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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Otra lucha / El final de la lucha (10 page)

BOOK: Otra lucha / El final de la lucha
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Don César se alejó rápidamente. Dando un rodeo dirigióse hacia el apartadero donde vio una locomotora a la que estaban enganchados un vagón de carga, cerrado, y otro de plataforma.

—Puede que cometa una locura; pero no me queda otro remedio que intentarlo.

Aseguróse de que nadie podía verle, y sin abandonar su maletín se acercó al vagón cerrado, abrió la puerta corredera y se metió dentro.

El interior del vagón no estaba muy limpio y no era nada cómodo; pero como no cabía opción posible, don César se conformó. Por un momento había pensado en sobornar al maquinista u obligarle con la amenaza de un revólver; pero desistió de ello porque no le convenía que se supiera que don César de Echagüe había hecho aquel viaje y, mucho menos, presentarse como
Coyote
. En este caso se hubiera asociado la presencia en Sacramento de don César y la del
Coyote
. Era preferible tratar de pasar inadvertido y hacer el viaje sin que el maquinista ni los fogoneros supiesen nada del viajero que llevaban.

A pesar de todo, don César sacó uno de sus revólveres y con él en la mano esperó impaciente la partida.

Cuando ésta se produjo y el tren inició su veloz marcha hacia San Francisco, marcha que no podía ser superada por ningún otro medio de locomoción, don César lanzó un profundo suspiro de alivio que fue cortado por una nueva inquietud. ¿Y si se había equivocado de tren y aquél no iba a San Francisco?

Pero una ojeada al exterior le reveló el paisaje conocido. La locomotora se dirigía realmente a San Francisco. A las nueve de la noche entraba en la estación; pero un momento antes don César había saltado fuera, exponiéndose a romperse la cabeza o, por lo menos, un brazo.

*****

El capitán Fred Farrell, jefe de los Vigilantes de San Francisco
[1]
, estaba acabando de fumar su pipa sentado en la galería de su casa. En aquel momento pensaba en que le hubiese gustado llevar a su esposa a la inauguración del teatro, y lamentaba no haber pensado en ello a tiempo de conseguir alguna localidad. Cuando quiso hacerlo, ni su elevado cargo le sirvió de nada.

—Buenas noches, capitán.

Farrell dio un respingo y la pipa se escapó de sus labios, mientras su mano derecha se cerraba en tomo de la culata de su revólver.

—No se asuste, capitán —siguió la voz que antes había hablado—. Soy un viejo amigo que le necesita.

Al mismo tiempo, el que hablaba entró en el cuadro de luz que se proyectaba en el jardín.

—¡
El Coyote
! —Exclamó Farrell—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Qué desea?

Había retirado la mano de su arma y miraba ansiosamente al hombre que estaba delante de él.

—¿Quiere acercarse, capitán? —Pidió
El Coyote
—. Para mí es peligroso dejarme ver a plena luz.

Farrell abandonó la galería y se reunió con
El Coyote
. Los dos hombres se dirigieron a la parte más oscura del jardín.

—¿Qué necesita de mí, señor? —preguntó Farrell.

—Un favor inmenso. ¿Qué falsificador hay en San Francisco?

—¿Un falsificador?

—Sí, necesito saber en seguida si hay en esta ciudad alguien capaz de falsificar a la perfección la escritura de cualquier persona.

Farrell quedó silencioso unos instantes.

—¿Se refiere a alguien capaz de falsificar una firma?

—Y la escritura. Es decir, que pueda escribir una carta y que todos crean que esa carta la ha escrito otra persona.

—Daniel Ponce —contestó en seguida Farrell—. Es el más astuto y diestro de todos y casi el único falsificador de San Francisco. Pero no creo que ahora trabaje. Se sabe muy vigilado y se limita a vivir de su empleo.

—¿Qué empleó tiene?

—Trabaja en Correos.

—Entonces le aseguro que no ha abandonado su profesión. ¿Dónde vive?

—En la calle del Arroyo, número doce. Lo sé porque lo vigilamos.

—Gracias. Ahora le debo pedir otro favor. Esta noche…

Pero lo que dijo a continuación
El Coyote
sólo lo pudo oír el capitán Farrell, ya que el enmascarado habló con los labios pegados a su oído.

Un momento más tarde,
El Coyote
marchaba por un lado y el capitán Farrell, después de vestirse apresuradamente, por otro.

*****

Daniel Ponce sentíase feliz. Podía fumar buen tabaco y beber el mejor de los licores. Y todo gracias a su habilidad. ¡Qué fácil había sido todo! ¡Jamás hubiese creído que por un trabajo tan sencillo le pagaran cinco mil dólares!

De repente, la mano que alargaba de nuevo hacia la botella se detuvo en su avance y un escalofrío de terror corrió por el cuerpo del mejicano.

—¿Quién es usted? —tartamudeó, con la mirada fija en el enmascarado que había aparecido ante él como si surgiera de la nada.

—Debías conocerme, Ponce… ¿Crees que para refrescarte la memoria será necesario que te agujeree la oreja?

