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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (41 page)

BOOK: Oscura
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Se escucharon unos pasos retumbando a lo largo de la vía: eran los niños vampiros que seguían su rastro, moviéndose con una facilidad sobrenatural.

Zack comenzó a subir la escalera con la lata de pintura en la mano y la navaja en el cinto. Caminó agarrándose a los peldaños de hierro, y el eco de los golpes retumbando entre el metal y su ser. Se detuvo un momento, enganchando su codo en un peldaño, sacando el iPod de su bolsillo para ver qué había atrás.

El iPod resbaló de sus manos. Intentó agarrarlo y por poco se cae de la escalera; tuvo que resignarse a despedirse de su aparato.

La espiral de la pantalla iluminó fugazmente la figura que subía por la escalera y a su cómplice abominable.

Zack intentó subir tan rápido como podía, pero no lo consiguió. Sintió que la escalera se estremecía, hizo una pausa y se volvió justo a tiempo. El niño vampiro le pisaba los talones; Zack lo golpeó con la lata de Krylon y luego le dio una patada
hasta deshacerse de él.

Siguió subiendo, deseando no tener que mirar constantemente hacia atrás. La luz de su iPod era mínima, y aún le faltaba mucho para llegar a la plataforma del nivel inferior. La escalera se agitó con violencia. Otras criaturas subían los peldaños. Zack escuchó a un perro ladrar —un ruido sordo y exterior—, y supo que estaba cerca de alguna salida. Esto le dio un impulso de energía y se apresuró hacia arriba, llegando a una superficie plana y redonda.

Era una entrada de mantenimiento. La parte interior estaba suave, lisa y fría a causa del desgaste. La civilización y su superficie estaban justo encima. Zack la empujó con el canto de la mano. Con todas sus fuerzas.

Pero fue en vano.

Percibió que alguien —o algo— subía por la escalera, y roció pintura sin saber muy bien hacia dónde. Oyó un ruido similar a un gemido y le dio puntapiés, pero la criatura no se desprendió de la escalera. Permaneció colgada, columpiándose. Zack le dio otro puntapié, pero una mano lo sujetó del tobillo. Una mano ardiente. Un niño vampiro colgaba de él, tirando hacia abajo. Zack soltó el bote de aerosol, y se aferró a la escalera con sus dos manos. Intentó aplastarle los dedos contra la barandilla, pero la criatura seguía sujetándolo con la misma tenacidad. Finalmente lo consiguió, y la criatura lanzó un chillido.

Zack oyó el sonido del cuerpo chocar contra la pared mientras caía. Otra criatura se abalanzó sobre él antes de que pudiera reaccionar. Era un vampiro; Zack sintió su calor, su olor a tierra. Una mano lo agarró de la axila, enganchándolo y levantándolo hacia la boca de la alcantarilla. La criatura corrió la tapa a un lado tras darle dos golpes fuertes. Salió a la frescura del aire libre arrastrando al pequeño.

Zack intentó sacar el cuchillo de su cintura y por poco se corta el cinturón. Pero el vampiro lo apretó allí con su mano, sujetándolo con fuerza, y el chico
cerró los ojos, pues no quería ver a la criatura que lo seguía agarrando con firmeza y sin moverse. Como si estuviera esperando.

Zack abrió los ojos. Miró hacia arriba lentamente, temiendo ver una expresión maliciosa en aquel rostro.

Sus ojos eran de un rojo ardiente, su cabello ralo y sin vida.

Su garganta abultada se sacudió; el aguijón se agitaba en el interior de las mejillas. En su mirada se amalgamaba la necesidad vampírica y la expectación de la satisfacción bestial.

Abraham
resbaló de su mano.

—Mamá —dijo Zack.

 

 

L
legaron al edificio de Central Park
en dos coches que robaron en un hotel, sin encontrar ningún convoy
militar en el trayecto. No había energía y el ascensor no funcionaba. Gus y los Zafiros subieron por las escaleras, pero Setrakian no estaba en condiciones de llegar hasta la parte superior. Fet no se ofreció a llevarlo; el viejo era demasiado orgulloso como para contemplar siquiera esa posibilidad. El obstáculo parecía insalvable; con el libro de plata en sus brazos, Setrakian parecía mucho más anciano que nunca.

Fet notó que el ascensor era muy antiguo, pues sus puertas eran plegables. Tuvo
una corazonada; fue a explorar las puertas que estaban cerca de la escalera y vio un pequeño montacargas forrado con papel pintado. Sin musitar el menor reparo, Setrakian le entregó su bastón a Fet y subió a la pequeña plataforma, donde se sentó con el libro en sus rodillas. Ángel accionó la polea y el contrapeso, graduando la velocidad del ascenso.

