo que debería ser un tema fascinante, la cuestión del paradero de Morton Lenigo. Aquella mañana había comprobado los ordenadores de su oficina como de costumbre, porque aunque era sábado y no tenía emisión del mediodía que preparar se sentía demasiado tenso como para alterar su rutina. Pero el problema de Lenigo parecía algo tan flexible como una anaconda. Habiendo fallado la historia el día en que se había desencadenado, ahora se enfrentaba con la posibilidad de fallar también el nuevo estadio debido a que podía producirse durante el fin de semana. El haber puesto a la luz el chantaje de Detroit era un pequeño consuelo. Pero nadie parecía haber reaccionado a aquello; los monitores no habían registrado virtualmente ninguna respuesta.
Miró a su alrededor, a los anónimos desconocidos conduciendo sus pediflux, y pensó: «¿Acaso no les importa?».
Respuesta: prefieren no pensar en ello. Para ellos Morton Lenigo tenía la misma realidad que el papá Noel o el Diablo, una leyenda de sus tiempos que no había que tomar en serio hasta que se vieran obligados a hacerlo…, en cuyo momento sería ya demasiado tarde.
Así, se encontró enfrentado a problemas mucho más personales de los que había tenido en meses, y sin ver ninguna solución por ningún lado. Pensando en nigs: Pedro Diablo. Desvanecido, en estricta concordancia con las costumbres de sus obligados anfitriones blancs, indudablemente para no volver a aparecer hasta la hora de oficina el lunes por la mañana, pero entrando entonces educado y tranquilo y completamente inútil. Flamen había esperado en él algo de dinamismo, algo que le diera un impulso a su exhausta imaginación. Su primer encuentro no había conseguido ningún resultado. Pasada la tensión del primer momento, se había encontrado fláccido, como un globo pinchado.
Y Celia. Se estremeció. «Una fría y lejana desconocida. ¿Eso era mi mujer, ese cuerpo adorable apretado contra el mío y convulsionado por el orgasmo? ¿Esa boca sobre la mía, esa voz susurrando en la oscuridad?» La memoria decía sí. La racionalidad decía no. La racionalidad decía que se trataba de otra persona distinta con el mismo nombre y rasgos.
Se preguntó a sí mismo: «¿Soy la razón del cambio? ¿Son ciertas esas ominosas palabras que el doctor pronunció en el Ginsberg acerca de antiguos lazos emocionales revelando síntomas de inmadurez?». Según Mogshack, Celia estaba curada, pero él estaba ahora aquí precisamente con la intención de probar que Mogshack era un mentiroso. ¿A causa de lo que le había hecho a Celia?
No, debido a que era necesario que los hurgones dispararan de tanto en tanto contra alguna ocasional vaca sagrada a fin de sobrevivir.
Y hablando de supervivencia: ¡aquella imposible cifra de cero! Disponiendo de tiempo ilimitado en los ordenadores federales, ¡la fuente de la interferencia en su programa debía ser identificable! Ayer, el primer día con Diablo participando, si uno podía llamar a aquello participación, había sufrido tres interrupciones, no el récord, pero pese a todo era demasiado, y sin embargo cuando llamó para comprobar las llamadas de furiosas quejas de los espectadores la desesperación del ingeniero de transmisiones había parecido convincente. Incluso el directorio le había invitado a su próxima reunión general para discutir el problema.
Los hipócritas, pensó. ¡Iba a darles fuerte! Y con algo más duro que la vaga amenaza de la CPC. Un as en la manga, quizá… ¿Harry Madison? ¡Oh, ridículo!
Mirando hacia atrás, se dio cuenta de que se aferraba a nimiedades, y supo por qué se había visto impulsado a aceptar la proposición de Reedeth. No por el ansia de Prior de exorcizar el espectro de aquel cero, no por los oscuros ojos de Diablo clavados en su rostro.
Por su propia y aterradora sensación de disolución. Diablo, entrenado en la escuela real de los duros golpes y patadas, acudiendo a trabajar con él; su esposa, tratándole como un desconocido; una conspiración entre sus empleadores para sabotear sus transmisiones… Era como vivir en una cabaña en un iceberg y sentir la cálida brisa del verano venir desde el sur.
«Algo está trabajando contra mí», decidió de pronto. «Algo demasiado sutil incluso pa-ra que los ordenadores federales puedan extraerlo de sus raíces.»
Pero aquello parecía señalar el camino a la paranoia. Uno tenía que creer en algo, aunque fuera tan sólo en un falible dios oficial.
Quizá Prior tuviera razón comprando un Lar, después de todo. Las fortunas de los enclaves negros parecían estar realmente en alza; quizá permitirse creer en poderes sobrenatu-rales autorizara al subconsciente a suponer correctamente con mayor frecuencia que si uno estaba convencido de ser vencido desde el inicio. ¿Quizá preguntar a Conroy…?