—¡
El Coyote
! ¡Dios mío!

—Escucha bien. Son las doce de la noche. El tiempo apremia. Y si cuando te pregunte empiezas a dar rodeos antes de responder, te expondrás a que tus respuestas ya no me sean necesarias y, por tanto, te mate como a un perro rabioso, que al fin y al cabo es lo que eres.

—¡Por Dios, señor
Coyote
! Usted me confunde…

—¿Qué decía en la carta que escribiste a Luis Borraleda? —interrumpió
El Coyote

—¡Pero si yo no conozco al señor Borraleda ni le he escrito!…

Daniel Ponce se interrumpió al atragantársele las palabras a causa del chasquido del percutor del revólver que empuñaba
El Coyote
, quien acababa de levantarlo.

—¡Por Dios, no dispare!

—No nombres más a Dios —dijo
El Coyote
—. Contesta a lo que te he preguntado.

Una astuta sonrisa flotó por los labios de Ponce. Si
El Coyote
necesitaba saber lo de aquella carta… tal vez pudiera obtener un buen beneficio…

—Soy un pobre hombre —murmuró Ponce—. Un pobre hombre que apenas tiene para vivir y que a veces se ve obligado a hacer algunas cosas…

—Ponce, eres un canalla —interrumpió
El Coyote
—. No te daré ni un centavo, y si no me dices lo que escribiste, te mataré. Y si me engañas, también te mataré; pero lo haré de una manera tan desagradable que te arrepentirás muchas veces de no haber hablado a tiempo. La carta iba dirigida al señor Borraleda y firmada con una ele. La letra la copiaste de una carta que sustrajiste, de Correos, en la cual se enviaban a don Luis unas entradas para la Ópera. ¿Qué escribiste?

—Por favor, señor, si se lo digo me mataran los otros. Al menos deme lo necesario para poder escapar de San Francisco.

—Te voy a matar, Ponce —dijo sencillamente
El Coyote
—. Te voy a matar porque veo que es lo único que mereces. La carta te la hizo escribir el señor Eliot, y creo que él tendrá mejor memoria que tú.

—¡No, no! Yo se lo diré. Era una carta muy breve. Sólo decía: «Luis, cuando la función termine, ve al hotel Prisco, habitación ciento veinte, y allí te daré algo para que lo guardes para Isabel, o para tus hijos».

—¿No decía nada más?

—No, señor
Coyote
, no decía nada más.

—¿Y la otra carta?

—¿Qué otra carta?

—La que escribiste a la mujer.

—No sé nada. De veras que no sé nada…

—Ponce, cuando me encuentro ante un imbécil de nacimiento, le perdono porque, al fin y al cabo, no tiene ninguna culpa; pero cuando un hombre trata de parecer imbécil, como la culpa es suya, le mato. Y eso es lo que voy…

—¡No, no! Ya se lo diré. La otra carta era para Lola, y decía: «Esta noche ve al hotel Prisco, habitación ciento veinte. Te presentaré a Isabel como si fueras una antigua conocida de su madre. — Luis».

—Creo que me has dicho la verdad. Aunque no los mereces, toma quinientos dólares y envenénate con el licor que puedas comprar con ellos.

Antes de que Ponce se diera cuenta de cómo lo había hecho,
El Coyote
desapareció de la estancia, dejando como única huella de su paso el tangible dinero que Daniel Ponce estaba ya recogiendo.

Capítulo XI: La justicia del
Coyote

El telón acababa de bajar por última vez y sólo sonaban ya algunos débiles aplausos. Elena Osorio miró de nuevo hacia el palco donde estaba su hija y su mirada se cruzó con la de Luis Borraleda, que le sonrío, moviendo luego afirmativamente la cabeza.

La mujer creyó haber advertido en aquella mirada un mensaje que le resultaba indescifrable. Pero Luis Borraleda y su esposa estaban saliendo del palco. Elena vacilaba acerca del partido a tomar, cuando uno de los acomodadores resolvió su problema.

—Señora, el caballero que estaba en aquel palco me encargó que le diera esta carta —explicó el hombre—. Me he retrasado un poco a causa de la aglomeración.

Elena tomó la carta que le tendía el acomodador, y con temblorosa mano la abrió, leyendo a través de las lágrimas que de pronto llenaron sus ojos:

Esta noche ve al hotel Prisco, habitación ciento veinte. Te presentaré a Isabel como si fueras una antigua conocida de su madre.

LUIS.

La mujer sintió que sus piernas eran incapaces de sostenerla y tuvo que sentarse de nuevo en la butaca. Luego, haciendo un esfuerzo, se levantó y salió del teatro, sin darse cuenta de cuanto ocurría a su alrededor. Tan sólo tuvo fuerzas para subir a su coche y ordenar:

—Al hotel Prisco.

Víctor Kennedy, que se había retrasado, sonrió al escuchar la dirección que daba Elena al cochero. Y como le convenía aparecer completamente limpio de toda culpa, reunióse con los amigos a quienes había acompañado y marchó con ellos a cenar al restaurante Blindin.