Setrakian fue izado en medio de la oscuridad del edificio en el interior de aquel transporte con forma de ataúd, sus manos apoyadas en la cubierta de plata del precioso volumen. Estaba tratando de recobrar el aliento y de aquietar su mente, pero una especie de clamor acudió repentinamente a su cabeza: el rostro de todos y cada uno de los vampiros que había matado. Toda la sangre blanca que había derramado, las miríadas de gusanos expulsados de aquellos cuerpos malditos. Durante varios años se había sentido intrigado por la naturaleza y el origen de esos monstruos sobre la Tierra. Los Ancianos ¿de dónde venían? La maldad original que había creado a estos seres.

Fet subió a la última planta, todavía en construcción, y encontró la puerta del montacargas. La abrió y vio a Setrakian, aparentemente aturdido, darse la
vuelta y tantear el suelo con sus zapatos antes de ponerse en pie para salir. Fet le entregó su bastón, y el anciano parpadeó y lo miró con un leve asomo de agradecimiento.

Unos peldaños más arriba, la puerta que conducía al apartamento vacío estaba entreabierta. Gus fue el primero en traspasarla. El señor Quinlan y un par de cazadores más se limitaron a verlos entrar, permaneciendo fuera. Los Ancianos seguían como antes, inmóviles como estatuas y sin hacer el menor ruido, mientras observaban el colapso de la ciudad.

Quinlan se colocó junto
a una estrecha puerta de ébano, al otro lado de la habitación. Allí, en el extremo derecho donde había estado erguido el Tercero, lo único que quedaba era algo semejante a un montón de cenizas blancas dentro de una urna de madera.

Setrakian se acercó a los cazadores más de lo que le habían permitido en su visita anterior. Se detuvo en el centro de la habitación. Central Park estaba envuelto en una aureola luminosa
que alumbraba el apartamento y hacía que los dos Ancianos parecieran
tan blancos como el magnesio.

Así que ya lo sabes...

Setrakian permaneció un momento en silencio.

—Además de Sardu, vosotros erais seis Ancianos, tres del Viejo Mundo y tres del Nuevo. Seis lugares de nacimiento —señaló.

El nacimiento es un acto humano. Seis lugares de origen.

—Uno de ellos fue Bulgaria. Después China. Pero ¿por qué no los salvaguardasteis?

La arrogancia..., y cuando supimos que corríamos peligro ya era demasiado tarde. El Joven nos engañó: Chernóbil fue un señuelo. Se las ingenió para permanecer en la sombra durante todo este tiempo, alimentándose de carroña. Y ahora ha hecho su aparición...

—Entonces ya sabéis que estáis condenados a la destrucción.

El Anciano que estaba a la izquierda se volatilizó en una explosión de luz blanca. Su figura se hizo polvo y se esparció con
un estrépito agudo, semejante a un suspiro estridente, un impacto eléctrico y psíquico que estremeció a los humanos presentes en la sala.

Dos de los cazadores fueron igualmente pulverizados de manera casi instantánea y se desvanecieron en una niebla más fina que el humo, sin dejar cenizas ni polvo, sólo sus ropas, en una pila ardiente abandonada en el suelo.

La estirpe sagrada desaparecía con los Ancianos.

El Amo estaba eliminando a sus únicos rivales para controlar el planeta. ¿Era eso?

La ironía es que ése fue el plan inicial. Permitir que el ganado construyera su redil para crear y hacer proliferar sus armas, y sus motivos para autodestruirse. Hemos estado alterando los ecosistemas del planeta por medio de la raza predominante. Y cuando el efecto invernadero fuera irreversible, apareceríamos para volver a tomar posesión de la Tierra.

—Estabais
construyendo sobre un nido de vampiros —anotó Setrakian.

El invierno nuclear es un ambiente perfecto. Noches más largas, días más cortos. Nosotros podríamos existir en la superficie, protegidos por la atmósfera radiactiva. Y ya casi lo habíamos logrado. Sin embargo, él lo presintió. Previó que cuando lográramos este objetivo, tendría que compartir el planeta y su rica fuente de alimentos con nosotros. Pero él no quiere hacerlo
.

—¿Qué es lo que quiere, entonces? —preguntó Setrakian.

Dolor. El más Joven busca todo el dolor que pueda ser capaz de infligir. Y tan rápido como pueda. No puede detenerse. Esta adicción..., esta sed de sufrimiento yace en la raíz de nuestro origen...

Setrakian dio otro paso hacia el Último.

—Hay que actuar rápido. Si vosotros sois vulnerables en vuestros lugares de origen, entonces él también.