Y allí estaba, un hombre con una barba grisácea, delgado, un poco más alto que la media, avanzando desde la barrera de inmigración con el ceño profundamente fruncido y llevando una ligera bolsa de viaje colgada de una correa. Lo reconoció por las grabaciones que había pasado antes de decidirse a invitarlo a Nueva York. Se levantó y preparó una efusiva bienvenida.
Conroy la dinamitó a la tercera palabra.
—Salgamos de aquí antes de que empiece a gritar —dijo—. ¿Trajo un deslizador o algo parecido?
—Seguro… Sí, claro, por supuesto.
—Entonces lléveme al hotel o a donde haya arreglado usted que me quede. ¿Puede oler la atmósfera que hay aquí? ¿Puede captar el odio que esos bastardos están generando?
La memoria corrió hacia atrás, y Flamen oyó a Lyla hablándole de su reacción a la atmósfera del Ginsberg.
—¿Qué quiere decir?
Conroy señaló con el pulgar hacia la barrera.
—Hoy aprietan de firme. Cualquiera que haya estado fuera del país durante más de una visita de una semana a sus familiares es pasado por el tamiz. ¿Qué es lo que ha causado eso… El asunto Lenigo?
—Sospecho que sí —admitió Flamen.
—¿No está seguro? Creí que ustedes los hurgones conocían las interioridades de todo.
Picado, Flamen dijo:
—Sé por qué fue admitido en el país, y usted también lo sabría si hubiera visto mi emisión de ayer.
—Estaba en clase. La pausa del mediodía aquí no es la pausa del mediodía en el Oeste. —Pareciendo guiar el camino antes que ser escoltado, Conroy pasó delante de Flamen y echó a andar a un paso que al otro le costó seguir—. Pero supongo que desde alguno de los enclaves nig consiguieron hacerle entrar mediante chantaje… ¿Correcto?
«Bien, ahí tenemos a un hijo de puta con aires de superioridad», pensó resentidamente Flamen. Pese a todo dijo, con toda la cortesía de la que se sintió capaz:
—Fue un secreto muy bien guardado hasta que yo lo desvelé ayer.
—Oh, eso es porque la gente ya no se toma la molestia de utilizar sus mentes. Confían tanto en los ordenadores que están olvidando cómo hacer preguntas. Conseguir que un enclave nig chantajee al país para permitirle la entrada es algo que está completamente en línea con las tácticas estándar de Lenigo…, y lo estoy halagando llamándolas «sus» tácticas. Se remontan como mínimo a los desórdenes industriales del siglo XIX, y probablemente mucho más atrás aún. Lo que hizo en Gran Bretaña siguió exactamente el mismo esquema. Explotó la vieja verdad de que si puedes conseguir que un cinco por ciento de la población se adhiera a un determinado movimiento, sea pro o anti, tienes suficiente como para derribar un gobierno. No hay suficientes nigs en toda la Gran Bretaña, incluso hoy, como para apoderarse y mantener el control de una ciudad multimillonaria del tamaño de Birmingham. Sin embargo ahora está en manos de los nigs, y también Manchester, y también Cardiff, y hay otra media docena de ciudades importantes en las que los blancs están huyendo tan rápidamente que ni siquiera tienes ocasión de verles antes de que se marchen en cuanto se dan cuenta de que cinco o seis familias nigs se han instalado en el vecindario. No consiguió nada a través de un abrumador poder personal… No tenía ningún poder personal. Todo se basaba en aplicar una palanca adecuada en el lugar adecuado. ¿Cuál era el lugar adecuado aquí…, Detroit?
En aquellos momentos habían llegado al deslizador, y Flamen se alegró de la distracción causada por el subir a bordo. Los modales de Conroy sugerían que estaba preparado para tratar a los ordenadores como algo situado al mismo nivel que los ábacos, y él no estaba acostumbrado a ese tipo de actitud.
Una vez hubieron despegado, sin embargo, y bajo la dirección del control de tráfico de Ninge, Conroy reanudó su discurso exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado, como si no hubiera transcurrido ningún intervalo de tiempo.
—Hablando de palancas, por cierto, ¿qué palanca espera ejercer usted sobre el molino de viento?
—¿El molino de viento? —Por un momento Flamen había olvidado la metáfora empleada en su intercambio de cablegramas—. ¡Oh, sí, por supuesto: Mogshack!
—¡Mogshack! —restalló Conroy, y sonrió—. ¡Señor, nunca hubiera pensado que después de tanto tiempo pudiera reaccionar aún tan violentamente ante ese nombre! Supongo que es debido a que pese a que Canadá sigue siendo un país tan sólo relativamente civilizado…, puesto que tiene aún enormes zonas deshabitadas donde la gente puede expandirse sin estarse dando codazos todo el tiempo, como Rusia…, no se halla totalmente inmune a la perniciosa influencia de sus doctrinas. ¿Se da usted cuenta de que en mi clase en la universidad, allí, hay todavía dos o tres chicas cuyos rostros aún no he visto desde el principio de curso debido a que mantienen puestos sus yash de calle en las clases y ni siquiera se los quitan para las tutorías? Y yo no puedo obligarlas a que se quiten esas malditas cosas porque lo más probable es que entonces acudan a quejarse a sus padres y yo me vea sometido a un castigo disciplinario por parte de la facultad. ¡Como si fuera algún quinceañero lascivo con indecentes propósitos sobre su virtud!