Apenas Elena bajó del coche, frente al hotel Prisco, un hombre acudió a su encuentro y en voz baja le anunció:

—El señor Borraleda aún no ha llegado; pero aquí tiene la llave de la habitación. Me encargó que le dijese que si llegaba usted antes, le aguardara allí.

Elena tomó la llave y entró en el hotel, correspondiendo a los saludos de los empleados, todos los cuales la conocían. Subió por la escalera principal y no tardó en encontrar la habitación 120, cuya puerta abrió con la llave. Entró en el cuarto y guardó la llave en el monedero.

La luz estaba encendida. Sobre la mesa, veíase, preparada, una apetitosa cena fría y platos y cubiertos para dos personas. Elena, aunque lo advirtió, no dio importancia al detalle, y sentándose en el sofá se dispuso a la impaciente espera.

*****

A las doce de la noche, Luis Borraleda dejó a su esposa junto a unos amigos con quienes habían ido a cenar.

—Vuelvo en seguida —dijo—. Tengo que ver a un conocido. Cosa de política.

Salió a la calle, y tomando un coche se hizo conducir al hotel Prisco. En el momento en que llegaba ante el edificio, un hombre acudió a su encuentro, diciéndole en voz muy baja.

—Es mejor que suba por la escalera de servicio. Así se evitarán comentarios.

Luis Borraleda bajó del coche, y seguido por la curiosa mirada del conserje, fue a entrar por la puerta del servicio, atrayendo, sin darse cuenta, el interés de todos los criados, que desde un sitio u otro le observaban.

Cuando llegó al primer piso buscó la habitación 120, y al encontrarla llamó a la puerta.

Elena Osorio la abrió, y al ver que Luis llegaba solo preguntó:

—¿Dónde está Isabel?

—La dejé con unos amigos…

Mientras hablaba, Luis Borraleda había entrado en la habitación.

—Pero… si yo creí que vendríais los dos —murmuró Elena—. Me has…

Sus palabras se le ahogaron en la garganta, de la que sólo pudo escaparse un alarido de terror, cortado por dos disparos de revólver.

Luis Borraleda había oído abrirse la puerta de la habitación. Al volverse fue cegado por los fogonazos de dos disparos. Oyó cómo Elena se desplomaba sobre el sofá y luego oyó el choque de un revólver contra el suelo y el cerrar con llave de la puerta.

Antes de darse cuenta de que se le estaba cargando encima un crimen, Borraleda quiso acudir en socorro de la mujer, pero de nuevo se precipitaron los acontecimientos. La puerta se volvió a abrir y dos hombres, con las manos en alto, entraron de espaldas en la estancia.

Frente a ellos caminaba un hombre enmascarado, empuñando un revólver de largo cañón.

—Salga de aquí, señor Borraleda —dijo, dirigiéndose a Luis.

—Pero… ¿qué ocurre?

—Dese prisa —ordenó el enmascarado. Y cuando Luis estuvo junto a él, le dijo—: Habitación ciento treinta y uno. La de enfrente. La puerta está abierta. Aguárdeme allí.

Cuando, atontado, Borraleda llegó a la habitación que le indicara el misterioso enmascarado, vio aparecer a otro hombre que se dirigía a la habitación 120. Borraleda entró en la 131 y se dejó caer en un sillón.

Entretanto, el capitán Farrell había llegado junto al
Coyote
.

—¿Son esos? —preguntó.

—Los dos —respondió
El Coyote
—. Llegamos demasiado tarde. Recuerde lo prometido.

—No tema. Adiós.

Sustituyendo al
Coyote
frente a Frank Eliot y Lucio Barrera, el capitán Farrell aguardó a que llegaran los que ya acudían, atraídos por el grito de Elena y los disparos. Mientras tanto,
El Coyote
se reunía con Luis Borraleda.

—¿Quién es usted? —preguntó Luis.


El Coyote
—respondió el enmascarado—. Lamento no haber podido llegar a tiempo de salvar a Elena Osorio.

—¿Qué le ha ocurrido?

—La han asesinado.

—¡Dios mío! —exclamó Borraleda.

—Y pensaban cargarle el crimen a usted —siguió
El Coyote
.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Para que todo el mundo creyera que la había asesinado para que no se supiese que era la madre de su esposa. La trampa estaba muy bien urdida, y ha caído usted en ella con toda ingenuidad. Eso le hubiera arruinado políticamente.

—Ya comprendo. Pero ¿es posible que la hayan matado sólo para eso?

—Sí.

—¿Y quién lo ha hecho?

—El crimen lo ha ordenado un hombre sin escrúpulos. Le enviaron a usted una carta falsificada, haciéndole creer que la escribía Elena Osorio. Por desgracia, yo lo descubrí demasiado tarde y no llegué a tiempo de salvar la vida de esa mujer.

—¿Por eso tiraron el revólver dentro del cuarto? —preguntó Luis.

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