Ahora que ya sabes qué contiene el libro, debes aprender a interpretarlo...


¿Vuestro lugar de
origen? ¿Es eso?

Nos identificaste con el Mal. Los causantes de su contagio e implantación en el mundo. El azote de tu raza. Y ya ves, en realidad garantizábamos la unidad de lo viviente. Pero ahora sentirás el látigo del verdadero amo
.

—No si nos dices cómo derrotarlo.

No te debemos nada. Es el fin
.

—Por venganza, entonces. ¡Él os está eliminando ahora mismo, mientras estáis aquí!

Tu punto de vista es limitado, como es costumbre entre los humanos. La batalla está perdida, sí, pero nada será borrado. En cualquier caso, ahora que él ha mostrado su mano, puedes estar seguro de que ha guarnecido su lugar de origen en la Tierra.

—Vosotros dijisteis
que era Chernóbil —replicó Setrakian.

Sadum. Amurah.

—¿Qué dices? No entiendo... —dijo Setrakian, levantando el libro—. Si está aquí, tengo la certeza. Pero necesito tiempo para descodificarlo. Y ya no tenemos más tiempo.

No nacimos ni fuimos engendrados. Fuimos implantados en un acto de barbarie. Una transgresión contra el orden cósmico. Una atrocidad. Y lo que una vez fue sembrado puede ser cosechado
.

—¿En qué sentido es diferente él?

Sólo es más fuerte. Es como nosotros. Nosotros somos él, pero él no es nosotros
.

En un abrir y cerrar de ojos, el Anciano se había vuelto hacia él. Su cabeza y su rostro, desprovistos de todo rasgo, se habían suavizado con el tiempo, los ojos rojos y hundidos, la nariz aplastada como por un golpe, la boca abierta en una negrura insondable y desdentada.

Una sola cosa debes hacer. Reúne cada partícula de nuestros restos. Deposítalos en un relicario de plata y madera de roble blanco. Esto es indispensable. No sólo para nosotros, sino también para ti.

—¿Por qué? Dímelo.

De roble blanco. Asegúrate de eso, Setrakian.

—No lo haré, a menos que sepa lo que estoy haciendo para no causar más daño —señaló Setrakian.

Lo harás. Ya no hay lugar para eso de «más daño».

Setrakian comprendió que el Anciano tenía razón.

—Los recogeremos y conservaremos
en un cubo de basura —dijo Fet, que estaba detrás de Setrakian.

El Anciano miró más allá de Setrakian, en dirección al exterminador, con una expresión de desprecio en sus ojos hundidos, pero también con algo semejante a la compasión.

Sadum. Amurah. Y su nombre... nuestro nombre...

Setrakian cayó en la cuenta: «Oziriel, el Ángel de la Muerte». Y entonces lo entendió, y se le ocurrieron todas las preguntas pertinentes, pero ya era demasiado tarde. Un estallido de luz blanca, una pulsación de energía, y el último Anciano del Nuevo Mundo se desvaneció en una dispersión de cenizas níveas.

Los últimos cazadores se retorcieron en un espasmo de dolor, y se evaporaron entre las ropas humeantes.

Setrakian sintió que una ráfaga de aire ionizado mecía su ropa antes de desvanecerse.

Se dejó caer, apoyado en su bastón. Los Ancianos habían dejado de existir.

A pesar de todo, aún prevalecía una maldad más grande.

En la atomización de los Ancianos, Setrakian vislumbró su propio destino.

—¿Qué hacemos? —preguntó Fet.

Setrakian recuperó la voz.

—Reunir los restos.

—¿Estás seguro?

Setrakian asintió con la cabeza.

—Conseguir la urna. El relicario puede venir más adelante.

Se volvió y miró a Gus. El asesino de vampiros escarbaba entre las ropas de un cazador con la punta de su espada de plata.

Estaba inspeccionando la habitación en busca del señor Quinlan —o de sus restos—, pero el jefe de los cazadores no aparecía por ninguna parte.

No obstante, la estrecha puerta del extremo izquierdo de la sala —la de ébano que había cruzado Quinlan al entrar— estaba entreabierta.

Recordó las palabras que los Ancianos habían pronunciado el día de su primer encuentro:
Él es nuestro mejor cazador. Eficiente y leal. Excepcional en muchos aspectos.

¿Quinlan se había salvado? ¿Por qué no se había desintegrado como los demás?

—¿Qué sucede? —preguntó Setrakian, acercándose a Gus.

—Quinlan, uno de los cazadores..., no dejó rastro. ¿Adónde se fue? —dijo Gus.

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