Sintiéndose más bien como si hubiera metido el pie en un charco somero y se encontrara de pronto arrastrado por una fuerte corriente, Flamen aventuró:
—¿Pero de cuánto de esto puede culparse a Mogshack? Seguramente no puede achacar-se a un solo hombre la responsabilidad de todo el movimiento neopuritano… ¿Acaso no se trata de una reacción contra la permisividad del siglo pasado, como lo fue el victorianismo contra la impudicia de los tiempos anteriores?
—No estoy culpando a Mogshack del fenómeno en sí. ¡Lo que detesto de él es la forma en que nada con la corriente, explota su influencia para su beneficio personal! ¿Qué tiene de bueno la fase actual de nuestro ciclo social? Prácticamente nada. ¿A dónde conduce entonces la doctrina de Mogshack? A una serie de eslóganes vacíos acerca de «ser un individuo» y «retirarse y encontrarse a sí mismo» y todo lo demás. ¿Ha descubierto usted que aplique algún tipo de juicio estándar para determinar si el resultado es realmente un buen individuo? ¡Yo no he observado nada al respecto! Una individualidad blanda, informe, maleable…, sí. Pero original, creativa, estimulante… ¡nunca!
Flamen no dijo nada, pensando en Celia.
—¡Y ese es el hombre a quien confían la responsabilidad de la higiene mental del estado de Nueva York! —siguió Conroy, echando una mirada a la ciudad. En aquel momento se hallaban al nivel habitual de quinientos metros de los deslizadores privados, siendo dirigidos matemáticamente a través de un multicolor flujo de tráfico que se dirigía hacia las zonas residenciales de Nueva Inglaterra—. ¿Acaso ha mejorado la salud mental de todos ustedes? Un infierno ha mejorado. El Ginsberg tiene dos veces el tamaño de cualquier otro hospital construido anteriormente, ha cumplido apenas unos pocos años…, pero ya está sobrecargado, y la vida en la ciudad es intolerable debido a que uno nunca sabe cuándo van a empezar los disturbios, cuándo vas a ser robado o atacado o simplemente alguien va a pegarte unos tiros simplemente para que una pandilla de quinceañeros se divierta un poco. Cuando se le da a alguien un trabajo importante, cabe esperar unos ciertos resultados. No esperas que la persona en quien has depositado tu confianza te suelte unas cuantas banalidades acerca de la inevitabilidad de su fracaso.
Su tono era venenoso, simplemente resignado; sin embargo, Flamen se alegró de oír en su voz una tal hostilidad.
—En ese caso —dijo—, probablemente estará usted interesado en saber cómo me propongo…, esto…, derribar el molino de viento.
Conroy volvió expectante la cabeza.
—Se trata… Bien, tiene que ver con mi esposa Celia. Fue ingresada en el Ginsberg a principios de este año. Una crisis nerviosa. Algo muy desagradable. Esto… —Vaciló, pero se forzó a admitir la verdad—. Empezó a drogarse, y terminó con la ladromida. No lo supe hasta su tercera o cuarta dosis.
—¿Cuánto tiempo llevaban casados? —dijo Conroy cáusticamente.
—Supongo que sonará improbable —dijo Flamen. Sintió que sus mejillas enrojecían; llevaba años sin notar aquella reacción—. Pero me temo que antes de…, esto…, la crisis, nos alejamos un poco el uno del otro. Yo tenía mi trabajo, mis propios amigos, todo tipo de distracciones, y podríamos decir que la temperatura entre nosotros había descendido, hasta el punto de que teníamos habitaciones separadas y, cuando yo creía que dormía al regresar a casa, no la molestaba en absoluto.
Se interrumpió con un esfuerzo. Era la primera vez que veía a Conroy, y ya le estaba contando cosas que muy pocas veces había confiado a nadie, ni siquiera a viejos amigos, como si sintiera la necesidad de justificarse ante sus ojos.
—¡Ser un individuo! —suspiró Conroy—. ¡Habitaciones separadas! ¡Llevar cada uno su propia vida privada! Maldita sea, cuando lo único que consigues es separar a los esposos en mitad de su matrimonio, ¿cómo puede alguien seguir defendiendo esa actitud?
—Ella fue internada mientras yo me hallaba en viaje de negocios —dijo Flamen muy rápidamente—. Cuando supe que estaba en el Ginsberg, no la saqué de allí porque mi cuñado Lionel Prior me recomendó muy entusiásticamente al doctor Mogshack, pero pese a todo decidí pagar particularmente su estancia allí. Quiero decir, si hubiera aceptado su internamiento a cargo del estado, eso hubiera significado…